Davis y Clarck
La naturaleza humana niega la idea misma de que cualquier cosa está más allá de su poder de ejecución. Un sabio de la modernidad se ha jactado de que “lo que la mente humana puede concebir, también lo puede conseguir”. Se puede esperar del mundo una confianza arrogante tal en el potencial humano, pero tristemente está muy claro también que este espíritu de poder-hacer está igualmente presente y es bienvenido en lo que hoy se conoce como “iglesia cristiana”.
Nada atrae más al hombre caído que la idea de recuperar la justicia y salvar la brecha entre él mismo y Dios por medio de su esfuerzo moral. Quiere ser justo por sus propios méritos y forzar su idea de la justicia en los demás. ¿Suena familiar? Debería, porque esto caracteriza a la mayoría de las actividades del hombre religioso a lo largo de los últimos seis mil años. Desde que la serpiente engañó a Eva con la promesa de que podría ser “como Dios” si desobedecía a Dios y tomaba las cosas en sus propias manos, cada acción del hombre es una prueba de que no conoce que la verdadera justicia pertenece al Señor, como tampoco sabe que debe ser así. En la búsqueda de su propia justicia, el hombre religioso es ciego a la verdadera justicia que viene solo como un don y que nunca se derivaría de ninguna bondad inherente en él. Debe recibirla como un don inmerecido procedente de Aquel que solo Él es justo (lee Romanos 5:17).
No nos volvemos justos por nuestros propios méritos. La justicia procede de una fuente totalmente distinta al hombre. Lo más difícil de sacrificar para él es su mentalidad prevaleciente de que obrar en justicia es lo mismo que la justicia, porque todo su pensamiento, sus motivos y sus prácticas se basan en eso. No hay nada que bloquee con más efectividad el fluir de la gracia de Dios.
Antes de poder venir a Dios en verdadero arrepentimiento primero tienes que aceptar Su juicio sobre toda carne. El pronunciamiento de Dios sobre cada uno es, “No hay justo, ni aún uno solo”. Si nos aferramos a la creencia errónea de que hay algo bueno en nosotros que nos hace meritorios ante Dios, entramos en fuerte discrepancia con Él. Toda nuestra vida se convierte en una mentira. Cualquiera que no haya aceptado el juicio de Dios no se ha arrepentido verdaderamente y su vida se convierte en un constante esfuerzo para demostrar que Dios está equivocado.
En su sentido más verdadero, el arrepentimiento es llegar a un acuerdo con Dios. Juan escribió, “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1ª Juan 1:9). La palabra compuesta en griego para confesar en este pasaje es homologeo. Homo significa uno y lo mismo, y logeo, decir. Juntas, cobran el significado de decir con. Confesar algo es decir lo mismo que otro dice, estando totalmente de acuerdo con su declaración. Este fue el juicio de Dios contra Israel cuando Él habló por medio de Amós y dijo: “¿Cómo podrían dos andar juntos si no estuvieran de acuerdo?”