Paris Reidhead
Alrededor de 1850, la Iglesia se dividió en dos grupos; uno de los cuales fue el de los liberales, que aceptaron la filosofía del humanismo, y trataron de obtener cierta fama diciéndole algo así a su generación: “Ja, ja, ...bueno, pues... no estamos seguros de que exista el cielo ni tampoco de que exista el infierno; pero sí sabemos que ¡tienes setenta años para vivir! Y también sabemos que puedes beneficiarte mucho con la poesía, con los pensamientos sublimes y con las ‘nobles aspiraciones’.
“Por lo tanto, es importante que vengas a la iglesia los domingos para que podamos leer un poco de poesía, y para que te demos algunos refranes y axiomas que te ayuden a vivir. No te podemos decir nada acerca de lo que va a suceder cuando mueras, pero sí te vamos a decir esto: si vienes todas las semanas y pagas y ayudas y te quedas con nosotros, vamos a ponerle amortiguadores a tu carreta y tu viaje será más cómodo. No podemos garantizarte lo que vaya a suceder cuando mueras, pero si vienes con nosotros, vamos a hacer que seas más feliz mientras vivas.”
Así que este tipo de pensamiento se convirtió en la esencia del liberalismo: tratar de poner un poco de azúcar en el amargo café de la travesía humana, para endulzarla un rato. Eso era todo lo que el liberalismo podía decir.
Pero había otro grupo de personas que se habían mantenido lejos de los liberales (éste es el grupo al que yo pertenezco): los fundamentalistas. Cada uno de ellos decía: “¡Creo en que la Biblia fue inspirada por Dios! ¡Creo en la deidad de Jesucristo! ¡Creo en el infierno! ¡Creo en el cielo! ¡Creo en la muerte, en la sepultura y en la resurrección de Cristo!”
Pero recuerden: el ambiente es el humanismo. Y el humanismo dice que el fin principal de todo lo que existe es la felicidad del hombre. El humanismo es como el hedor que sale de un foso; lo contamina todo. El humanismo es como una enfermedad, como una epidemia; está por todos lados.
Así que no pasó mucho tiempo antes de que las cosas cambiaran. Al principio, los fundamentalistas se reconocían entre sí, porque decían: “¡Yo creo estas cosas!” Eran hombres que en su mayoría se habían encontrado personalmente con Dios. Pero, poco después de haber dicho: “Éstas son las cosas que nos establecen como fundamentalistas”, la siguiente generación dijo: “¡Así es como cualquiera llega a ser un fundamentalista! ¡Es bueno que creas en la inspiración de la Biblia! ¡Cree en la deidad de Cristo! ¡Cree en su muerte, su sepultura y su resurrección! ¡Sé un fundamentalista!”
Hasta que, finalmente, el humanismo llegó a nuestra generación, en la que todo el plan de salvación se resume en aceptar algunas declaraciones de doctrina, y en la cual se considera cristiana a una persona porque puede decir que “sí” a cuatro o cinco preguntas que le hagan. Si sabe en qué momento decir que “sí”, alguien le da una palmada en la espalda, le estrecha la mano y le dice: “¡Hermano, eres salvo!”
Ha llegado al punto en el cual la salvación no es otra cosa, mas que aceptar un esquema o fórmula. Y, el fin de esto, es la felicidad del hombre... Porque el humanismo ha penetrado.
Si se analizara el fundamentalismo actual en contraste con el liberalismo de hace un siglo, tal y como se desarrolló, porque no le estoy marcando una fecha exacta, el resultado sería algo como esto: El liberal de hace un siglo decía que el fin de la religión es hacer feliz al hombre mientras viva, y el fundamentalista actual dice que el fin de la religión es hacer feliz al hombre cuando muera.
Pero, otra vez, se está proclamando que el fin de toda la religión es la felicidad del hombre.
El liberal decía: “Por medio del cambio social y del orden político terminaremos con la corrupción, el alcoholismo, la drogadicción y la pobreza. Vamos a traer el cielo a la tierra. Vamos a hacerte feliz mientras estés vivo!” Así que, los liberales trataron de poner en práctica el humanismo; sin embargo, terminaron con un terrible “shock” cuando llegó la Primera Guerra Mundial, y quedaron completamente perplejos ante la Segunda, porque parecía que no estaban llegando a ningún lado.
Los fundamentalistas actuales, siguiendo la línea de aquellos liberales, están sintonizándose en la misma frecuencia del humanismo. De manera que ahora encontramos algo así: “¡Acepta a Jesús para que puedas ir al cielo! ¡Tú no quieres ir a ese feo, viejo, sucio y ardiente infierno, cuando allá arriba hay un hermoso cielo! ¡Ven a Jesús para que puedas ir al cielo!”
Y el atractivo que ofrecen podría ser equivalente al egoísmo de dos hombres que están sentados en un café decidiendo robar un banco: ¡quieren obtener mucho por nada! Actualmente hay una manera de hacer el llamado a los pecadores, que más bien parece un plan para quitarle al propietario de una estación de gasolina las ganancias del sábado por la noche. ¡Eso es desear conseguir dinero sin trabajar!
Yo creo que el humanismo es una de las pestes filosóficas más mortíferas y letales que se han escurrido por la grieta del foso del infierno. Ha penetrado demasiado en nuestra religión. ¡Y se opone totalmente al cristianismo!
Lamentablemente, pocas veces se le puede reconocer. Y es la traición en la que vivimos. ¡Y no veo cómo Dios pueda transformar esta situación, no veo cómo volverle a dar nueva vida! No podrá hacerlo hasta que regresemos al verdadero cristianismo, en oposición total y directa con el apestoso humanismo que ha sido adoptado por nuestra generación en el nombre de Cristo.
El humanismo... Temo que ha llegado a ser tan sutil que está en todos lados. ¿Qué es? ¡En esencia, es eso! Y ese postulado filosófico, de que el fin de todo lo que existe es la felicidad del hombre, ha sido de alguna manera recubierto con términos evangélicos y doctrina bíblica, al extremo de que “Dios reina en el cielo para la felicidad del hombre”, de que “Jesucristo se encarnó para la felicidad del hombre”, de que “todos los ángeles existen en el...” ¡Todo es para la felicidad del hombre! ¡Y yo te digo que ese postulado no es cristiano!
¿No es el hombre feliz? ¿No tenía intenciones Dios de hacerlo feliz? Sí. Pero como “resultado de”, no como su propósito principal.
Diez monedas y una camisa - Paris Reidhead
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