Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


30 de mayo de 2012

LA JUSTIFICACION POR LA FE



Mas al que no obra, pero cree en aquel que justifica al impío, la fe le es contada por justicia (Romanos 4:5).

1.    De qué manera el pecador ha de justificarse ante Dios, el Supremo Juez, es un asunto de tremenda importancia pa­ra todos los hombres. Contiene la base de toda nuestra espe­ranza, puesto que mientras estemos en enemistad con Dios, no podrá haber verdadera paz ni verdadero gozo en esta vi­da o en la eternidad. ¿Qué paz puede existir cuando la voz de la propia conciencia continuamente nos está acusando, y mucho más Aquel que es mayor que nuestro corazón y que sabe todas las cosas? ¿Qué felicidad puede haber ya en esta vida, ya en la otra, mientras la ira de Dios permanece en no­sotros?

2.    Y sin embargo, cuán pocos entienden esta cuestión tan importante. ¡Qué ideas tan confusas tienen algunos res­pecto a este asunto! A la verdad, no sólo confusas, sino a me­nudo erróneas y tan contrarias a la verdad como la luz lo es a las tinieblas; nociones absolutamente opuestas a los Orácu­los de Dios y a toda la analogía de la fe. Así es que, echando una base falsa, no pueden edificar después; ciertamente no con “oro, plata o piedras preciosas” que resistirían la prueba del fuego, sino sólo con “paja y hojarasca” que no son acep­tables a Dios ni útiles a los hombres.

3.    A fin de hacer justicia, en cuanto de mí dependa, al asunto de tan gran importancia que vamos a tratar; de evitar que aquellos que con toda sinceridad buscan la verdad, se distraigan con vanas pláticas; de aclarar la confusión de ideas que abruma las mentes de algunos, y presentarles grandes y verdaderas concepciones de este gran misterio de santidad, me esforzaré en demostrar:

Primero. La base general de la doctrina de la justificación.

Segundo. Qué cosa es justificación.

Tercero. Quiénes son justificados.

Cuarto. Bajo qué condiciones son justificados. 



En primer lugar, debo presentar la base general de esta doctrina de la justificación.


1.  El hombre fue criado a imagen y semejanza de Dios, santo como Aquel que lo creó es santo; misericordioso como el Creador de todas las cosas es misericordioso; perfecto co­mo su Padre que está en los cielos es perfecto. Así como Dios es amor, el hombre también existiendo en amor, existió en Dios y Dios en él. Dios lo creó para que fuese una “imagen de su eternidad,” una semejanza incorruptible de la gloria de Dios. Era por consiguiente, puro como Dios es puro; lim­pio de toda mácula de pecado. No conocía el pecado en nin­gún grado o manera, sino que estaba interior y exteriormente limpio y libre de pecado, amaba al Señor su Dios con todo su corazón, y con toda su alma, y con todo su entendimiento.

2.  Siendo el hombre justo y perfecto, Dios le dio una ley perfecta, la que por su naturaleza requería perfecta obe­diencia en todas las cosas, y sin la menor interrupción desde el momento en que Adán empezó a ser un alma viviente has­ta que su prueba concluyese. No había disculpa por ninguna falta, ni podía haberla, pues siendo el hombre competente pa­ra desempeñar lo que de él se exigía, tenía la habilidad de lle­var a cabo toda buena obra.

3.   Pareció bien a Dios, en su infinita sabiduría, añadir a la ley del amor que estaba grabada en el corazón del hom­bre (contra la cual éste tal vez no podía pecar directamen­te), otra ley positiva: “Mas del fruto del árbol que está en medio del huerto...no comeréis de él” y añadió la pena que traería la desobediencia: “Porque el día que de él comie­res, morirás.”

4.  Tal era, pues, el estado del hombre en el paraíso. De­bido al amor infinito y no merecido que Dios le profesaba, era puro y feliz; conocía y amaba a Dios teniendo comunión con El, lo que en sustancia constituye la vida eterna. Debería con­tinuar para siempre en esta vida de amor si obedecía a Dios en todo y por todo; pero si lo desobedecía en alguna cosa, lo perdería todo. “El día que de él comieres,” dijo Dios, ‘mo­rirás.”

5.  El hombre desobedeció a Dios; comió del árbol del cual Dios le había mandado diciendo: “no comerás de él,” y ese día fue condenado por el justo juicio de Dios. La senten­cia que se le había anunciado empezó a cumplirse. En el mo­mento que probó el fruto, murió. Su alma murió, puesto que quedó separada de Dios, y el alma separada de Dios no tiene más vida que el cuerpo separado del alma. Su cuerpo, asimismo, se volvió corruptible y mortal; de manera que la muerte se posesionó también de esta parte del hombre y es­tando ya muerto en espíritu, muerto para con Dios, muerto en pecado, se apresuraba hacia la muerte eterna; a la destrucción del cuerpo y del alma en el fuego que nunca se apagará.

6.  Así, por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y la muerte pasó a todos los hombres que estaban contenidos en él, pues fue el padre y represen­tante de todos nosotros. Así pues, por la ofensa de uno, todos están muertos, muertos para con Dios, muertos en pecado, habitando en cuerpos mortales y corruptibles, que pronto se han de disolver y bajo sentencia de muerte eterna, “porque como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores,” así por esa ofensa de uno, vino la culpa a todos los hombres para condenación (Romanos 5:12, etc.).

7.  En esta condición se encontraba toda la raza humana cuando “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pier­da, mas tenga vida eterna.” Cuando se llegó el cumplimiento del tiempo, fue hecho Hombre, segundo Padre universal re­presentante de la raza humana y como tal, “llevó nuestras enfermedades,” y “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.” “Fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados.” “El castigo de nuestra paz fue sobre él;” derramó su sangre por los transgresores, y llevó nuestros pecados al madero, para que por la oblación de sí mismo una vez ofrecida, el género humano quedase redimido, habiendo hecho “un sacrificio, oblación y satisfacción entera, perfecta y suficiente por los pecados de todo el mundo.”

8.  Debido pues a que el Hijo de Dios “ha probado la muerte por todos los hombres,” Dios “reconcilió el mundo a sí, no imputándole sus pecados” pasados. “Así que, de la ma­nera que por un delito vino la culpa a todos los hombres, pa­ra condenación, así por una justicia vino la gracia a todos los hombres para justificación.” De manera que, por amor de su amado Hijo, por lo que ha hecho y sufrido por nosotros, Dios ahora promete perdonarnos el castigo que nuestros pe­cados merecen, volvernos su gracia, y dar a nuestras almas muertas la vida espiritual perdida como arras de la vida eterna, bajo una sola condición en el cumplimiento de la cual El mis­mo nos ayuda.

9.  Esta es pues la base general de la doctrina de la jus­tificación. Por el pecado del primer Adán, que era no sólo el padre, sino el representante de la raza humana, perdimos to­dos el favor de Dios; nos convertimos en hijos de la ira, o, co­mo dice el apóstol: “vino la culpa a todos los hombres pa­ra condenación.” De la misma manera, por medio del sacri­ficio por el pecado que el segundo Adán ofreció, como repre­sentante de todos nosotros, Dios se reconcilió a todo el mun­do de tal modo que le dio un nuevo pacto. Una vez cumplida la condición de éste, ya no hay condenación para los que están en Cristo Jesús, sino que estando justificados por su gra­cia, somos hechos herederos según la esperanza de la vida eter­na.

II.1.      Pero, ¿qué cosa es ser justificado? ¿Qué cosa es la justificación? Esta es la segunda proposición que prometí desarrollar. De lo anteriormente expuesto se desprende que no significa ser justo o recto literalmente; eso sería santifi­cación, que indudablemente es, hasta cierto grado, el fruto inmediato de la justificación, pero, no obstante, un don de Dios distinto y de diferente naturaleza. La justificación sig­nifica lo que por medio de su Hijo Dios ha hecho por noso­tros. La santificación es la obra que lleva a cabo en nosotros por medio de su Espíritu.

De manera es que, si bien el sen­tido lato en que algunas veces se usan las palabras justifica­do o justificación, implica la santificación, por lo general Pablo y los demás escritores inspirados la distinguen una de la otra en el uso general.

2.  No se puede probar con las Sagradas Escrituras esa doctrina forzada de que la justificación nos libra de toda acu­sación, especialmente de la que Satanás hace en nuestra con­tra. En toda la exposición bíblica de esta materia, no se toma en consideración aquel acusador ni su acusación. No pue­de negarse que sea el principal acusador de los hombres, pero el apóstol Pablo no hace mención de este hecho, en todo lo que respecto a la justificación escribió a los romanos y a los gálatas.

3.  Mucho más fácil es, además, el suponer que la justifi­cación significa quedar libre de la acusación que la ley pre­senta en contra de nosotros, que probarlo claramente con el testimonio de las Sagradas Escrituras; especialmente si esta manera de expresarse, tan forzada y poco natural, no quiere decir poco más o menos esto: que si bien hemos quebrantado la ley de Dios y merecido por lo tanto la condenación del in­fierno, Dios no aplica el merecido castigo a los que están jus­tificados.

4. Mucho menos que esto, significa la justificación que Dios se engaña en aquellos a quienes justifica; que los cree ser lo que en realidad de verdad no son; que los considera diferentes de lo que son. No significa que Dios se forma res­pecto de nosotros un juicio contrario a la verdadera natura­leza de las cosas; que nos cree mejores de lo que realmente somos, creyéndonos justos, siendo nosotros injustos. Cierta­mente que no. El juicio del Omnisciente es siempre conforme a la verdad. No puede en su infalible sabiduría pensar que soy inocente, justo o santo, simplemente porque otro hombre lo sea. No puede de esta manera confundirme más con Cristo que con David o Abraham. A quien Dios haya dado inteligencia, que pese estas cosas sin prejuicio y no dejará de persuadirse que tal doctrina de la justificación es contraria a las Sagra­das Escrituras y a la razón.

5. La enseñanza simple y clara de las Sagradas Escri­turas respecto a la justificación, es el perdón, la remisión de los pecados. Es ese acto de Dios el Padre quien, por medio de la propiciación hecha por la sangre de su Hijo, manifestó su justicia, “atento a haber pasado por alto los pecados pasados.” Esta es la sencilla relación que Pablo da de la justificación en toda la epístola, y de esta manera la explica él mismo con más particularidad en éste y el capítulo siguiente. Uno de los versos que siguen al texto dice: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cu­biertos. Bienaventurado el varón al cual el Señor no im­putó pecado.” Al que esté justificado o perdonado, Dios no le imputará pecado para condenación. No lo condenará con tal motivo ni en este mundo ni en el venidero. Todos sus pe­cados pasados de palabra, obra y pensamiento están borrados y no serán traídos a la memoria, ni mencionados; son como si jamás hubieran sido. Dios no aplicará al pecador el castigo que merece, porque su amado Hijo ha sufrido por él; y desde el momento en que se nos acepta por medio del Amado, y queda­mos “reconciliados por su sangre,” nos ama, nos bendice, cui­da y guía como si jamás hubiésemos pecado.

En verdad el Apóstol en un lugar parece dilatar mucho más el sentido de la palabra cuando dice: “Porque no los oido­res de la ley son justos...mas los hacedores de la ley serán justificados,” donde parece que se refiere a la sentencia de justificación que en el gran día del juicio habremos de reci­bir. Lo mismo dice nuestro Señor Jesucristo: “Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás conde­nado,” probando con esto que “toda palabra ociosa que habla­ren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.” Difícilmente encontraríamos otro ejemplo de este uso de la palabra en los escritos de Pablo. Ciertamente que con este sentido no la usa en el tenor general de sus epístolas y mucho menos en sus palabras que hemos tomado por texto y donde evidentemente habla no de aquellos que han concluido la ca­rrera, sino de los que cabalmente están para emprenderla, que van a correr con paciencia la carrera que les es propuesta.

III.  1. Mas este es el tercer punto que hemos de consi­derar, a saber: ¿Quiénes son los que están justificados? Y el Apóstol nos contesta claramente: “los injustos.” Dios “jus­tifica al impío,” a los impíos de todas clases y grados y sólo a los impíos, pues los justos no tienen necesidad de arrepen­timiento, y por consiguiente no han menester perdón. Sola­mente los pecadores necesitan ser perdonados; el pecado es el único que ha menester remisión.

El perdón, por consi­guiente, encuentra su único objeto en el pecado. Nuestra ini­quidad es el objeto del perdón misericordioso de Dios; de nuestras iniquidades no se vuelve a acordar.

2.  Parecen por completo olvidar esto quienes pretenden enseñar que el hombre debe estar santificado antes de ser justificado; especialmente los que dicen que debe existir pri­mero una santidad universal u obediencia, y venir luego la justificación (a no ser que se refieran a la justificación del día postrero, lo que nada tiene que ver con el asunto). Tan lejos de la verdad está semejante proposición, que no sólo es imposible, porque donde no hay el amor de Dios no puede existir la santidad (y no hay amor de Dios fuera del que re­sulta de la conciencia de su amor para con nosotros), sino que es un absurdo, una contradicción. No es al santo al que se perdona, sino al pecador y como tal. Dios justifica a los impíos, no a los justos; no a los que ya están santificados, sino a los que necesitan santificación. Bajo qué condiciones lleva a cabo esta justificación, muy pronto pasaremos a considerar; pero es evidente que la base de dicha justificación no es la santidad. El hacer semejante aserción equivaldría a decir: El Cordero de Dios quita sólo los pecados que ya estaban bo­rrados.

3. ¿Busca el buen Pastor tan sólo a los que ya se en­cuentran en el aprisco? No. Viene a buscar y a salvar a las ovejas perdidas; perdona a los que necesitan de su misericor­dioso perdón. Salva del castigo y al mismo tiempo del poder del pecado a los pecadores de todos grados y clases; hombres que hasta ese momento eran impíos por completo; en quie­nes no existía el amor del Padre y en quienes, por consiguien­te, nada bueno existía, ninguna disposición buena o cristia­na, sino por el contrario, todo lo que era malo y abominable: soberbia, ira, amor al mundo, los frutos naturales de la men­te carnal que es enemistad para con Dios.

4. Aquellos que sufren, a quienes el peso de sus peca­dos abruma y es intolerable, son los que tienen necesidad de médico; los que son culpables y gimen bajo el peso de la có­lera de Dios, son los que necesitan de perdón. Los que ya es­tán condenados no sólo por Dios, sino aun por sus propias conciencias, como si fuera por un millar de testigos, de su ini­quidad y transgresiones de pensamiento, palabra y obra, son los que claman y ruegan al que “justifica al impío,” por medio de la redención que es en Cristo Jesús; los impíos, aquellos que no obran lo bueno, que no hacen nada recto, santo o vir­tuoso, antes de ser justificados, sino que continuamente obran la iniquidad. Sus corazones son por necesidad, perversos, has­ta que el amor de Dios se derrame en ellos, pues mientras el árbol esté corrompido, el fruto también lo estará; porque el árbol maleado lleva malos frutos.

5. Mas alguno dirá: “Un hombre, antes de ser justifi­cado, puede dar de beber al sediento, vestir al desnudo, y es­tas son buenas obras.” Ciertamente, puede hacer todo esto aun antes de estar justificado. Estas cosas son en cierto sentido buenas obras; son buenas y provechosas para los hombres; pero no se sigue de esto que tengan alguna bondad intrínseca o que sean meritorias para con Dios. Todas las obras buenas, usando el lenguaje de nuestra iglesia, siguen después de la justificación y son, por consiguiente, buenas y aceptables a Dios en Cristo, porque son el fruto de una fe viva y verdadera. Por una razón semejante, las obras hechas antes de la justi­ficación no son buenas en el sentido cristiano, pues que no son el resultado de la fe en Jesucristo (aunque resulten de cierto grado de fe en Dios), sino que son hechas no conforme a la voluntad de Dios y como El manda, y tienen la naturaleza del pecado, por más extraño que esto parezca a algunos.

6. Puede ser que los que dudan de esto no hayan consi­derado en todo su peso la razón que aquí se aduce, y por la que no deben considerarse como buenas las obras hechas an­tes de la justificación. El argumento es el siguiente:

Ninguna obra es buena, a no ser que se haga conforme a lo que Dios ha ordenado y mandado. Ninguna obra hecha antes de la justificación es conforme a lo que Dios ha ordenado y mandado.

Luego: Ninguna obra hecha antes de la justificación es buena.

La primera proposición es axiomática, y la segunda— que ninguna obra hecha antes de la justificación es conforme a lo que Dios ha ordenado y mandado—aparecerá clara y evi­dente, si tomamos en consideración el mandato de Dios de hacer todas las cosas en amor, en caridad; en ese amor a Dios que produce amor a todos los hombres.

Pero ninguna de es­tas nuestras obras es hecha en amor mientras el amor del Pa­dre (de Dios nuestro Padre) no exista en nosotros, y este amor no estará en nosotros mientras no recibamos “el espíritu de adopción, por el cual clamamos Abba, Padre.” Por consi­guiente, si Dios no justifica a los injustos y a los que en este sentido no hacen obras buenas, entonces Cristo ha muerto en vano; entonces, a pesar de su muerte, ninguna carne viviente será justificada.

IV. 1. Mas ¿bajo qué condiciones son justificados los injustos y aquellos que no hacen buenas obras? Bajo una so­la y es: la fe. “El que cree en aquel que justifica al impío.” “El que en él cree, no es condenado,” mas ha pasado de muer­te a vida. “La justicia (o misericordia) de Dios, por la fe de Jesucristo, para todos los que creen en él...al cual Dios ha propuesto en propiciación por la fe en su sangre, para mani­festación de su justicia,” y (consecuente con su justicia), El justifica al que es “de la fe de Jesús.” “Así que, concluimos ser el hombre justificado por la fe sin las obras de la ley,” sin pre­via obediencia a la ley moral, que ciertamente no podía obe­decer antes de ahora. Es evidente que se refiere esto a la ley moral solamente, si juzgamos por las palabras que siguen: ¿Luego deshacemos la ley por la fe? En ninguna manera, antes establecemos la ley.” ¿Qué ley establecemos por la fe? ¿La ley del ritual? No. ¿La ley de las ceremonias mosaicas? Tampoco. ¿Cuál pues? La gran ley invariable del amor, del amor santo a Dios y a nuestros prójimos.

2. La fe en abstracto es una “evidencia” o “persuasión,” de las “cosas que no se ven,” que los sentidos de nuestro cuer­po no pueden descubrir como pertenecientes a lo pasado, a lo futuro o a lo espiritual. La fe justificadora significa no sólo la evidencia y persuasión de que Dios “estaba en Cristo recon­ciliando el mundo a sí,” sino una confianza y seguridad de que Cristo murió por mis pecados, de que me amó, y se dio a sí mismo por mí. Cualquiera que sea la edad del pecador cre­yente, ya en la infancia o en la noche de la vida, cuando cree, Dios lo justifica; Dios por amor de su Hijo lo perdona y lo ab­suelve, aunque hasta entonces no haya en él nada de bueno. Ciertamente Dios le había dado arrepentimiento, mas esto no era sino una persuasión íntima de la falta de todo bien, y la presencia de todo mal. Y cualquiera cosa buena que en él se encuentre desde el momento en que cree, no es intrínse­ca, sino el resultado, el fruto de su fe. Primeramente el árbol debe ser bueno y luego el fruto también será bueno.

3. No puedo describir esta fe mejor que en el lenguaje de nuestra iglesia. “El único medio de salvación (de la cual la justificación es una parte) es la fe; es decir: la seguridad y certeza de que Dios nos ha perdonado y perdonará nuestros pecados, que nos ha devuelto su gracia, por los méritos de la pasión y muerte de Cristo. A este punto debemos estar se­guros de no vacilar en nuestra fe en Dios. Al acercarse Pe­dro al Señor sobre el agua, vaciló y estuvo en peligro de aho­garse. De la misma manera, si vacilamos o empezamos a du­dar, debemos con razón temer hundirnos como Pedro, mas no en el agua, sino en las profundidades del infierno” (Segun­do Sermón sobre la Pasión).

“Ten, por consiguiente, una fe segura y constante no só­lo en la muerte de Cristo que es aplicable a todo el mundo, sino en el hecho de que ofreció un sacrificio completo y su­ficiente por ti, un perfecto lavamiento de tus pecados de ma­nera que puedes decir con el Apóstol, que te amó y se dio a sí mismo por ti. Esto es hacer que Cristo sea tu Salvador, apropiarte sus méritos.” (Sermón sobre el Sacramento, Pri­mera Parte).

4. Al afirmar que esta fe es la condición de la justifica­ción, quiero decir que sin ella, no existe esta última. “El que no cree ya es condenado,” y mientras no cree, permanece su condenación y “la ira de Dios está sobre él.” “No hay otro nombre debajo del cielo;” sino el del Señor Jesús, ni otros méritos además de los suyos, por medio de los cuales el hom­bre se pueda salvar. Por consiguiente, el único medio de te­ner parte en estos méritos, es la fe en su nombre. Así es que mientras estamos sin esta fe, “somos extranjeros a los pactos de la promesa,” estamos “alejados de la república de Israel” y sin Dios en el mundo. Cualesquiera virtudes, así llamadas, que el hombre posea, de nada le valen, hablo de aquellos a quienes se ha predicado el Evangelio, porque ¿qué derecho tengo de juzgar a los que no han recibido el mensaje del cris­tianismo? Cualesquiera obras buenas, así llamadas, que haga, de nada sirven—aún es hijo de la ira, permanece bajo la mal­dición, hasta que crea en Jesús.

5.  Es la fe por consiguiente, la condición necesaria de la justificación, y la única condición necesaria. Este es el se­gundo punto que debemos examinar con cuidado. Desde el instante que Dios da esta fe (porque es un don de Dios), al injusto que no hace obras buenas, esta fe le es imputada por justicia. Antes de este momento no tenía el creyente ninguna justicia, ni siquiera la justicia pasiva que es la inocencia. Mas “la fe le es imputada por justicia” desde el momento en que cree.

Dios no cree que el creyente sea algo diferente de su ser esencial, sino que a Cristo, “que no conoció pecado, hizo pe­cado por nosotros;” es decir, lo trató como un pecador casti­gándolo por nuestros pecados. De la misma manera, nos re­conoce como justos desde el momento en que creemos en El, es decir, no nos castiga por nuestros pecados, sino que nos tra­ta como si fuésemos inocentes y estuviésemos libres de toda culpa.

6. Indudablemente que la dificultad en no aceptar esta proposición de que la fe es la única condición de la justi­ficación, depende de que no la entienden bien. Queremos de­cir que es la única condición sine que non, sin la cual no hay salvación; que es el único requisito, indispensable, absoluta­mente esencial para obtener el perdón. Así como por una parte, aunque el hombre tenga todos los demás requisitos, si no tiene fe no puede ser justificado, de la misma manera, y por otra parte, aunque le falten las demás condiciones, si tie­ne fe, está justificado. Supongamos que un pecador de cual­quier grado o condición, sumergido en la más completa ini­quidad—que ha perdido por completo la habilidad de pensar, hablar u obrar bien, y cuya naturaleza depravada lo hace digno del fuego del infierno—al sentirse sin ayuda ni amparo, se acoge por completo a la misericordia de Dios en Cristo, lo que no puede hacer sino impulsado por la gracia de Dios, ¿quién puede asegurar que ese pecador no queda perdonado en el mismo instante? ¿Qué otra cosa, además de su fe, necesita pa­ra quedar justificado?

Si desde el principio del mundo se ha dado semejante ca­so, y deben haberse dado millares de millares, claramente se deduce que la fe, en el sentido que le hemos dado, es la única condición de la justificación.

7. No atañe a las pobres criaturas pecaminosas que dia­riamente recibimos tantas bendiciones—desde el agua que sa­tisface nuestra sed hasta la gloria inaudita de la eternidad— bendiciones que son la expresión de la gracia—gratuitas y no el pago de alguna deuda—pedir a Dios las razones que tiene para obrar así. No tenemos derecho de preguntar al que no da cuenta de sus caminos; de decirle: “¿Por qué hiciste que la fe fuese la única condición de la justificación? ¿Por qué decretaste: el que cree, y solamente el que cree, será salvo?” Este es el punto que Pablo hace tan enfático en el capítulo noveno de esta epístola; es decir; que las condiciones del per­dón y la aceptación debe dictarlas quien nos llama, y no no­sotros. Dios no hace ninguna injusticia al fijar sus condiciones conforme a su santa voluntad y no a la nuestra. El puede de­cir: “Tendré misericordia del que tendré misericordia,” a sa­ber: de aquel que creyere en Jesús. “Así es que no es del que quiere, ni del que corre” el escoger la condición con la cual será aceptado, “sitio de Dios que tiene misericordia,” que no acepta sino la de su amor infinito y su bondad sin límites. Por consiguiente, tiene misericordia del que tiene misericordia, y al que quiere, es decir, al que no cree, “endurece,” lo aban­dona a la dureza de su corazón.

8.   Podemos, sin embargo, concebir una razón humilde­mente, por lo que Dios ha fijado ésta como la única condición de la justificación: “Si crees en el Señor Jesucristo, serás salvo,” que es el designio de Dios de evitar que el hombre fuese otra vez tentado por la soberbia. La soberbia había destrui­do a los mismos ángeles de Dios; había destronado “la ter­cera parte de las estrellas del cielo.” En gran parte debido a esta soberbia que el tentador despertó al decir: “seréis co­mo dioses,” Adán cayó e introdujo el pecado y la muerte en el mundo. Fue un ejemplo de la sabiduría, digna de Dios, el imponer tal condición de reconciliación para él y su posteridad, para que quedásemos humillados y abatidos en el polvo de la tierra. Tal es la fe. Está especialmente adaptada a este fin; porque el que se acerca a Dios por medio de esta fe debe fijarse en su propia iniquidad, sus culpas y miseria, sin acari­ciar la menor idea de que exista en él algo de bueno, de virtud o de justicia. Debe acercarse como pecador que es interior y exteriormente, que ha consumado su propia destrucción y condenación, que no tiene nada qué presentar ante Dios sino iniquidad, ni otra cosa qué alegar fuera de su pecado y mise­ria. Solamente así, cuando enmudece y se reconoce culpa­ble ante la presencia de Dios, es cuando puede mirar a Jesús como la única y perfecta propiciación por sus pecados. Sólo de esta manera puede ser hallado en él, y recibir “la justicia que es de Dios por la fe.”

9.  Y tú, inicuo, que escuchas o lees estas palabras, vil, desgraciado, miserable pecador, te amonesto ante la presen­cia de Dios, el Juez de todos los hombres, a que con todas tus iniquidades te acojas a El inmediatamente. Cuidado, no sea que destruyas para siempre tu alma al querer alegar tu jus­ticia poco más o menos. Preséntate como pecador perdido, cul­pable y merecedor que eres del infierno, y entonces hallarás favor en su presencia y sabrás que justifica al impío. Tal como ahora eres, serás llevado a la sangre del esparcimiento, como un desgraciado, pecador, miserable y condenado.

Entonces, mira a Jesús. Allí está el Cordero de Dios que quita los pe­cados de tu alma. No alegues obras ni bondad, humildad, contrición ni sinceridad. El hacer tal cosa sería negar al Se­ñor que te ha comprado con su sangre. Alega solamente la  sangre del Pacto, el precio que ha sido pagado por tu alma or­gullosa, soberbia y tan llena de pecado. ¿Quién eres tú que ahora mismo ves tu injusticia interior y exteriormente? Tú eres el hombre de quien se trata. Te amonesto a que, por me­dio de la fe, te conviertas en hijo de Dios. El Señor te nece­sita. Tú, que sientes en tu corazón que no mereces otra co­sa, sino ir al infierno, eres digno de proclamar sus glorias; la gloria de su gracia gratuita que justifica al impío y a aquel que no obra bien. ¡Oh, ven pronto! Cree en el Señor Jesús y tú, tú mismo, te reconciliarás con Dios.

                                                                       www.campamento42.blogspot.com

Sermon 5 - John Wesley

No hay comentarios.:

"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry