John T. Seamands
Hay quienes declaran que simplemente llegamos a esa experiencia por medio del crecimiento. Dicen: “Denme más tiempo. Déjenme crecer. Más tarde y poco a poco, llegaré a ser más como un santo.”
Todo esto suena muy bien pero pasa por alto los hechos tanto de las Escrituras como de la experiencia general de los cristianos. Es una idea falsa y peligrosa.
A. W. Tozer nos advierte que el tiempo, como el espacio, no tiene poder para santificar a la persona. Después de todo, el tiempo no es nada más que una invención humana. Es solamente nuestra manera de expresar la realidad. Es un cambio y no el paso del tiempo lo que nos conduce a la profundidad cristiana: un cambio hecho por el Espíritu Santo mismo.
El hecho es que hay muchos que fueron mejores cristianos al poco tiempo de su conversión, de lo que son hoy día. ¿Por qué? Porque no han buscado la plenitud del Espíritu y como resultado se han contentado con vivir la vida cristiana tibia y lenta. Han estado flotando sin rumbo ni crecimiento.
Claro que hay cierto sentido en que sí crecemos hacia la experiencia de la plenitud del Santo Espíritu. Es decir, que con frecuencia hay un proceso o una serie de crisis menores que nos llevan al evento final del bautismo de su Espíritu. Muchos de nosotros tenemos que madurar hasta cierto punto en nuestra vida cristiana para poder ver que tenemos necesidad de una operación de limpieza más profunda y sólo entonces podemos rendirnos por completo a Cristo.
Quizás en vez de decir que tenemos que llegar a ese punto mediante el crecimiento, debiéramos decir: descender hasta ese punto de preparación. Porque la pura verdad es que no son muchos los que crecen constante o gradualmente. Somos demasiados rígidos y egoístas para crecer en gracia tan fácilmente así.
Dios tiene que bajarnos, una y otra vez, con crisis y más crisis. Tiene que permitir que caigamos, tratando con nuestras propias fuerzas sólo para fallar, varias veces, hasta que finalmente estamos tan totalmente desesperados que llegamos al fin de nuestros recursos.
Descubrimos que no sólo somos pecadores, sino el pecado mismo, y que en nosotros no habita cosa buena alguna. Nos damos cuenta que el total de nuestros trabajos y esfuerzos son como trapos sucios, hediondos de aquella maldad que se llama glorificación propia.
Es entonces cuando en suma desesperación nos damos por vencidos y nos rendimos totalmente y nos arrojamos sobre la gracia de Dios. Si creemos que llegamos a ese punto por medio de un crecimiento gradual y con el tiempo, estamos gravemente equivocados. Se trata en realidad de enfrentarse con una serie de crisis, y de una búsqueda que aumenta en su desesperación, hasta que finalmente recibimos la plenitud del Espíritu.
¿Cómo recibimos la plenitud del Espíritu Santo? - John T. Seamands
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