Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


5 de junio de 2012

EL TESTIMONIO DEL ESPIRITU


John Wesley

DISCURSO I

Porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espí­ritu que somos hijos de Dios (Romanos 8: 16).

1. ¡Cuántos hombres vanos, sin entender lo que dicen ni saber lo que afirman, han torcido el sentido de este pasaje de las Sagradas Escrituras, con gran pérdida y peligro de sus almas! ¡Cuántos han tomado la voz de su imaginación por el testimonio del Espíritu de Dios creyendo vanamente que eran los hijos de Dios al mismo tiempo que hacían las obras del demonio! Estos son verdaderos fanáticos en el más lato sen­tido de la palabra y qué trabajo cuesta persuadirlos, especial­mente si están aferrados en este nefando error. Considerarán todos los esfuerzos que se hicieren por sacarlos de ese error, como tentaciones del demonio que lucha en contra de Dios. Esa vehemencia e impetuosidad de espíritu que se complacen en llamar: contención eficaz por la fe, los afirma en su per­suasión a tal grado que nos vemos obligados a decir: el con­vencerlos es cosa imposible para con los hombres.

2. No es nada extraño por consiguiente, que muchos hombres razonables, al ver los terribles resultados de este engaño y al tratar de no ser sus víctimas, caigan algunas ve­ces en el error opuesto; que no den crédito a los que dicen te­ner este testimonio, viendo que otros han errado tan crasa­mente; que califiquen de fanáticos a todos los que usan estas palabras, de algunos tan abusadas; que crean que todos los que se llaman cristianos tienen este testimonio como cualquier otro don, y que no es un don extraordinario, peculiar de la era apostólica como habían creído.

3. Pero ¿estamos obligados a aceptar uno de estos dos extremos? ¿No podemos tomar un término medio y caminar a una distancia conveniente de ese espíritu de error y fana­tismo, sin negar, por otra parte, que existe ese don de Dios y sin dejar de gozar del privilegio de ser hijos del Altísimo? Indudablemente que podemos aceptar ese medio y, a ese fin, pasemos a considerar, en la presencia y en el temor de Dios:

Primero. El testimonio de nuestro espíritu, el testimo­nio del Espíritu de Dios, y de qué manera “da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.”

Segundo. La diferencia clara y palpable que debemos hacer entre el testimonio unido del Espíritu de Dios y nues­tro espíritu por una parte, y la presunción de la mente natu­ral y el engaño del diablo por otra.

I. 1. En primer lugar, ¿qué cosa es el testimonio de nuestro espíritu? Antes de pasar adelante, permítaseme decir a todos aquellos que confunden el testimonio del Espíritu de Dios con el testimonio racional de nuestro espíritu, que en este texto, lejos de referirse el Apóstol solamente al testimo­nio de nuestro espíritu, usa de tal lenguaje, que parece no mencionarlo siquiera, sino concretarse al testimonio del Es­píritu de Dios. Puede entenderse el texto en el original como sigue: El apóstol acaba de decir en el versículo anterior: “Ha­béis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos Abba, Padre” e inmediatamente añade: “El mis­mo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos los hijos de Dios.” (La preposición con, con nuestro espí­ritu, denota sólo igualdad de tiempo: en el mismo momen­to en que clamamos, Abba, Padre, el Espíritu da testimonio de que somos hijos de Dios.) Mas, tomando en consideración el significado de muchos textos y la experiencia de todos los verdaderos cristianos, no pretendo negar que todos los cre­yentes tengan el testimonio del Espíritu de Dios, además del de su propio espíritu, de que son hijos de Dios.

2. Con respecto a esto último, se funda en los numero­sos textos de las Sagradas Escrituras que describen las seña­les de los hijos de Dios, y esto de una manera tan clara, que un niño puede comprenderlo. Muchos escritores, tanto an­tiguos como modernos, han reunido estos textos para darles toda su fuerza. Si alguna persona necesita más luz sobre el asunto, puede encontrarla estudiando la Palabra Santa de Dios, meditando sobre ella en secreto y ante la presencia del Altísimo, y conversando con aquellos que tienen más expe­riencia. No poco le ayudará ese don sublime de la razón que Dios le ha dado para entender y que la religión, lejos de ex­tinguir, desarrolla y fortalece, como dice el Apóstol: “Hermanos, no seáis niños en el sentido, sino sed niños en la ma­licia; empero perfectos en el sentido” (I Corintios 14:20). Cualquiera persona, pues, aplicándose estas señales o marcas, puede saber si es hijo de Dios.

Por ejemplo: si sabe, en pri­mer lugar, que “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios,” a toda santidad de genio y vida, “los tales son hijos de Dios” y de esto tiene el testimonio infalible de las Sagra­das Escrituras, y si además de que el Espíritu de Dios así lo guía, puede con sobrada razón deducir lógicamente que es un hijo de Dios.

3. Muy en consonancia con esto están las aserciones que Juan hace en su primera epístola: “Y en esto sabemos que nosotros le hemos conocido, si guardamos sus mandamien­tos” (2:3). “El que guarda su palabra, la caridad de Dios es­tá verdaderamente perfecta en él; por esto sabemos que es­tamos en él” (v. 5), y que somos en realidad de verdad “hi­jos de Dios.” “Si sabéis que él es justo, sabed también que cualquiera que hace justicia es nacido de él” (v. 29). “Nos­otros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (3: 14). “Y en esto conocemos que somos de la verdad, y tenemos nuestros corazones certifica­dos delante de él” (v. 19), es decir: en que nos amamos los unos a los otros, no de palabra, sino de hecho y en realidad. “En esto conocemos que estamos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (4: 13) de amor, “y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu,” de obediencia “que nos ha dado” (3:24).

4. Es muy probable que desde el principio del mundo hasta lo presente no hayan existido hijos de Dios más ade­lantados en la divina gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que el apóstol Juan y aquellos santos a quienes escribía. Sin embargo, es evidente que el apóstol y aquellos cristianos estaban muy lejos de despreciar estas marcas o señales de los hijos de Dios y que se las apli­caban a sí mismos para estar más seguros de su fe en El. Al mismo tiempo, todo esto no es sino una evidencia racional, el testimonio de nuestro espíritu, nuestra razón o entendimien­to. Todo se reduce a este silogismo: Todos aquellos que tie­nen estas señales, son hijos de Dios; nosotros tenemos estas señales; luego: somos hijos de Dios.

5. Pero ¿cómo sabemos que tenemos estas señales? Aún tenemos que resolver esta cuestión. ¿Cómo sabemos que ama­mos a Dios y a nuestro prójimo y que guardamos los mandamientos? La base de la cuestión es: ¿cómo lo sabemos? No ¿cómo lo saben otros? Yo le preguntaría a uno de ustedes, ¿cómo sabes que estás vivo, en buena salud y libre de dolo­res? ¿No tienes la conciencia de ello? Por medio de la misma actividad de tu conciencia puedes saber si tu alma está viva en la presencia de Dios; si estás libre de la soberbia y tienes la salud de un espíritu tranquilo y humilde. Por el mismo medio te será fácil descubrir si amas a Dios, te regocijas y deleitas en El. De la misma manera puedes cerciorarte si amas a tu prójimo como a ti mismo; si abrigas sentimientos genero­sos para con todo el mundo y tienes mansedumbre y pacien­cia. Con respecto a la señal exterior de los hijos de Dios, que, según Juan, consiste en guardar sus mandamientos, induda­blemente que sabes en el interior de tu corazón si la tienes o no. Vuestra conciencia os dice diariamente si al tomar el nombre de Dios en vuestros labios lo hacéis con devoción y reverencia; si os acordáis del día del Señor para santificarlo; si honráis a vuestros padres; si tratáis a los demás como de­seáis que ellos os traten; si guardáis vuestro cuerpo en san­tidad y honra y si sois sobrios en vuestra comida y bebida y dais gloria a Dios.

6. Este es, pues, el testimonio de nuestro espíritu, es decir: el testimonio de nuestra conciencia que Dios nos ha concedido en ser limpios de corazón y rectos en nuestro modo de obrar. Es la conciencia de haber recibido por medio del Es­píritu de adopción, el genio y las disposiciones que, según la Palabra de Dios, pertenecen a sus hijos adoptivos; un corazón amante de Dios y de todo el género humano; teniendo en Dios nuestro Padre una confianza semejante a la de un niño; con­fiándole todos nuestros cuidados por una parte y abriendo nuestros brazos, por otra, con sincero cariño y compasión, a todos los hombres; la conciencia de que en nuestro interior somos semejantes al Espíritu de Dios, conforme a la imagen del Hijo, y de que caminamos en justicia, misericordia y ver­dad, haciendo todo aquello que es agradable en su presencia.

7. Pero, ¿qué testimonio es ese del Espíritu que se aña­de y supera a éste? ¿De qué manera “da testimonio con nues­tro espíritu que somos hijos de Dios”? Cosa difícil es encon­trar en el lenguaje de los hombres palabras que puedan ex­presar “las cosas profundas de Dios.” En verdad que no hay expresiones que puedan dar una idea adecuada de lo que los hijos de Dios experimentan. Pero tal podríamos decir: (de­jando lugar para que aquellos a quienes Dios enseña, modifiquen, templen o fortalezcan nuestra expresión) el testimo­nio del Espíritu es una impresión interna del alma por me­dio de la cual el Espíritu de Dios da testimonio directamente a mi espíritu de que soy hijo de Dios; que Jesucristo me amó y se dio a sí mismo por mí; que todos mis pecados están ya borrados y que aun yo mismo, el último de los pecadores, es­toy reconciliado con Dios.

8. Que este testimonio del Espíritu de Dios debe, como es muy natural, anteceder al testimonio de nuestro espíritu, se desprende de la siguiente consideración: tenemos que ser limpios de corazón y andar en santidad de vida antes de te­ner la conciencia de serlo; antes de tener el testimonio de nuestro espíritu de que poseemos santidad interior y exte­rior. Pero para poder ser santos y limpios de corazón debe­mos antes amar a Dios, el cual amor es la fuente de toda san­tidad. No podernos, por otra parte, amar a Dios hasta no saber que Dios nos ama; pues “le amamos a él porque él nos amó primero,” y no podemos tener conciencia de su amor que per­dona, hasta que su Espíritu dé testimonio a nuestro espíritu. Por consiguiente, siendo que el testimonio de su Espíritu debe preceder el amor de Dios y a toda santidad, se deja sen­tir, por lo tanto, antes que nuestra conciencia interior o sea el testimonio de nuestro espíritu.

9. Entonces, y sólo entonces, cuando el Espíritu de Dios da testimonio a nuestro espíritu de que Dios nos ha amado y dado a su Hijo como propiciación por nuestros pecados, de que “nos amó y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre,” “nosotros le amamos a él porque él nos amó pri­mero,” y por amor de El amamos también a nuestro prójimo. Y no podemos menos que tener conciencia de esto, puesto que conocemos lo que Dios nos ha dado; sabemos que cono­cemos a Dios, que guardamos sus mandamientos y que so­mos de Dios. Este es el testimonio de nuestro espíritu el cual, mientras continuemos en el amor de Dios y guardando sus mandamientos, continuará testificando juntamente con el Es­píritu de Dios que somos hijos de Dios.

10. No se crea que al hablar de esta manera, pretendo negar que Dios obre por medio de impulsos aun en el testi­monio de nuestro espíritu; de ningún modo. No sólo es El quien obra en nosotros toda buena obra, sino quien también nos ilumina y nos hace ver que no somos nosotros quienes las llevamos a cabo, y a esto se refiere Pablo al hablar de las señales de aquellos que han recibido el Espíritu, cuando dice: nosotros conocemos “lo que Dios nos ha dado;” por me­dio de las cuales cosas Dios fortifica el testimonio de “nues­tra conciencia” respecto a nuestra “simplicidad y sinceridad,” y nos permite discernir con una luz más plena y abundante, el que ahora hagamos las cosas que le agradan.

11. Si a pesar de todo lo que llevamos dicho, alguien pre­guntase: ¿cómo da testimonio el Espíritu de Dios a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, excluyendo absoluta­mente toda duda y dando pruebas evidentes de que tenemos derecho al título de hijos?, diríamos que la contestación es tan fácil como clara. Primero, con respecto al testimonio de nuestro espíritu. El alma humana al amar a Dios, percibe su regocijo y felicidad tan claramente como cuando goza y se deleita en las cosas humanas, y no puede dudar de la realidad de su felicidad como no duda de su propia existencia. Si esto es cierto, el siguiente silogismo es verdadero:

Todos los que aman a Dios, se regocijan y deleitan en El con un gozo puro y un amor obediente, son hijos de Dios. Yo amo a Dios, me regocijo y deleito en El.

Luego, soy hijo de Dios.

Un verdadero cristiano no puede dudar de que es hijo de Dios; está tan seguro de que la primera proposición es cier­ta como de la autenticidad de las Sagradas Escrituras; y que amar a Dios es para él una verdad evidente por sí misma. De manera que el testimonio de nuestro espíritu se manifiesta en nuestros corazones con una persuasión tan íntima, que no deja lugar a la menor duda de que somos hijos de Dios.

12. No pretendo explicar de qué manera el testimonio divino se manifiesta en el corazón. Semejante saber, en de­masía excelente y profundo, está mucho más allá de mis al­cances. El viento sopla y oigo su sonido, pero no sé de dónde venga ni a dónde vaya. Así corno nadie sabe lo que pasa en el corazón del hombre sino el espíritu del mismo hombre, del mismo modo ninguno conoce la naturaleza de las cosas de Dios sino sólo el Espíritu de Dios. Nos consta el hecho, sin embargo, de que el Espíritu de Dios da a los creyentes tal tes­timonio de su adopción, que, mientras permanece con ellos, éstos no pueden tener la menor duda de su dignidad de hi­jos, como no dudan al recibir los rayos del sol de que exis­ta el astro rey.

 II. 1. Pasamos a considerar, en segundo lugar, la ma­nera de distinguir clara y fielmente entre el testimonio unido del Espíritu de Dios y nuestro espíritu, y las pretensiones naturales de nuestra inteligencia aunadas a los engaños del demonio. Interesa y con mucho, a todos los que deseen ob­tener de Dios esta salvación, el estudiarla con el mayor es­mero y cuidado a fin de que sus almas no se engañen.

Cual­quier error que se corneta en asunto tan importante como és­te, conduce siempre, como lo demuestra la experiencia de muchos, a los resultados más fatales; tanto más cuanto que los que en esto se equivocan no descubren su error sino cuan­do ya es demasiado tarde.

2. Primeramente, ¿cómo distinguiremos entre este tes­timonio y las pretensiones de la mente natural? Es un hecho que los que no están convencidos de pecado, por lo general se adulan a sí mismos creyéndose, y especialmente en cosas espirituales, mucho mejores de lo que en realidad de verdad son. No es nada extraño, por consiguiente, que cuando algu­no de estos que están llenos de su propia vanidad, oiga ha­blar de este privilegio o señal de los verdaderos cristianos, en­tre los cuales indudablemente se cuenta, se persuada a sí mis­mo, y esto con la mayor facilidad, de que goza de este privi­legio, de que tiene ese testimonio. De esto hay muchos ejem­plos en el mundo y ha habido siempre. ¿Cómo, pues, sabre­mos distinguir entre este testimonio del Espíritu y nuestro espíritu y estas peligrosísimas presunciones?

3. Yo contesto que las Escrituras contienen abundan­tes marcas y señales para ayudarnos a distinguir entre el tes­timonio del Espíritu y las presunciones de nuestra mente na­tural. De la manera más clara y completa describen las cir­cunstancias que anteceden, acompañan y siguen al testimonio del Espíritu de Dios unido al del espíritu del creyente, y cual­quiera persona que estudie y considere con esmero estas señales, no se equivocará, sino que por el contrario, notará de tal manera la gran diferencia que hay entre el testimonio verdadero del Espíritu y el testimonio falso, que no habrá el menor peligro de confundir uno con otro.

4.  Por medio de estas señales, quienes pretenden vana­mente tener el don de Dios, pueden ver, si efectivamente de­sean descubrir la verdad, que han estado en operación de error para que crean a la mentira, porque las Sagradas Es­crituras señalan de una manera tan obvia y clara estas mar­cas que preceden, acompañan y siguen a este don, que di­chas personas necesitan reflexionar solamente un poco para persuadirse, sin que quepa la menor duda, de que sus almas jamás las han tenido. Por ejemplo: las Sagradas Escrituras describen el arrepentimiento, la convicción del pecado, como una de las señales que existen constantemente antes de tener el testimonio del perdón. “Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:2). “Arrepentíos y creed al evangelio” (Marcos 1:15). “Arrepentíos y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados” (Hechos 2:38). “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3: 19). En concor­dancia con lo cual, nuestra iglesia predica constantemente que el arrepentimiento viene antes que el perdón y el testi­monio de estar perdonado. El perdona y absuelve a todos los que verdaderamente se arrepienten y creen sinceramente en su Evangelio. Dios omnipotente, nuestro Padre celestial, por su gran misericordia tiene prometido el perdón de los pe­cados a todos aquellos que, con arrepentimiento sincero y verdadera fe se convierten a El. Pero para éstos que no tie­nen el verdadero testimonio, este arrepentimiento es ente­ramente extraño; nunca han sentido contrición ni tristeza de corazón; la memoria de sus pecados no los aflige, ni el peso de sus culpas les es intolerable. Al repetir estas palabras de la confesión general, nunca sienten lo que dicen, puesto que su corazón lejos está de Dios. Pueden a la verdad y con buena razón para ello, creer que tan sólo tienen la mera sombra y que nunca han poseído el don de ser verdaderos hijos de Dios.

5. Además, las Sagradas Escrituras describen el nuevo nacimiento como un cambio grande y poderoso que tiene lugar para que el testimonio de que somos hijos de Dios se deje sen­tir; un cambio “de las tinieblas a la luz,” “de la potestad de Satanás a Dios,” como quien pasa de la muerte a la vida; una transición semejante a la resurrección de los muertos. Así el Apóstol escribe a los Efesios (2:5, 6): “Aun estando no­sotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cris­to, por gracia sois salvos; y juntamente nos resucitó, y asi­mismo nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús.” Pero ¿qué saben estas personas de quienes venimos hablando res­pecto a este cambio? Este asunto es enteramente nuevo para ellos y no entienden este lenguaje. Os dirán que siempre han sido cristianos y no se acuerdan de cuándo experimentaron ese cambio. En esto, por consiguiente, deberían conocer, si se detuviesen a pensar un poco, que no han nacido del Espíritu; que aún no han conocido a Dios y que la voz que han escu­chado no es la del Señor, sino simplemente la de la naturaleza.

6. Pero aun dejando a un lado la consideración de lo que haya experimentado o dejado de experimentar en el pasado, por las señales de lo presente podemos muy fácilmente dis­tinguir entre un verdadero hijo de Dios y un inconverso que se engaña a sí mismo. Describen las Sagradas Escrituras el gozo en el Señor que se une al testimonio de su Espíritu, co­mo un regocijo lleno de humildad; un gozo que se postra en el polvo de la tierra y que impulsa al pecador arrepentido a gritar: cosa vil soy y seré ante mis propios ojos. “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven; por tanto me aborrez­co, y me arrepiento en el polvo y la ceniza.” Dondequiera que hay humildad, allí también se encuentran la mansedumbre, paciencia, amabilidad y templanza.

Hay cierta docilidad y sencillez de espíritu, cierta dulzura y sensibilidad del alma que no es fácil describir. ¿Se encuentran acaso semejantes señales en aquellas almas que no tienen el verdadero testimo­nio del Espíritu? Todo lo contrario. Mientras mayor confian­za tiene uno de estos individuos en el favor de Dios, más se eleva y exalta a sí mismo, más patente es el testimonio que se figura tener, más déspota es con todos los que le rodean; más incapaz de recibir alguna reprimenda; más impaciente cuando le contradicen. En lugar de ser más humilde y ama­ble y de tener mayor voluntad y deseos de aprender, de ser más “pronto para oír y tardío para hablar,” es más tardío pa­ra oír y pronto para hablar; más opuesto a que otros le en­señen; de genio más vivo y vehemente y muy obstinado en su conversación. Más aún; algunas veces obra de tal mane­ra y con tanta fiereza y enojo, que no parece, juzgando por su lenguaje, sino que va a hacer a Dios a un lado y a tomar bajo su dirección todas las cosas y “a devorar a los adver­sarios.”

7.  Además, las Escrituras nos enseñan que la verdade­ra señal del amor de Dios es “que guardemos sus mandamien­tos” (I Juan 5:3), y nuestro Señor mismo dijo: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, aquél es el que me ama” (Juan 14:21). El amor se regocija en la obediencia; en hacer todo aquello, aun cosas triviales, que agraden a la persona amada. Un alma que ama a Dios sinceramente, se apresura a hacer su voluntad en la tierra como es hecha en el cielo. Mas, ¿son éstas acaso las características de los vanidosos que pretenden tener el amor de Dios? Todo lo contrario, su amor propio los impulsa a desobedecer y quebrantar los mandamientos de Dios en lugar de guardarlos. Tal vez en épocas anteriores de su vida, cuando temían la ira de Dios, se esforzaron en hacer su voluntad, pero ahora que se creen libres de la ley, se figuran que no están obligados a obedecer y tienen, por consiguiente, menos empeño en hacer buenas obras; menos cuidado en abstenerse de la maldad; menos esmero en domi­nar las malas inclinaciones de su corazón; menos celo en mo­derar su lengua. Ya no tienen tantos deseos de negarse a sí mismos ni de tomar su cruz. En una palabra, el tenor de su vida ha cambiado por completo, desde que se han figurado que gozan de libertad. Ya no se ejercitan para la piedad, luchando contra sangre y carne; contra principados, contra potestades, pasando trabajos, ansiando entrar por “la puerta angosta.” Por el contrario, han encontrado un camino mucho más fácil para llegar al cielo; una avenida llana, ancha, con flores de ambos lados en la cual, caminando, pueden decir a su alma: “Alma, repósate, come, bebe, huélgate.”

De lo que se sigue, como una evidencia innegable, que no tienen el verdadero testimonio de su propio espíritu; no pueden tener la conciencia de poseer señales que nunca han tenido: mansedumbre, amabilidad y obediencia; ni tampoco puede el Espíritu de Dios, de la verdad, dar testimonio de una cosa falsa: atestiguar que son hijos de Dios, cuando son hijos del diablo.

8.  Abre, pues, los ojos; desengáñate, pobre pecador que te figuras ser hijo de Dios. Tú que dices: “tengo el testimonio de mí mismo,” y por consiguiente desprecias a tus enemigos. “Pesado has sido en balanza y fuiste hallado falto;” aun en la balanza del santuario; la Palabra del Señor te ha probado y rechazado como plata de mala ley. No eres humilde en tu corazón, porque hasta hoy no tienes el Espíritu del Señor Je­sús; no eres manso ni amable y por consiguiente tu gozo de na­da vale; no es regocijo en el Señor; no guardas sus manda­mientos; por consiguiente, no le amas ni tienes la influencia del Espíritu Santo. Es, por lo tanto, tan claro como la luz del día y tan cierto como la Palabra de Dios, que su Espíritu no da testimonio a tu espíritu de que eres hijo de Dios. Clama pues a El, para que caigan las escamas que cubren tus ojos para que te conozcas a ti mismo como te conocen los demás; pa­ra que sientas en ti mismo la sentencia de muerte, hasta que oigas esa voz que hace resucitar a los muertos diciéndote: “Con­fía, hijo: tus pecados te son perdonados. Tú fe te ha salvado.”

9.  Más ¿cómo podrá un alma que tiene el verdadero testimonio del Espíritu distinguir entre éste y el falso? ¿De qué manera distinguís entre el día y la noche, entre la luz y las tinieblas; la luz de una estrella o la de una vela, y la luz del medio día? ¿No hay una diferencia obvia, esencial, entre una y otra luz? ¿No percibís la diferencia inmediatamente por medio de vuestros sentidos? De la misma manera, existe una diferencia esencial e intrínseca entre la luz y las tinieblas en lo espiritual; entre la luz con que alumbra el Sol de justicia al corazón verdaderamente convertido y la luz débil y vaci­lante que producen las chispas de nuestro fuego moribundo. Esta diferencia la perciben nuestros sentidos sin la menor di­ficultad siempre que no estén adormecidos. Cuando están en su estado normal.

10. El exigir una descripción más detallada y filosófica de la manera de distinguir estas señales y del criterio que usa­mos para conocer la voz de Dios, es pedir lo que no se puede obtener, ni aun por aquellos que tienen el más profundo co­nocimiento de Dios.

Supongamos que al estar hablando Pa­blo ante Agripa, el sabio romano le hubiese dicho: —Nos di­ces que oíste la voz del Hijo de Dios: ¿cómo sabes que fue la voz de Dios? ¿Por medio de qué criterio o de qué señales es­peciales puedes distinguir la voz de Dios? Explícame la ma­nera de distinguir entre esta voz y una humana o angélica. — ¿Creéis por un momento que el Apóstol se habría ocupado en contestar pregunta tan ociosa? Y sin embargo, no nos cabe la menor duda de que en el momento cuando escuchó la voz, supo que era la voz de Dios. Pero el cómo supo esto, ¿quién podrá explicarlo? Ni los hombres ni los ángeles.

11. Más aún: Figurérnonos que Dios dice a cierta alma: “Tus pecados te son perdonados;” indudablemente que hará que esa alma reconozca su voz, de otra manera hablaría en vano. Y esto lo puede hacer, porque siempre que quiere ha­cer algo, el querer con El es poder. Así obra el Señor y esa alma plenamente segura dice: “Esta es la voz de Dios.” Y sin embargo, los que tienen en sí mismos ese testimonio no lo pueden explicar a los que no lo tienen; ni es de esperarse que puedan hacerlo, porque si hubiese algún medio natural de ex­plicar las cosas de Dios a aquellos que no han experimenta­do tal cambio, entonces el hombre natural podría discernir y saber las cosas del Espíritu de Dios; lo que estaría en con­traposición con lo que dijo el Apóstol, que “no las puede entender, porque se han de examinar espiritualmente;” por medio de sentidos espirituales de que carece el hombre na­tural.

12.  Pero ¿cómo sabré si mis sentidos espirituales me guían a juzgar rectamente? Esta es también cuestión de suma importancia; porque si alguno se equivoca en este punto, está en peligro de caer constantemente en el error y el engaño. ¿Quién me asegura que este no es el caso en que me encuentro y que no me engaño al creer que escucho la voz del Espíritu? El testimonio de vuestro espíritu; el de una buena concien­cia en la presencia de Dios. Por medio de los frutos que en vuestro espíritu haya producido, podréis conocer el testimo­nio del Espíritu de Dios. Sabréis que no habéis caído en va­nas ilusiones ni vuestras almas están engañándose, por medio de los frutos inmediatos del Espíritu que gobiernan el cora­zón y que son: “caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza;” y los frutos exterio­res son: el hacer bien a todos los hombres y no hacer mal a nadie; el andar en la luz y obedecer fielmente y por completo todos los mandamientos de Dios.

13.  Por medio de estos mismos frutos podrás distinguir la voz de Dios de cualquier engaño que te presente Satanás; ese espíritu soberbio que no te deja humillarte ante Dios; que no puede ni quiere mover tu corazón, derritiéndolo pri­mero en deseo de Dios y después en amor filial. No es a la ver­dad el enemigo de Dios y de los hombres quien os ha de ins­pirar el amor a vuestro prójimo ni a revestiros de humildad, mansedumbre, paciencia, templanza y toda la armadura de Dios; no está dividido en contra de sí mismo, ni es el destruc­tor del pecado, su propia obra. No es otro sino el Hijo de Dios que viene a “destruir las obras del diablo.” Tan seguramente pues como que la santidad es de Dios y el pecado la obra de Satanás, el testimonio que tienes en ti mismo no es del de­monio sino de Dios.

14.  Bien puedes decir: “Gracias a Dios por su don ine­fable;” gracias a Dios que me concede “conocer a Aquel a quien he creído,” que ha derramado su Espíritu en mi corazón por el cual clamo, “Abba, Padre” y que aun ahora mismo da testi­monio con mi espíritu de que soy hijo de Dios. Cuida empero de alabarle no sólo con tus labios sino también con tu vida. Te ha sellado para que seas de los suyos: glorifícale en tu cuerpo y en tu espíritu que son suyos. Amado, si tienes esta esperanza en ti, purifícate como El es puro. Al considerar cuál amor te ha dado el Padre que seas llamado hijo de Dios, límpiate de toda inmundicia de carne y de espíritu, perfec­cionando la santificación en temor de Dios, y que todos tus pensamientos, palabras y obras sean un sacrificio espiritual, santo y aceptable a Dios por medio del Señor Jesús.

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 SERMON 10 - John Wesley

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Matthew Henry