Douglas Weaver
Algunos pueden decir,
“Estas cosas son profetizadas para los días postreros, y todavía han de suceder
en el futuro”. Pero fíjate que los creyentes del primer siglo comprendieron que
estaban viviendo en los últimos días. (Lee 1ª Juan 2:18 y Hebreos 1:1-2).
De acuerdo con Joel, el
Espíritu Santo sería derramado en los días postreros. Los que testificaron del
derramamiento del Espíritu el día de Pentecostés, estaban viviendo en los
últimos días. “Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu
sobre toda carne…” (Hechos 2:17).
La gran caída ya ha
tenido lugar. Sucedió en los últimos días, tal y como Pablo y Juan habían visto
de antemano. La iglesia ha caído del poder hacia una forma de piedad. Tenemos
mucho de formas y muy poco de Espíritu.
Al cierre del primer
siglo, una iglesia había caído ya en extremo. El resto seguiría tras ella muy
pronto. La iglesia de Laodicea estaba a punto de perder su candelero.
Apocalipsis 3:20 describe su condición como una asamblea que descaradamente
había dejado a Cristo fuera, junto a la puerta, llamando y pidiendo entrar.
Había caído tan bajo que aunque Él estuviera llamando a la puerta y pidiendo
entrar, pocos escuchaban. Había sido claramente excluido. Al cierre del primer
siglo, la gran caída estaba en su
máximo esplendor.
Juan vio este misterio
de antemano después de alcanzar su clímax. Las cosas empeoraron dramáticamente
porque al cierre de esa era, la Iglesia apóstata es descrita como una ramera
asesina. Sobre su frente lleva escrito un nombre, MISTERIO, BABILONIA LA GRANDE,
LA MADRE DE TODAS LAS RAMERAS Y DE LAS ABOMINACIONES DE LA TIERRA (Lee
Apocalipsis 17:5). Los reyes de la tierra habían cometido fornicación con ella
y los habitantes de la tierra se habían emborrachado con el vino de su
fornicación (Apocalipsis 17:2). Es culpable de la sangre de los Santos y en su
mano hay una copa llena de esa sangre (lee Apocalipsis 17:6).