Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


5 de junio de 2012

EL EDIFICADOR DE UN IMPERIO PARA DIOS



Leonard Ravenhill

Si Saulo hubiese encontrado un buen predicador y oído un buen sermón en el camino de Damasco, puede que lo hubiera olvidado pronto. Pero encontró a Cristo. (Se puede evitar a los predicadores y los sermones, pero nadie puede escapar de Cristo.) Desde aquel día la filosofía de la vida de Pablo halló a aquel que es la Vida misma. Este zelote, que vomitaba fuego contra los cristianos, halló al Señor, que le bautizó con fuego, y, como resultado del cambio que se operó en el joven Saulo, la civilización de sus días cambió de rumbo. (¡Oh, si quisieras hacer lo mismo, Señor, hoy día!) Pero notad que el que era a sus propios ojos un fariseo intachable, fiel guardador de la ley, empezó a llamarse el primero de los pecadores a los ojos de Dios. No es extraño, pues él era para la recién nacida Iglesia cristiana lo que Herodes a los recién nacidos de Belén y a Cristo niño.

El hombre que ha tenido una experiencia de Dios nunca depende de argumentos o experiencias de otros. Lo que cuesta es lo que se aprecia. Pablo no hizo un experimento, sino una experiencia. Su encuentro con el Santo de los santos, aquel día, no sólo fue aterrorizador, sino transformador. Tuvo una visión del Señor que le dejó ciego (una luz más brillante que la del sol al mediodía). Desde entonces, Pablo, aunque recobró la vista física, quedó ciego a los honores y glorias humanas.

(«No me honrarán a mí los que no te honran a ti», dijo F. B. H. Meyer.) Su encuentro con Cristo quitó repentinamente a Saulo su sueño de dominio intelectual y empezó a viajar como un mendigo de Cristo. No sin antes haber tenido una nueva experiencia con Dios en el desierto de Arabia (acerca de la cual no se atrevía a hablar).

Y, de alguna manera, este edificador de imperios para Cristo, con su colosal intelecto y sus notables títulos, aceptó al Señor, no sólo como sustitución de lo antiguo, sino para identificarse con El. «Yo morí» (en El). Esta es su declaración (que todos hacemos de labios). Pero Pablo afirma triunfalmente: «Y ahora vive El en mí.» Piénsalo bien.

Si hicieras una declaración como ésta, ¿no se burlarían de ti los amigos? Pero este nuevo Sansón arrancó con goznes y todo las macizas puertas de la Historia y, como en, el antiguo mito griego, cambió el curso de los ríos para limpiar los establos de la corrupción del mundo antiguo. ¡Bendito hombre de Dios!

Habiendo hallado la paz con Dios, Pablo declaró la guerra a todo lo que no es de Dios. Cautivó la «inteligencia», de los atenienses con los dulces sones de la lira del Evangelio y terminó su concierto haciendo sonar la aguda  trompeta de la resurrección y del juicio.

¿Qué hizo a este hombre burlarse de los clamores de la turba pagana en Efeso? ¿Por qué estába dispuesto a morir cada día? ¿Cuál es el secreto de la fortaleza que revela  su esbozo biográfico de 2.a Corintios 11? ¿Qué es lo que lo capacitaba para sobrellevar su tremenda carga? Por raro é  incomprensible que parezca no se recata de decirlo en Gálatas 2:20.

Pensadlo bien: No declara su fe en el nacimiento virginal de Cristo, ni en su resurrección corporal de entre los muertos —por supuesto que Pablo creía todo esto—, pero el secreto de su fortaleza y de su éxito no dependía de su fe ortodoxa, sino de que «Cristo vive en mí». De la profundidad de su depravación personal («No soy yo sino el pecado que mora en mí» —Romanos 7:17—) sube a la cumbre de la espiritualidad («No ya yo, mas Cristo vive en mí» —Gálatas 2:20—). ¡Precioso cambio de vida!

Pablo era una vida ejemplar. No era un letrero guiador, sino un guía: «Lo que habéis oído y visto en mí» (Filipenses 4:9). El era, de cierto, una epístola «viva».

La vida de Pablo fue excepcional: ¿Sería alguien tan tonto hasta el punto de decir que nuestra abnegación es como la de él? ¿No deberíamos escribir, al revés que él: «Todos buscamos lo nuestro propio»? Fue excepcional porque fundó tantas iglesias y escribió tantas epístolas, pero leed el resumen de su propia vida en 2.a Corintios 11. ¿Está tratando de contarse entre los mártires o de clasificarse entre los santos? De ningún modo. Su posición, sus títulos y privilegios son contados como estiércol, con tal de ganar a Cristo y, por su obediencia, ser hallado en El. Fue excepcional en sufrimientos, los cuales padeció, generalmente, por voluntad de otros; pero también en la oración, por su propia voluntad. Si hubiese más cristianos fuertes en oración, habría más dispuestos a sufrir. La oración desarrolla huesos juntamente con gemidos, tendones a la vez que santidad, fortaleza al par que fuego.

Pablo llama a Dios por testigo de que quería ser anatema en favor de sus hermanos (Romanos 9:3). Madame Guyon oró casi de un modo idéntico. Brainerd y Juan Knox eran «hombres de iguales pasiones que nosotros». ¿Cuándo o dónde, hermano, se oyen oraciones semejantes a éstas en nuestras reuniones de oración? No podemos tener grandes resultados de oraciones pequeñas. La ley de la oración es semejante a la de la cosecha. «El que siembra escasamente, escasamente también segará, y quien siembra abundantemente, segará con abundancia.» El problema está en que queremos segar lo que no sembramos.

Pablo tenía una vida expansiva. Muchos de nosotros, ¡ay!, buscamos los restos de la obra de cualquier otro ministro. Pero Pablo no edificaba sobre el fundamento de otro (1.a Cor. 3:10). Su cerebro no estaba encallado en ningún dogma específico, no era una máquina eclesiástica desmenuzando materias metafísicas. No empleó horas especulando sobre el significado de la imagen de Daniel. No se enterraba en un laboratorio diseñando la verdad y poniendo marcas de fábrica a cápsulas teológicas, ni complaciéndose a sí mismo con su habilidad de encontrar palabras atinadas para futuros credos. La razón de todo ello es clara como el mediodía.

Pablo no escribió una «Vida de Cristo», la demostró con su declaración: «A todos soy deudor» (Romanos 1:14). Y dedicó enteramente su vida, por todos los medios posibles, a pagar esta deuda. Esto podía costarle prisión, pero consideraba que era mejor ser «un prisionero» del Señor por Mitos pocos años que permitir que sus contemporáneos tuviesen que ser prisioneros del diablo en el infierno para siempre. Pablo se entregó enteramente a una completa y costosa consagración.

«De aquí en adelante que nadie me conturbe» (Gal. 6:17). ¿Qué quería decir con esto? Que había consagrado de tal modo su vida a Cristo que no tenía tiempo ni voluntad para nada más. Cada latido de su corazón, cada pensamiento de su mente, cada paso de sus pies y cada anhelo de su alma eran para Cristo y la salvación de los hombres. Alborotaba sinagogas y tenía despertamientos o tumultos, una cosa u otra, y a veces ambas. (Nosotros parece que no tenemos ni lo uno ni lo otro.)

Aun cuando su propio grupo de colaboradores le abandonan —«Todos me han dejado» (2.a Tim. 4:16);—, él confió en «los brazos eternos» y fue adelante. Escapó de la muerte, pero su pan diario era su muerte diaria.

«Cada día muero» (1.a Corintios 15:21). ¡Magnífica desgracia la suya! Pero los frutos del Espíritu están en el apóstol Pablo; los dones del Espíritu obraban en él. Dirigió el despertamiento de toda una ciudad ¡mientras trabajaba cosiendo tiendas para pagar los gastos! Hermanos predicadores: ¿No tenemos corazones de gallina, todos nosotros, al lado del de Pablo? A veces padecía hambre, pero en otras ocasiones, cuando tenía abundancia, ayunaba voluntariamente. Deseaba bendiciones para todos, pero en cuanto a sí mismo quería ser anatema. Con su vida revolucionaria y su teología alborotadora, este «espectáculo a los hombres», lleno del Espíritu Santo, era la contrapartida de los actuales fanáticos de la religión política del régimen ateo.

Gente consumida por el fuego interior del Espíritu Santo son la única contrapartida eficaz de los caídos humanos, tan destrozados moralmente como el átomo que han logrado desintegrar y con el cual son capaces de desatar las fuerzas que destruirían la tierra.

Pablo, transformado y listo para ser pronto trasladado a otro mundo mejor, desea tener sucesores idénticos a su modo de ser. Oídle afirmar delante del rey Agripa: «Quisiera Dios que, no sólo tú, sino todos los que me escuchan, fuesen hechos como yo soy, excepto estas cadenas.» No dice que todos pudiesen fundar tantas iglesias y escribir como él lo había hecho. No dice: Como «yo hice», sino como «yo soy» (1.a Corintios 7:7).

Y esto es bien posible. El mismo Espíritu Santo que llenó a Pablo puede llenarnos a nosotros de modo que nosotros, como él, podamos ser identificados con Cristo no sólo en su sacrificio, sino en todo servicio.

¿Qué resultado tendrá o cómo terminará todo esto en ti, querido hermano? No lo sé. (Ni ángeles ni hombres lo saben.) Pero puedo decirte cómo empieza: Principia siempre con una vida transformada, en la cual no vivamos ya nosotros. Pablo vivió gloriosamente y murió triunfalmente porque en su sacrificio y sufrimiento se identificó plenamente con Cristo. Así podemos vivir y morir nosotros si tan sólo lo queremos.

La única fe salvadora es la que se arroja así en Dios, para la vida y para la muerte.
Martín Lutero

He aquí por qué, en cada momento de la historia, cuando la Iglesia de Cristo ha sido movida por alguna ola de despertamiento a la realidad de la consagración personal, mulares de hombres y de mujeres han redescubierto a Pablo y han vibrado al compás de la música de su mensaje.
Dr. J. S. Stewart

Corazones sin lágrimas nunca pueden ser buenos heraldos de la Pasión de Cristo.
Dr. J. H. Jowett

Que Dios me diera un corazón cargado, Infundido con la pasión de orar Por los que, sumergidos en pecado, No pueden Sus riquezas alcanzar.

¡Quién me diera un alma semejante a la de Cristo, mi fiel Salvador, Que en total agonía estuvo orando Por los otros! ¡Oh, dame un corazón, Padre mío, cargado por los otros!

Anhelo, Padre amado, tal pasión Que derramar mi corazón por los perdidos anhele yo; y aun mi vida, ¡fiel Señor! Que sepa orar, sí, cueste lo que cueste.

Enséñamelo, Señor, por compasión. Enséñame tú mismo este secreto. Estoy sediento de aprender esta lección.

Anhelo, Jesús mío, que lo hagas. ¡Padre, este favor pido de Ti: Que se revele Tu Espíritu en mí!
María Warburton Booth

 Por que no llega el Avivamiento - Leonard Ravenhill

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