No es algo que se pueda poseer sino algo, primero y por encima de todo lo demás, que se es.
La Verdad es espíritu, es vida; y este espíritu, esta vida, es el camino, el único camino al Padre. “…Yo soy…la verdad…nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
Repentinamente nos amanece y vemos que no es por tener verdades, sino por convertirnos en verdad que somos salvos. El deseo de Dios no es tan sólo informarnos, sino transfigurarnos, no llenarnos con verdades, sino hacernos verdad.
El Espíritu Santo, el Consolador, el Espíritu de Cristo, el Espíritu de adopción que derramó el amor de Dios en nuestros corazones, es el Espíritu de Verdad.
Jesús nos deja en un terreno nuevo, no familiar. Sabemos lo que significa que una afirmación o una doctrina sean verdaderas, pero ¿qué significa cuando un hombre declara: “Yo soy la verdad”? Sabemos lo que quiere decir tener verdad, pero vacilamos ante la idea de ser verdaderos.
Estamos y nos sentimos mucho más en casa con la religión que está ocupada en tener y hacer. Sabemos cómo ir por ahí y adquirir más y más verdades. Pero la religión de Dios está animada al máximo por un deseo de ser, no simplemente por hacer o adquirir.
Si creemos que por tener somos, que convertirnos en verdad es simplemente una función de adquirir una cantidad suficiente de verdad, estamos en engaño.
Tal engaño produce, si se le permite seguir sin quebrantarlo, el espectáculo trágico e irónico de hombres impecables (así ellos lo creen) en sus doctrinas, pero que viven vidas que esencialmente son actuación e imitación, es decir, falsas. Si una viuda pudo decir a Elías: “…la palabra de Jehová es verdad en tu boca” (1 Reyes 17:24), entonces de esto se deduce que la Palabra de Dios en la boca de alguien, puede ser falsa. La boca, la voz, no están separadas de la palabra que sale de ellas. La voz y la palabra son un continuom inquebrantable.
Jesús habla la palabra de Dios, porque Él es la Palabra de Dios. Él habla verdad, porque es verdadero. Las verdades son importantes, pero sin el Espíritu de Verdad en nosotros para animarlas, están tan muertas, y son tan mortíferas, como la ley escrita en la piedra. Si la ley sola, aunque se cite y se siga correctamente, no pudo hacernos rectos ni justos, entonces ¿cómo las verdades solas, aunque se profesen con toda la ortodoxia, nos podrán jamás hacer verdad?
Así como Cristo es la meta y el cumplimiento de la ley de Dios, de igual manera es la meta y el cumplimiento de las verdades de Dios. El mismo Dios que pudo hacer de un fariseo como Pablo una epístola viviente de Su gracia, por el Espíritu de Gracia, también puede convertir a Su Iglesia en una demostración viva de la verdad por el Espíritu de Verdad.
Vivimos en una edad que de manera constante desprecia y denigra la verdad preposicional. Inclusive, dentro de la iglesia, se está convirtiendo en una fuente de vergüenza el contender sobre las doctrinas de la fe, como si toda contienda fuese de necesidad contenciosa, y ¿quién quiere que se le ponga la etiqueta de divisor en nuestra época crecientemente ecuménica? Algunos parecen pensar que por el hecho de usar la palabra “simple” antes de “doctrina” ya el tema se ha tratado de manera suficiente. Pero no hay doctrinas “simples.” Las verdades de la fe son, y continuarán siendo, dignas de vivir y morir por ellas.
Es necesario proclamar el Espíritu de Verdad, no porque la palabra de verdad no sea importante, sino precisamente porque es muy importante. Las verdades que se proclaman rudamente, sin una vida que sea verdad, son un mal servicio a la verdad. Pero de la misma manera, la categoría de “auténtica” o “real” o “verdadera” de una forma que disminuya el sitio y el valor de las verdades una vez dadas a la iglesia constituye igualmente un mal servicio para la verdad.
Sería trágico y una verdadera ironía si el Espíritu de Verdad se llegase a convertir en incluso otro estandarte definitivo detrás del cual se enaltezca una versión de la verdad parcial y, por tanto, falsa.
Que es la Verdad? - Paul Volk
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