Es el deber de todo creyente presentar su cuerpo en sacrifico vivo, santo, aceptable a Dios. Como indica la escritura, en esto consiste la verdadera adoración. El principio de la santidad nos lleva a la siguiente exhortación: “no os adaptéis a las formas de este mundo, sino transformados por medio de la renovación de vuestra mente, para que comprobéis cual es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, y los perfecto.”(Romanos12:2)
Si no somos nuestros y pertenecemos al Señor, debemos huir de aquellas cosas que le desagradan y encausar nuestras obras y nuestros hechos a todo aquello que El aprueba. Basándonos en el hecho que no nos pertenecemos, tendríamos que aceptar que ni nuestra razón, ni nuestra voluntad deberían guiarnos en nuestros pensamientos y acciones.
Si no somos nuestros, no hemos de buscar satisfacer los apetitos de nuestra carne. Si no somos nuestros entonces olvidémonos de nosotros mismos y de nuestros intereses todo cuanto nos sea posible. Pertenecemos a Dios; por lo tanto, dejemos de lado nuestra convivencia y vivamos para El, permitiendo que su sabiduría guie y domine todas nuestras acciones. Si pertenecemos al Señor, dejemos que cada parte de nuestra existencia sea dirigida hacia El, esa debe ser nuestra meta suprema.
¡Cuánto ha avanzado aquel hombre que ha aprendido a no pertenecerse así mismo, ni a ser gobernado por su propia razón, sino que rinde y somete su mente a Dios! El veneno más efectivo que lleva a los hombres a la ruina es el hecho de jactarse en sí mismos, en el poder y sabiduría humana.
La única manera de zafarse de ese autoengaño es sencillamente seguir la guía del Señor.
El servicio del Señor no solo implica una autentica obediencia, sino también la voluntad de poner aparte los deseos pecaminosos y rendirse completamente al liderazgo del Espíritu Santo.
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