Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


30 de junio de 2013

LA MENTIRA DE LA CRUZ EN EL ESCUDO DE COSTANTINE.

                                                                                                                                           
Alexander Hislop

Esto, sin duda, les parecerá muy extraño e increíble a quienes hayan leído la historia de la Iglesia, como lo ha hecho en grado sumo la mayoría, incluso los protestantes, con anteojos romanos; y especialmente por quienes recuerdan la famosa historia que se cuenta sobre la aparición milagrosa de la cruz a Constantino la víspera de la decisiva victoria en el puente Milvio, que decidió la suerte del paganismo aceptado y del cristianismo nominal.

Si tal historia, como se dice vulgarmente, fuera verdadera, se habría dado ciertamente una justificación divina a la reverencia por la cruz. Pero si se escudriña hasta el fondo esa historia, según la versión común de ella, se encuentra que se fundamentó en una alucinación – alucinación, sin embargo, en la cual creyó un hombre tan bueno como Milner.

El relato de Milner es como sigue:
“Constantino, al marchar de Francia hacia Italia contra Majencio, en una expedición que posiblemente lo podría exaltar o acabar con él, se encontraba dominado por la ansiedad. Así que creyó necesario que algún dios lo protegiera; él se sentía más inclinado a venerar al Dios de los cristianos, pero quería una prueba satisfactoria de Su existencia real y de Su poder; pero él no conocía los medios para lograrlo, ni podía estar contento con la indiferencia atea a la que se habían resignado tantos generales y héroes de su tiempo.
Oró e imploró con tal vehemencia y porfía que Dios no lo dejó sin respuesta. Al atardecer, mientras marchaba con sus fuerzas, apareció en los cielos, más brillante que el sol, el trofeo resplandeciente de la cruz, con esta inscripción: ‘Vence con esta.’
El y sus soldados se quedaron atónitos ante la visión; pero él siguió reflexionando sobre el suceso hasta que llegó la noche. Y Cristo se le apareció cuando dormía con el mismo signo de la cruz, y le dijo que hiciera uso del símbolo como su insignia militar.”
Tal es el relato de Milner. Con respecto al “trofeo de la cruz,” serán suficientes unas pocas palabras para demostrar que eso carece completamente de fundamento.

No creo que sea necesario discutir el hecho de que se hubiera dado algún signo milagroso. Puede que sí, o puede que no haya habido en tal ocasión un “dignus vindice nodus,” una crisis digna de la intervención divina. Sin embargo, si hubo algo fuera del acontecer ordinario, no lo averiguo; pero digo esto en el supuesto de que Constantino obrara en este asunto de buena fe, y de que hubiera habido realmente una aparición milagrosa en los cielos que no fuera el signo de la cruz que se vio, sino algo bastante diferente como el nombre de Cristo.

De que esto fue lo que ocurrió nos lo dice enseguida el testimonio de Lactancio, quien era el tutor de Crispo, el hijo de Constantino, y el autor más antiguo que hace un relato del asunto, además de la indisputable evidencia de los mismos estandartes de Constantino, tal como nos ha sido transmitida en las medallas acuñadas en ese tiempo.

El testimonio más decisivo es el de Lactancio:
“Constantino fue advertido en un sueño para que pusiera el signo celestial de Dios sobre los escudos de sus soldados, y así librara la batalla. El hizo lo que se le pidió, y con la transversa letra X en la parte superior, el marcó Cristo en sus escudos. Pertrechado con este signo, su ejército tomó la espada.”

La letra X, el equivalente griego de la Ch, era justamente la inicial del nombre de Cristo. Por tanto, si Constantino hizo lo que se le pidió, cuando trazó el “signo celestial de Dios” en forma de “letra X,” fue esa “letra X” como símbolo de “Cristo”, y no el signo de la cruz, lo que él vio en los cielos. Cuando se elaboró el lábaro, el famosísimo estandarte del propio Constantino, tenemos la evidencia de Ambrosio, el bien conocido obispo de Milán, en el sentido de que ese estandarte se confeccionó según lo dicho en el relato de Lactancio, a saber, para que se viera simplemente el nombre del Redentor.

Ambrosio lo llamó “Labarum, hoc est Christi sacratum nomine signum,” “El lábaro, es decir, la insignia consagrada por el NOMBRE de Cristo.” No se hace la menor alusión a ninguna cruz, a ninguna otra cosa que no fuera el simple nombre de Cristo.

Teniendo estos testimonios de Lactancio y de Ambrosio, cuando examinamos el estandarte de Constantino, encontramos que lo dicho por ambos autores se cumple plenamente; encontramos que ese estandarte llevando inscritas las mismas palabras: “Hoc signo victor eris,” “Con este signo vencerás,” que se decía habían sido dirigidas desde el cielo al emperador, no tienen nada que ver con la forma de una cruz, sino con la “letra X.”

En las catacumbas romanas, sobre un monumento cristiano dedicado a “Sinfonía y sus hijos” hay una clara alusión a la historia de la visión; pero esa alusión también demuestra que era la X, y no la cruz, la que se consideraba como el “signo celestial.” Las palabras en la parte superior de la inscripción son éstas: “IN HOC VINCES X”

Ninguna otra cosa fuera de la X se da aquí como el “Signo Victorioso.” Hay, sin duda, algunos otros ejemplos del estandarte de Constantino en los cuales se encuentra un travesaño del que va suspendido el estandarte que tiene esa “letra X;” y Eusebio, que escribió cuando la superstición y la apostasía estaban obrando, se esfuerza por demostrar que ese travesaño era el elemento esencial de la insignia de Constantino. Pero, obviamente, esto es un error; ese travesaño no era nada nuevo, nada especial en el estandarte de Constantino.

Tertuliano demuestra que ese travesaño se encontraba desde mucho antes en el vexillum, el estandarte pagano-romano que llevaba el pendón, y que se usaba únicamente para que éste se desplegara. Por tanto, si ese travesaño era el “signo celestial,” no se hubiera necesitado ninguna voz del cielo para decirle a Constantino que hiciera eso; ni su elaboración o despliegue habría despertado curiosidad alguna por parte de aquellos que lo vieran.

No tenemos absolutamente ninguna evidencia de que la famosa leyenda: “Con ésta vencerás,” tenga ninguna relación con ese travesaño; sin embargo, tenemos la más decisiva evidencia de que esa leyenda sí se refiere a la letra X. Que esa X no tenía por objeto representar el signo de la cruz, sino que era la inicial del nombre de Cristo, se hace evidente porque la P griega, equivalente a nuestra R, se inscribía en medio de ella haciendo, mediante su enlace, la expresión CHR.

Entonces, el estandarte de Constantino sólo tenía el nombre de Cristo. Si la insignia procedió de la tierra o del cielo, si fue sugerida por la sabiduría humana o divina, en el supuesto de que Constantino fuera sincero en su profesión de fe cristiana, en todo ello no estuvo implicada ninguna cosa distinta a la incorporación literal del sentimiento del salmista: “Alzaremos pendón en el nombre de nuestro Dios.”

Alzar tal nombre en los estandartes de la Roma Imperial era algo absolutamente nuevo; y qué poca duda queda de que la visión de ese nombre animó a los soldados cristianos del ejército de Constantino con mayor fogosidad que la usual para luchar y para vencer en el puente Milvio.

En las observaciones anteriores he partido de la suposición de que Constantino obró de buena fe como cristiano. Sin embargo, su buena fe ha sido puesta en duda; y tengo mis sospechas de que la X puede haber sido ideada con el fin de que tuviera un significado para los cristianos, y otro para los paganos. Es cierto que la X era el símbolo del dios Ham en Egipto y que, como tal, era exhibida en el pecho de su imagen.

Sin embargo, tómese por donde se tome la sinceridad de Constantino, el supuesto mandamiento divino para reverenciar el signo de la cruz, cae por el suelo completamente.

Con respecto a la X, no hay duda de que los cristianos, que no sabían nada de maquinaciones secretas ni de engaños, la consideraron generalmente, según lo dice Lactancio, como equivalente del nombre de “Cristo.” En este aspecto, por tanto, ella no tenía muy grandes atractivos para los paganos que, incluso, al adorar a Horus, siempre habían estado acostumbrados a hacer uso del místico Tau o cruz, como el “signo de la vida,” o como el talismán mágico que garantizaba todo lo que era bueno, y desviaba todo lo que era malo.

Por tanto, cuando, con la conversión de Constantino, multitud de paganos llegaron en tropel a la Iglesia, llevaron consigo, como los semipaganos de Egipto, su predilección por el viejo símbolo. La consecuencia de esto fue que, sin que transcurriera mucho tiempo y, como avanzada de la apostasía, la X que por sí misma no era un símbolo contranatural de Cristo, el verdadero Mesías, y que en otro tiempo había sido considerada como tal, se permitió que cayera completamente en desuso y que el Tau, el signo de la cruz, el signo indisputable de Tamuz, el falso Mesías, se pusiera en su lugar en todas partes.

Así, por el “signo de la cruz,” Cristo ha sido crucificado de nuevo por aquellos que pretenden ser Sus discípulos.

Si estas cosas corresponden a hechos históricos, ¿quién puede sorprenderse de que la Iglesia romana haya adoptado el “signo de la cruz,” que ha sido considerado siempre y en todas partes como un fértil instrumento de superstición? Hay más, mucho más, en los ritos y ceremonias de Roma que podrían ser traídos para dilucidar nuestro tema. Pero puede que lo anterior sea suficiente.
LAS DOS BABILONIAS - Alexander Hislop
 

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Matthew Henry