Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


20 de julio de 2012

LOS MEDIOS DE GRACIA


John Wesley

Os habéis apartado de mis leyes, y no las guardasteis (Ma­laquías 3: 7).

I.     1. Empero, ¿existen aún algunas ordenanzas, habien­do el Evangelio sacado la vida y la inmortalidad a la luz? ¿Exis­ten bajo la dispensación cristiana medios instituidos por Dios como los conductos usuales de su gracia? En la Iglesia Apos­tólica no se habría podido hacer semejante pregunta, a no ser que se declarase uno abiertamente pagano, puesto que todos los cristianos estaban de acuerdo en que Cristo había instituido ciertos medios exteriores para comunicar su gra­cia a las almas de los hombres. Su práctica constante esta­bleció esto en una manera indisputable, mientras que “to­dos los que creían estaban juntos, y tenían todas las cosas co­munes” (Hechos 2:44), “y perseveraban en la doctrina de los apóstoles...y en el partimiento del pan y en las oraciones” (v.42).

2.    Empero, en el curso del tiempo, y habiéndose enti­biado el amor de muchos, algunos empezaron a confundir los medios con el fin, y a hacer que la religión consistiera en la ejecución de esas cosas exteriores, más bien que en la regene­ración del corazón según la imagen de Dios. Se olvidaron de que “el fin” de todo “mandamiento es la caridad nacida del corazón limpio” con “fe no fingida;” el amar al Señor su Dios de todo su corazón, y a su prójimo como a sí mismo, y pu­rificarse del orgullo, la ira, los malos deseos por la fe de la operación de Dios. Otros se figuraban que, si bien la reli­gión no consiste principalmente en estos medios exteriores, sin embargo, había algo en ellos que debía agradar a Dios; algo que los debía hacer aceptables a su presencia, aunque no hubiesen cumplido exactamente con los deberes más im­portantes de la ley, la justicia, la misericordia y el amor de Dios.

3.   Es evidente que estos medios no han producido en aquellos que abusan de ellos el fin para el que fueron institui­dos, sino que al contrario, los medios que deberían haber servido para su salud, les han sido tropiezos. Tan lejos estaban de recibir una bendición por medio de ellos, que más bien atrajeron una maldición sobre sus cabezas. Lejos de crecer más puros de corazón y de vida, se hicieron doblemente más que an­tes hijos del infierno. Otros, al ver claramente que estos medios no traían la gracia de Dios a esos hijos del diablo, empeza­ron a deducir de estos casos particulares una conclusión gene­ral, a saber que no son medios de comunicar la gracia de Dios.

4.     Y sin embargo, el numero de los que abusaron de las instituciones de Dios fue mayor que el de aquellos que las despreciaron; hasta que aparecieron ciertos hombres de gran inteligencia—y en algunos casos también de mucho saber— quienes parecían ser amables y parecían haber experimenta­do personalmente la verdadera religión del corazón, algunos de los cuales eran luces que ardían y resplandecían, personas de renombre en su generación, que habían vivido bien en la Iglesia de Cristo, dando buen ejemplo cuando la iniquidad parecía desbordarse.

No podemos imaginarnos que aquellos santos y venerables hombres se hayan propuesto otra cosa al principio, sino demostrar que la religión exterior de nada vale sin la religión del corazón. Que “Dios es espíritu, y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” Que, por consiguiente, el culto exterior es trabajo perdido si el corazón no está consagrado a Dios. Que las ordenanzas exteriores de Dios son muy provechosas cuando promueven la santidad in­terior, pero cuando no es así, están más vacías que la misma vanidad. Más aún, que cuando se hace uso de ellas en lugar de la religión, son una abominación ante el Señor.

5.    No es nada extraño, por lo tanto, que algunos de és­tos—bajo la firme convicción de que esa horrenda profana­ción de las ordenanzas de Dios se había extendido por toda la Iglesia, y casi expulsado del mundo la verdadera religión— impulsados por el ferviente celo que tenían de la gloria de Dios, y de salvar a las almas de tan fatal engaño, se expresa­sen como si la religión exterior no significase absolutamente nada, ni mereciera un lugar en la religión de Cristo. Ni debe sorprendemos que algunas veces hayan emitido sus pareceres con poco sigilo, dando por resultado que, según la opinión de algunos oyentes poco cuidadosos, parecían condenar todos los medios exteriores como enteramente inútiles, y como si Dios no los hubiera designado para ser las vías ordinarias de co­municar su gracia a las almas de los hombres.

Es posible que algunos de estos santos varones hayan aceptado al fin semejante opinión, especialmente aquellos que se encontraron privados de todas estas ordenanzas, no de su motu propio, sino por la providencia de Dios; quienes tal vez caminaban de un lugar a otro, sin tener un lugar fijo, y ha­bitando quizá en las cuevas de la tierra.

Al sentir éstos en sí mismos la gracia de Dios, a pesar de estar privados de todos los medios exteriores, pudieron muy bien haberse imaginado que la misma gracia alcanzarían quienes se abstuvieran por su propia voluntad de dichos medios.

6.    La experiencia nos enseña cuán fácilmente se desa­rrolla esta opinión y se insinúa en la mente de los hombres, especialmente en la de aquellos que han despertado por com­pleto del sueño de la muerte, y empiezan a sentir que la car­ga de sus pecados es demasiado pesada para poder soportar­la. Por lo general, éstos se impacientan en su estado actual; hacen cuanto pueden por salir de él; siempre están listos a aceptar cualquier cosa nueva, cualquier propuesta de quietud o felicidad. Probablemente ya hayan probado todos los me­dios exteriores sin encontrar descanso en ellos—sino tal vez, al contrario, más remordimiento, temor, pena y condenación. Es muy fácil, por consiguiente, persuadirlos de que les con­viene abstenerse por completo de usar esos medios. Ya están cansados, según parece, de vanos esfuerzos, de trabajar en el fuego, y, como es natural, se alegran de tener cualquier pre­texto para arrojar aquello que no causa placer a su alma, de­jar la penosa lucha y abandonarse por completo a la más in­dolente pereza.

II.   1. Me propongo, pues, en el discurso que sigue, in­vestigar detenidamente si existen o no medios de gracia.

“Medios de gracia,” según entiendo, son las señales exte­riores, palabras o acciones ordenadas e instituidas por Dios, con el fin de ser las vías ordinarias por medio de las cuales puede comunicar a los hombres la gracia que previene, jus­tifica o santifica.

Hago uso de esta expresión, “medios de gracia,” porque no conozco otra mejor, y porque es la que se ha usado en la Iglesia Cristiana durante mucho tiempo, especialmente en nuestra iglesia, la que nos enseña a bendecir a Dios “por los me­dios de gracia y la esperanza de gloria,” y que un sacramen­to es: “un signo externo de una gracia interna y un medio que nos la confiere.”

Los medios principales son: la oración, ya en lo privado o en la gran congregación; el escudriñamiento de las Escri­turas (que significa leer, escuchar y meditar sobre ellas), y la Cena del Señor: participar del pan y del vino en memoria suya. Creemos que estos medios fueron instituidos por Dios, como las vías ordinarias para comunicar su gracia a las almas de los hombres.

2.    Concedemos que todo el valor de estos medios con­siste en estar actualmente subordinados al objeto de la reli­gión y, por consiguiente, que cuando todos estos medios se se­paran de su objeto, son menos que la misma vanidad. Que si no guían en realidad al conocimiento y amor de Dios, no son aceptables en su presencia, sino al contrario, una abomina­ción; un mal olor que le ofende y se cansa de ellos—no pue­de soportarlos. Sobre todo, si se usan en lugar de la religión, en vez de estar subordinados al objeto de ésta, no hay pala­bras con qué expresar lo enorme y pecaminoso de esta tor­peza de volver las armas de Dios en contra de El mismo; de evitar que el cristianismo se posesione del corazón, usando de esos mismos medios que fueron instituidos con tal fin.

3.    Concedemos, igualmente, que todos los medios ex­teriores, si están separados del Espíritu de Dios, no pueden ser de ningún provecho ni conducir en ningún grado al co­nocimiento o al amor de Dios. Es incontrovertible que la ayu­da que se recibe aquí, viene de El mismo. El, y sólo El, es quien por medio de su poder omnipotente obra en nosotros lo que es agradable en su presencia. Todas las cosas exteriores, a no ser que El obre en ellas y por medio de ellas, son débiles y míseros elementos. Quienquiera, pues, que se imagine que hay algún poder intrínseco en estos medios, está en un error craso y no conoce la Sagrada Escritura ni el poder de Dios. Sabemos que no hay ningún poder inherente en las palabras que usamos en la oración, en la letra de la Sagrada Escri­tura, en el sonido de esas palabras, o en el pan y vino que re­cibimos en la Cena del Señor, y que sólo Dios es el dador de todo buen don, el Autor de toda gracia; que a El únicamente pertenece el poder de comunicar a nuestras almas cualquiera bendición por estos medios. Sabemos, igualmente, que podría conceder esta gracia aunque ninguno de estos medios existiera en toda la redondez de la tierra, y en este sentido podemos afirmar que Dios no tiene necesidad de ningún medio, por cuanto El puede hacer su santa voluntad valiéndose de me­dios o sin usar de ellos.

4.    Confesamos además, que el uso de todos los medios no bastaría a redimir un solo pecado; que sólo la sangre de Jesucristo es suficiente para reconciliar al pecador con Dios, puesto que no existe ninguna otra propiciación por nuestros pecados, ninguna otra fuente que pueda limpiar la iniquidad e impureza.

Todos los creyentes en Cristo están firmemente persuadidos de que no existe ningún mérito sino en El; que no hay ningún mérito en sus propias obras, en hacer sus ora­ciones, en el escudriñamiento de la Sagrada Escritura, en es­cuchar la Palabra de Dios o en comer del pan y beber de la copa. De manera que si la expresión que muchos han usado de que “Cristo es el único medio de gracia,” quiere decir que El es la única causa meritoria, ninguno que conozca la gra­cia de Dios puede contradecir dicha aserción.

5.    Más aún, es un hecho—aunque nos pese tener que confesarlo—que un gran número de los que se llaman cristia­nos hasta hoy abusan de los medios de gracia para su propia destrucción. Este es el caso, indudablemente, en que se en­cuentran los que tienen la forma sin el poder de la santidad. Presumen equivocadamente que ya son cristianos, porque cumplen con tal o cual cosa, aunque Cristo jamás se haya re­velado en sus corazones, ni se haya derramado en ellos el amor de Dios. Se figuran que infaliblemente llegarán a serlo, sim­plemente porque usan de estos medios; vanamente soñando aunque tal vez sin estar conscientes de ello ya que hay cier­to poder en esos medios debido al cual, tarde o temprano, no saben cuándo, llegarán ciertamente a ser santos; o ya que exis­te cierta clase, de mérito en hacer uso de ellos, el cual indu­dablemente moverá a Dios a santificarlos o a recibirlos sin santidad.

6.    Tan poco así comprenden el sentido de esas palabras que son la gran base del cristianismo: “Por gracia sois sal­vos.” Salvos de vuestros pecados, de su culpabilidad y domi­nio. Sois otra vez recibidos en el favor y en la imagen de Dios, no debido a ninguna obra, mérito o merecimientos vuestros; sino por gracia, por la mera misericordia de Dios, por los mé­ritos de su muy amado Hijo. Sois pues salvos no debido a nin­gún poder, sabiduría o fortaleza que haya en vosotros o en cualquiera otra criatura, sino únicamente por la gracia y el poder del Espíritu Santo que obra en todos vosotros.

7.    Empero, queda aún la cuestión principal: “Sabemos que esta salvación es el don y la obra de Dios, pero ¿cómo podrá uno, por ejemplo, que está persuadido de que no la ha recibido, obtenerla?” Si le decís: “Cree y serás salvo,” os contestará: “Muy bien, pero ¿cómo haré para creer?” Con­testaréis: “Esperad en Dios.” “Sí, pero ¿cómo he de esperar, usando de los medios de gracia o sin ellos?”

8.    No se puede concebir que la Palabra de Dios deje de darnos alguna dirección sobre asunto de tanta importan­cia, o que el Hijo de Dios que bajó del cielo a salvar al gé­nero humano, nos hubiese dejado en duda respecto de una cuestión que concierne tan de cerca a nuestra salvación.

A la verdad no nos ha dejado en duda, sino que muy al contrario, nos ha mostrado el camino que debemos tomar. Sólo tenemos que consultar el Oráculo de Dios; investigar lo que allí está escrito y, si nos sometemos a su decisión, no pue­de quedar la menor duda.

III.  1. Según esta decisión de la Sagrada Escritura, to­dos los que deseen recibir la gracia de Dios deben esperar obtenerla por los medios que El ha ordenado; usando de ellos y no haciéndolos a un lado.

En primer lugar, quien quiera recibir la gracia de Dios debe buscarla por medio de la oración. El Señor mismo ha da­do esta dirección expresa: en el Sermón de la Montaña, des­pués de explicar extensamente en lo que consiste la religión y describir sus partes principales, añade: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá; porque cualquiera que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se abri­rá” (Mateo 7: 7-8). Aquí se nos dirige, de la manera más cla­ra, a que pidamos a fin de recibir. A que busquemos para que podamos encontrar la gracia de Dios, la perla de gran pre­cio, y a que llamemos—a que continuemos llamando y bus­cando, si es que hemos de entrar en el reino.

2.   A fin de que no quede la menor duda, desarrolla nues­tro Señor este punto de una manera especial, apelando al corazón del hombre: “¿Qué hombre hay de vosotros a quien si su hijo pidiere pan, le dará una piedra? ¿Y si le pidiere un pez, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vues­tro Padre, que está en los cielos, dará buenas cosas a los que le piden?” (vrs. 9-11). O como en otra ocasión se expresa, in­cluyendo todos los dones buenos en uno solo: “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que lo pidieren de él?” (Lucas 11: 13). Merece observarse muy es­pecialmente que aquellas personas a quienes se les aconsejaba que pidiesen, aún no habían recibido el Espíritu Santo y, sin embargo, nuestro Señor les aconseja usen de este medio, y les promete que será eficaz. Que si piden, recibirán el Es­píritu Santo de Aquel cuya misericordia cubre todas sus obras.

3.    La necesidad urgente de usar de este medio, si es que hemos de recibir cualquier don de Dios, se desprende además de aquel pasaje tan notable que precede inmediatamente a estas palabras: “Díjoles también,” a aquellos a quienes aca­baba de enseñar la manera de orar, “¿Quién de vosotros ten­drá un amigo, e irá a él a media noche, y le dirá: Amigo, prés­tame tres panes...y el de dentro respondiendo, dijere: no me seas molesto...no puedo levantarme y darte? Os digo que aunque no se levante a darle por ser su amigo, cierto por su importunidad se levantará, y le dará todo lo que habrá menester. Y yo os digo: pedid, y se os dará” (Lucas 11: 5, 7-9). “Aunque no se levante a darle por ser su amigo, cier­to por su importunidad se levantará, y le dará todo lo que habrá menester.” ¿De qué manera hubiera podido nuestro bendito Salvador declarar más ampliamente que Dios nos da­rá por este medio, pidiendo, importunando, lo que de otro modo no recibiríamos de ninguna manera?

4.    “Propúsoles también una parábola sobre que es ne­cesario orar siempre y no desmayar,” hasta que por este medio reciban de Dios lo que le piden: “Había un juez en una ciu­dad, el cual ni temía a Dios, ni respetaba a hombre; había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él di­ciendo: hazme justicia de mi adversario; pero él no quiso por algún tiempo; mas después de esto, dijo dentro de sí: aun­que ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, todavía, por­que esta viuda me es molesta, le haré justicia, porque al fin no venga y me muela” (Lucas 18:1-5). El Señor mismo hizo luego la aplicación de esto: “Oíd lo que dice el juez justo.” Porque continúa pidiendo, porque no se conforma si rehúso le haré justicia. “¿Y Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche, aunque sea longánime acerca de ellos? Os digo que los defenderá presto,” si oran siempre y no des­mayan.

5. Otra dirección—igualmente amplia y expresa—de que busquemos las bendiciones de Dios en la oración privada, jun­tamente con la promesa de que por este medio obtendremos la petición de nuestros labios, nos dio en aquellas palabras tan conocidas: “Cuando oras, éntrate en tu cámara, y cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en secreto te recompensará en público” (Mateo 6:6).

6.    Si puede haber dirección más clara, lo es aquella que Dios nos dio por medio de su apóstol, respecto de toda clase de oración, pública o privada, y de la bendición que le sigue. “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios, el cual da a todos abundantemente” —si pedís, de otra manera “no tenéis lo que deseáis, porque no pedís” (Santiago 4:2) —“y no zahiere; y le será dada” (Santiago 1:5).

Si se objetase: “Esta dirección no concierne a los incré­dulos; a los que no conocen la gracia de Dios que perdona, pues que el apóstol añade: ‘Pero pida en fe, de otra manera: No piense el tal hombre que recibirá ninguna cosa del Señor,’” contesto, que el apóstol mismo fijó el sentido de esta palabra fe—como si hubiese querido destruir esta misma objeción—en las palabras que siguen inmediatamente: “Pero pida en fe, no dudando nada;”—no dudando que Dios escucha su ora­ción,—y el deseo de su corazón le será concedido.

De aquí se desprende lo absurdo y blasfemo que es el suponer que la fe en este pasaje, debe tomarse en el sentido enteramente cristiano. Es tanto como suponer que el Espíri­tu Santo dirige a un hombre, sabiendo que éste no tiene fe (lo que aquí se llama sabiduría), a pedirla a Dios bajo la pro­mesa positiva de que se le dará, añadiendo inmediatamente después que no se le dará, a no ser que la tenga antes de pe­dir. Pero, ¿quién puede tolerar semejante suposición? De este pasaje, por consiguiente, lo mismo que de los que ya hemos citado, debemos inferir que todo aquel que desee obtener la gracia de Dios, ha de buscarla por medio de la oración.

7.    En segundo lugar, todos los que anhelen recibir la gracia de Dios deben esperarla escudriñando la Sagrada Es­critura.

La dirección que nuestro Señor da respecto al uso de este medio, es igualmente plena y clara. “Escudriñad las Escri­turas,” dice a los judíos incrédulos, “porque ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). Y cabalmente con este fin les aconsejó que escudriñaran las Escrituras, para que creyesen en El.

La objeción de que “este no es un mandamiento, sino so­lamente una aserción,” es vergonzosamente falsa. Pido a los que insisten en esto, me digan: ¿cómo podrá expresarse un mandato más claramente que en estos términos: Escudriñad las Escrituras? Es tan perentorio como lo pueden hacer estas palabras.

Y cuál bendición de Dios acompaña a los que usan de es­te medio, se desprende de lo que está escrito respecto de los creyentes en Berea, quienes, después de haber escuchado a Pablo, “escudriñaban cada día las Escrituras, si estas cosas eran así. Así es que creyeron muchos de ellos,” y encontra­ron la gracia de Dios por el medio que El había ordenado (He­chos 17:11, 12).

A la verdad, es muy probable que en algunos de aquellos que “recibieron la palabra con toda solicitud,” la fe haya ve­nido por el oír, como dice el Apóstol, y sólo haya sido con­firmada por la lectura de la Sagrada Escritura. Pero ya he­mos hecho observar que el término general de escudriñar la Escritura significa: escucharla, leerla y meditar en ella.

8.    De las palabras de Pablo a Timoteo, aprendemos que este es un medio por el cual Dios no sólo da, sino que tam­bién confirma y desarrolla la verdadera sabiduría. “Desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pue­den hacer sabio para la salud, por la fe que es en Cristo Je­sús” (II Timoteo 3:15). La misma verdad, a saber: que Dios ha instituido este medio de comunicar al hombre su múlti­ple gracia, se expresa de la manera más completa que pueda concebirse en las palabras que siguen inmediatamente: “Toda Escritura es inspirada divinamente,” y por consiguiente, to­da la Escritura es infaliblemente verdadera; “es útil para en­señar, para redargüir, para corregir, para instituir en justi­cia,” con el fin de que “el hombre de Dios sea perfecto, en­teramente instruido para toda buena obra” (versos 16 y 17).

9.    Es de observarse que esto se refiere, en primer lugar y directamente, a las Escrituras que Timoteo había sabido des­de su niñez; que deben haber sido las del Antiguo Testamen­to, puesto que las del Nuevo aún no se habían escrito. ¡Qué lejos, pues, estaba Pablo—si bien en nada era inferior a aque­llos grandes apóstoles, y por consiguiente, presumo que a ninguno de los hombres que hoy existen en la tierra—de des­preciar el Antiguo Testamento! ¡Tomad esto en considera­ción, no sea que algún día os entontezcáis y os desvanezcáis, vosotros los que en tan poco tenéis la mitad de los Oráculos de Dios! De esa mitad, respecto a la cual el Espíritu Santo ex­presamente declara que es “útil,” como medio instituido por Dios con este mismísimo fin: “para enseñar, para redargüir, para corregir, para instituir en justicia;” para que el “hom­bre de Dios sea perfecto, enteramente instruido para toda buena obra.”

10.  Ni es esto solamente provechoso para los hombres de Dios que ya caminan en la luz de su semblante, sino aun para aquellos que todavía permanecen en las tinieblas, bus­cando a Aquel a quien no conocen. Así dice Pedro: “Tenemos también la palabra de profecía más permanente.” Literalmen­te, “Tenemos la palabra profética más segura;” confirmada con el hecho de haber visto personalmente su majestad, y oído esta voz enviada de la magnífica gloria,” a la cual pa­labra profética, como la Sagrada Escritura la llama, “hacéis bien de estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca, y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (II Pedro 1:19). Espe­ren, pues, escudriñando la Sagrada Escritura, los que deseen que ese día alumbre sus corazones.

11.  En tercer lugar, todo aquel que desee un aumento de la gracia de Dios, deberá esperarlo participando de la Ce­na del Señor, pues ésta es también una de las direcciones que El mismo dio: “El Señor Jesús, la noche que fue entrega­do, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: Tomad, comed: esto es mi cuerpo,” es decir: el símbolo sa­grado de mi cuerpo; “haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pac­to en mi sangre;” el símbolo sagrado del pacto; “haced esto en memoria de mí; porque todas las veces que comiereis este pan y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que venga” (I Corintios 11: 23-26), abiertamente la ex­hibís, por medio de estas señales visibles, ante Dios, los án­geles y los hombres: manifestáis vuestra solemne conmemo­ración de su muerte, hasta que baje del cielo en las nubes. Mas “pruébese cada uno a sí mismo,” a ver si comprende la naturaleza y designio de esta santa institución y si efectiva­mente desea ser hecho conforme a la muerte de Cristo, y así, sin duda alguna, “coma de aquel pan, y beba de aquella copa” (versículo 28).

Aquí repite el Apóstol expresamente la dirección que el Señor dio primero: que coma; que beba. Palabras que no significan un mero permiso, sino un mandamiento claro y explícito. Un mandamiento a todos los que ya se sienten llenos de paz y gozo al creer, o que pueden decir en verdad: “La memoria de nuestros pecados nos aflige; su peso es intolera­ble.”

12.  Y que este sea un medio usual de recibir la gracia de Dios, lo evidencian las palabras del Apóstol que se hallan en el capítulo anterior: “La copa de bendición que bendeci­mos, ¿no es la comunión,” o sea la comunicación “de la san­gre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?” (I Corintios 10: 16). El comer el pan y be­ber la copa, ¿no es el medio exterior y visible por el cual Dios comunica a nuestras almas toda esa gracia espiritual, esa jus­ticia y paz y gozo en el Espíritu Santo que fueron compra­dos con el cuerpo de Cristo, una vez despedazado, y la sangre de Cristo, una vez derramada por nosotros? -Todo aquel, pues, que anhele la gracia de Dios, coma de ese pan y beba de esa copa.

IV.  1. Empero, a pesar de lo claro que es el camino que Dios ha señalado y por el cual desea que se le busque, las obje­ciones que los hombres, sabios en su propia opinión, han in­ventado, son innumerables. Será bueno considerar unas cuan­tas, no porque tengan ningún peso intrínseco, sino por el uso tan frecuente que de ellas se ha hecho, especialmente en estos últimos años, a fin de desviar del camino a los débiles. Más aún, de molestar y subvertir a los que corrían bien, y esto de tal manera, que llegan a hacer que Satanás aparezca como ángel de luz.

La primera y más importante de éstas, es la que sigue: “No podéis usar de estos medios, como los llamáis, sin confiar en ellos.” Yo pregunto: ¿dónde se encuentra escrita tal cosa? Supongo me mostraréis claramente que vuestra aserción se prueba con la Escritura, de otra manera no me atrevo a re­cibirla, porque no estoy convencido de que seáis más sabios que Dios.

Si realmente fuera esto como vosotros lo aseguráis, es indudable que Cristo lo debió haber sabido, y si lo hubiera sabido, seguramente que nos habría amonestado; lo habría revelado hace mucho tiempo. Por consiguiente, siendo que no lo ha revelado, siendo que no hay fundamento para esto en toda la revelación de Jesucristo, estoy tan seguro de que vuestro aserto es falso, como de que la revelación es de Dios.

“Sin embargo, dejadlos por un poco de tiempo a ver si habéis confiado en ellos o no.” ¡De manera que debo desobe­decer a Dios para saber si confío al obedecerlo! ¿.Y este es el consejo que dais? ¿Recomendáis abiertamente que se haga el mal para que venga el bien? ¡Temblad ante la sentencia de Dios en contra de tales maestros! Su condenación es justa.

“A la verdad que si tenéis escrúpulos cuando los aban­donáis, es claro que confiáis en ellos.” De ninguna manera. Si sufro cuando desobedezco a Dios voluntariamente, es claro que su Espíritu aún está moviéndose; pero si la conciencia no me remuerde al cometer voluntariamente el pecado, es evidente que me ha dejado como a un hombre de mente ré­proba.

Pero, ¿qué queréis decir con “confiar en ellos”? ¿Qué buscáis en ellos? ¿La bendición de Dios? ¿Creéis que si es­peráis de este modo, obtendréis lo que de otra manera no po­dríais conseguir? Así es y así será, Dios mediante, hasta el fin de mi vida. Con la gracia de Dios confiaré así en ellos hasta el día de mi muerte, es decir: creeré que Dios es fiel en cum­plir todo lo que ha prometido, y por cuanto ha prometido bendecirme de este modo confío en que será conforme a su pa­labra.

2. Se ha objetado, en segundo lugar, “Esto es buscar la salvación por medio de las obras.” ¿Sabéis el significado de las palabras que estáis usando? ¿Qué cosa es buscar la salva­ción por medio de las obras? En los escritos de Pablo signi­fica: ya el tratar de salvarse observando las obras rituales de la ley mosaica, o esperar la salvación con motivo de nues­tras buenas obras—por los méritos de nuestra propia justicia. Pero, ¿cómo puede decirse que cualquiera de estos dos sen­tidos se aplique al hecho de que yo busque a Dios en el ca­mino que El ha ordenado, esperando que me encuentre allí, porque me lo ha prometido?

Estoy seguro de que cumplirá su palabra, de que me en­contrará y bendecirá de este modo. Empero no por cualquie­ra obra que yo haya hecho, ni debido al mérito de mi jus­ticia, sino por los méritos, sufrimientos y amor de su Hijo, en quien siempre ha tomado contentamiento.

3.   Con vehemencia se ha objetado, en tercer lugar, que “Cristo es el único medio de gracia.” A lo que contesto que tal cosa no es sino un mero juego de palabras, puesto que si explicáis el significado del término que usáis, la objeción se desvanece por completo. Cuando decimos que “la oración es un medio de gracia,” queremos dar a entender que es un con­ducto por medio del cual se comunica la gracia de Dios. Cuando decís: “Cristo es el medio de gracia,” dais a entender que sólo El la compra y que sólo El es su precio; o que “nadie viene al Padre,” sino por El; y ¿quién lo niega? Pero esto na­da tiene que ver con la cuestión.

4.    Se ha objetado, en cuarto lugar: “¿No nos dice la Es­critura que esperemos la salvación? ¿No dice David: En Dios solamente está acallada mi alma; de El viene mi salud? ¿No nos enseña Isaías lo mismo cuando dice: En ti, oh Jehová, hemos esperado?” Nada de esto puede negarse. Puesto que es el don de Dios, indudablemente que debemos esperar re­cibir de El la salvación. Pero, ¿cómo esperaremos? Si Dios mismo ha instituido la manera, ¿podréis encontrar un medio mejor de esperarla? Qué estableció el modo, y cuál sea el camino, se ha demostrado profusamente, y las mismas pala­bras que citáis lo ponen fuera de toda duda—porque el texto completo dice así: “En el camino de tus juicios,” u ordenan­zas, “oh Jehová, te hemos esperado” (Isaías 26:8).

De esta mis­ma manera esperó David, como abundantemente lo testifi­can sus propias palabras: “Acordéme en la noche de tu nom­bre, oh Jehová, y guardé tu ley.” “Enséñame, oh Jehová, el camino de tus estatutos, y guardarélo hasta el fin.”

5.    “Enhorabuena,” dicen otros, “pero Dios ha instituido otra manera: Estaos quedos, y ved la salud de Jehová.”

Examinemos los pasajes que citáis; el primero de los cua­les, con el contexto, dice así: “Y cuando Faraón se hubo acer­cado, los hijos de Israel alzaron sus ojos...y temieron en gran manera...y dijeron a Moisés: ¿no había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? …Y Moisés dijo al pueblo: No temáis; estaos quedos, y ved la salud de Jehová...Entonces Jehová dijo a Moisés: …di a los hijos de Israel que marchen; y tú, alza tu vara, y ex­tiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por medio de la mar en seco” (Éxodo 14:10-16).

Esta fue la salvación de Dios, que para ver se estuvieron quedos, y marcharon con todo su poder.

El otro pasaje donde se encuentra esta frase, dice así: “Y acudieron, y dieron aviso a Josaphat, diciendo: contra ti viene una gran multitud de la otra parte del mar…En­tonces él tuvo temor, y puso Josaphat su rostro para consul­tar a Jehová, e hizo pregonar ayuno a todo Judá. Y juntá­ronse los de Judá para pedir socorro a Jehová; y también de todas las ciudades de Judá vinieron a pedir a Jehová. Púsose entonces Josaphat en pie en la reunión de Judá y de Jerusa­lem en la casa de Jehová...Y allí estaba Jahaziel...sobre el cual vino el espíritu de Jehová…y dijo:..No temáis ni os amedrentéis delante de esta grande multitud...Mañana des­cenderéis contra ellos...no habrá para que vosotros peleéis en este caso; paraos, estad quedos, y ved la salud de Jehová…Y como se levantaron por la mañana, salieron...Y como co­menzaron con clamor y alabanza, puso Jehová, contra los hi­jos de Ammón, de Moab, y del monte de Seir, las embosca­das...y matáronse los unos a los otros” (II Crónicas 20:2-22).

Tal fue la salvación que los hijos de Judá vieron. Pero esto no prueba absolutamente que no debamos esperar la gra­cia de Dios en los medios que El ha establecido.

6.     Tan sólo mencionaré una objeción más, la que a la verdad, no pertenece a esta parte del asunto, pero siendo que se cita con tanta frecuencia, no debo pasarla por alto.

“¿No dice Pablo: ‘Pues si sois muertos con Cristo...¿por qué...os sometéis a ordenanzas’? (Colosenses 2:20). Por con­siguiente, los cristianos, aquellos que están muertos en Cristo, ya no necesitan usar de las ordenanzas.”

Así es que decís: “¡Si soy cristiano, no estoy sujeto a las ordenanzas de Cristo!” Ciertamente debéis comprender inme­diatamente en vista de semejante absurdo, que las ordenanzas que aquí se mencionan no pueden ser las ordenanzas de Cristo; que deben ser los estatutos de los judíos, a los cuales—es evi­dente—los cristianos ya no están sujetos.

Lo mismo se desprende, en manera innegable, de las pa­labras que siguen inmediatamente: “no manejes, ni gustes, ni toques,” refiriéndose, no cabe la menor duda, a las anti­guas ordenanzas de la ley judaica.

De modo que esta objeción es la más débil de todas. A pesar de todas estas objeciones, permanece firme la gran ver­dad de que todo aquel que desee recibir la gracia de Dios, de­be buscarla por los medios que El ha instituido.

V.    1. Pero concediendo que todo aquel que desee re­cibir la gracia de Dios, deba esperarla en los medios que El ha instituido, se preguntará, ¿cómo debe usarse de esos me­dios? ¿en qué orden y de qué manera?

Respecto de lo primero, haremos observar que existe cierta clase de orden en el que generalmente place a Dios usar de esos medios, con el fin de traer al pecador a la salvación. Un hombre torpe y sin sentido común continúa en su cami­no sin ocuparse de Dios, cuando repentinamente El lo toma por sorpresa—tal vez por medio de un sermón o conversación que le hace despertar de su estupor, quizá por medio de al­gún pormenor terrible de la providencia, o con un toque di­recto de espíritu persuasivo sin más medio exterior. Tenien­do ya el deseo de huir de la ira que ha de venir, va expresa­mente a escuchar de qué manera lo podrá hacer, y si se en­cuentra con un predicador que hable al corazón, queda asom­brado y empieza a escudriñar la Escritura, a ver si estas co­sas son así. Mientras más oye y lee, más se convence y medi­ta sobre estas cosas, de día y de noche.

Tal vez encuentre al­gún libro que explique y robustezca lo que de la Escritura ha oído y leído, y por todos estos medios la flecha de la convic­ción entra más profundamente en su alma.

Empieza luego a conversar sobre las cosas de Dios que ocu­pan su pensamiento prominentemente. Más aún, a conversar con Dios, a orar, si bien lleno de temor y vergüenza apenas sabe qué decir. Pero ya sea que sepa o no lo que ha de decir, no puede menos que orar, aunque sea “con gemidos indeci­bles.” Además, estando en duda si “el alto y sublime, el que habita en eternidad,” se dignará ver a semejante pecador, de­sea orar en compañía de aquellos que conocen a Dios, de los fieles, en la gran congregación. Al estar en ésta, ve que los demás se acercan a la mesa del Señor y medita sobre las pa­labras de Cristo: “¡Haced esto!” “¿Por qué no lo hago? Soy un gran pecador. No soy digno. No lo merezco.” Después de luchar por algún tiempo con estos escrúpulos, se resuelve, y de esta manera continúa en la vía del Señor: oyendo, leyendo, medi­tando, orando, participando de la Cena del Señor hasta que Dios, según la manera que mejor le plazca, habla a su corazón y le dice: “Tu fe te ha salvado. Ve en paz.”

2.     Observando este orden de Dios, aprenderemos los me­dios que se deben recomendar a tal o cual persona. Si cual­quiera de ellos tiene el poder de tocar a un pecador descuidado y torpe, probablemente sea el oír o la conversación. A seme­jantes almas, por consiguiente, si es que alguna vez han pen­sado respecto de la salvación, debemos recomendar dichos medios. Para uno que empiece a sentir la carga de sus peca­dos, no sólo que escuche la Palabra de Dios, sino que la lea, y también algunos libros serios, puede ser el medio de una con­vicción más firme. Debemos recomendarle asimismo que me­dite sobre lo que lee, para que la Palabra ejerza todo su po­der en su corazón; más aún, que hable sobre lo que lee, y que no se avergüence de ello—especialmente con aquellos que ca­minan por la misma vía. Cuando la aflicción y el pesar se apo­deren de él, ¿no deberíamos exhortarle con todo fervor a que desahogue su alma con Dios, “orando siempre y no desma­yando”? Y cuando sienta que sus oraciones no tienen ningún valor, ¿no será nuestra obligación cooperar con Dios, y re­cordarle que debe ir a la casa del Señor a orar con todos los que temen? Pero si hace esto, pronto se acordará de las pa­labras moribundas de su Señor; la intimación clara de que ha llegado la hora de secundar los movimientos del Espíritu bendito. Y así es que podemos guiarlo paso a paso, por todos los medios que Dios ha ordenado—no según nuestra voluntad, sino conforme la providencia y el Espíritu de Dios precedan y muestren el camino.

3.     Empero, así como no hay en la Sagrada Escritura nin­gún mandamiento respecto de cualquier orden que deba ob­servarse, tampoco el Espíritu y la providencia de Dios siguen ninguno sin variar, sino que los medios por los que diferen­tes hombres son guiados, y en los que hallan la bendición de Dios, varían, cambian y se combinan en miles de diversas maneras. Sin embargo, hay sabiduría en seguir las direccio­nes de su providencia y su Espíritu; en someterse a ser guia­dos, muy especialmente respecto a los medios por los que no­sotros mismos buscamos la gracia de Dios—en parte por su providencia exterior que nos ofrece la oportunidad de usar unas veces de un medio y otras de otro; en parte por nuestra experiencia, que es el medio por el cual su Espíritu libre se complace con mayor frecuencia en obrar en nuestro corazón.

Y, mientras tanto, la regla general y segura para todo aquel que gime buscando la salvación de Dios, es esta: siempre que se presente la oportunidad, usad de todos los medios que Dios ha establecido, porque ¿quién puede saber cuál sea el medio que Dios escoja para comunicaros la gracia que trae consigo la salvación?

4.     Respecto de la manera de usarlos, de la cual depen­de enteramente si han de comunicar la gracia al que los usa o no, debemos, en primer lugar, tener siempre fijo en nuestra mente que Dios está muy por sobre todos los medios. Cuidaos, pues, de poner límites al Todopoderoso. El hace todo lo que quiere y cuando quiere. Puede comunicar su gracia por los medios que ha establecido, o sin ellos. Tal vez lo haga, “por­que, ¿quién entendió la mente del Señor? o ¿quién fue su consejero?” Esperad, pues, constantemente su venida. Ya sea cuando estéis ocupados en el cumplimiento de sus ordenan­zas, antes o después de esa hora, o cuando tengáis que estar ausentes. A El nada puede impedirle. Siempre está listo; siem­pre tiene el poder y la voluntad de salvar. “Jehová es, haga lo que bien le pareciere.”

En segundo lugar, antes de usar cualquier medio, grá­bese profundamente esta verdad en vuestro corazón: Estos medios no tienen poder intrínseco. Separados de Dios son co­mo una hoja seca, semejantes a la sombra; ni hay mérito en usar de ellos; nada intrínseco que pueda agradar a Dios; nada que me haga merecer ningún favor de sus manos, ni siquiera una gota de agua para refrescar mi lengua. Pero lo hago por­que Dios lo manda; me ordena que espere yo de otra manera y por consiguiente, aguardo la misericordia abundante de don­de viene mi salvación.

Decidid esto en vuestro corazón: que el opus operatum— la mera obra llevada a cabo—de nada sirve; que no hay poder que salve, sino en el Espíritu de Dios; ningún mérito, sino en la sangre de Cristo; que, consecuentemente, aun lo que Dios ha ordenado deja de comunicar la gracia del alma si no ponéis vuestra confianza sólo en El. Por otra parte, todo aquel que verdaderamente confíe en El, no puede menos de recibir la gracia de Dios, aunque esté privado de toda ordenanza ex­terior, aun cuando estuviera encerrado en el centro de la tie­rra.

En tercer lugar, al usar de todos los medios, buscad sólo a Dios mirando únicamente al poder de su Espíritu y los mé­ritos de su Hijo. Cuidad de no hundiros en la obra misma, porque si os acontece, será trabajo perdido. Sólo Dios puede satisfacer vuestra alma; por consiguiente, vedlo en todas las cosas, por medio de todo y sobre todo.

Acordaos a la vez de usar de los medios como medios; instituidos no por su valor propio, sino a fin de renovar vues­tra alma en justicia y verdadera santidad. Por lo tanto, si efec­tivamente tienden a esto, enhorabuena; pero si así no fuere, no son sino basura y estiércol.

Por último, después de haber usado de cualquiera de estos medios, cuidad de no envaneceros, de no congratularos, como si hubieseis hecho una gran cosa. Eso sería convertirlos en veneno. Reflexionad: “Si Dios no se encuentra en ellos, ¿de qué sirven? ¿No he estado añadiendo pecado a pecado? ¿Hasta cuándo? ¡Señor, sálvame que perezco! ¡No me impu­tes este pecado! “Si Dios se encontraba en ese medio, su amor debe haber inundado vuestro corazón, y habréis olvidado, como quien dice, la obra exterior. Veis, sabéis, sentís que Dios es todo y está en todo. Humillaos; postraos ante El; dadle toda la alabanza. “En todas cosas sea Dios glorificado por Je­sucristo.” Que vuestros labios exclamen: Alabaré siempre Su nombre por su misericordia; mi boca publicará su justicia todo el día de generación en generación.

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Sermon 16 - John Wesley

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Matthew Henry