Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


30 de mayo de 2012

EL CRISTIANISMO SEGUN LAS SAGRADAS ESCRITURAS


John Wesley

Y todos fueron llenos del Espíritu Santo (Hechos 4:31).      

1.    Ocurre la misma frase en el capítulo segundo, donde se lee: “Y como se cumplieron los días de Pentecostés, esta­ban todos unánimes juntos,” los apóstoles, las mujeres, la madre y los hermanos de Jesús. “Y de repente vino un es­truendo del cielo como de un viento recio que corría...Y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, que se asen­tó sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo,” siendo uno de los efectos inmediatos: que “comen­zaron a hablar en otras lenguas,” de manera que los partos y medos y elamitas y otros extranjeros que se juntaron, he­cho este estruendo, “estaban confusos, porque cada uno les oía hablar” en su propia lengua las maravillas de Dios (He­chos 2: 1-6).

2.    Leemos en este capítulo que habiendo estado los após­toles y hermanos orando, “el lugar en que estaban congrega­dos tembló, y todos fueron llenos del Espíritu Santo.” No en­contramos en esta ocasión, ninguna señal visible semejante a la anterior; ni se nos dice que los dones extraordinarios del Espíritu Santo fuesen dados a todos o a algunos de los apósto­les—tales como los dones de sanidades, operaciones de mila­gros, de profecía, discernimiento de espíritus, géneros de len­guas o interpretación de lenguas (1 Corintios 12: 9, 10).

3.  Si estos dones del Espíritu Santo habían de perma­necer en la Iglesia a través de las edades, y si serán devuel­tos o no, al aproximarse la restitución de “todas las cosas,” son asuntos que no nos atañe decidir. Necesario es, sin em­bargo, hacer observar: que Dios repartió con mesura estos dones, aun en la época cuando la Iglesia estaba en su infan­cia. ¿Eran todos, entonces, profetas? ¿Obraban todos milagros? ¿Tenían todos el don de curar? ¿Hablaban todos di­versas lenguas? Ciertamente que no. Tal vez no había ni uno por cada mil personas que poseyera alguno de estos dones, y probablemente sólo unos cuantos de los maestros en la Igle­sia los hayan tenido (1 Corintios 12:28-30). Sin duda que pa­ra un fin todavía más excelente, ‘todos fueron llenos del Es­píritu Santo.”

4.   Era para darles algo, que nadie puede negar ser esen­cial a los cristianos de todas épocas, es decir: la mente que es­taba en Cristo, esos frutos santos del Espíritu sin los cuales nin­guno puede decir que pertenece a los de su número; para lle­narlos de “caridad, gozo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22-24); para for­talecerlos con fe, o mejor dicho, fidelidad, humildad y tem­planza; para ayudarlos a crucificar la carne con sus afectos y concupiscencias; para poder, en virtud de ese cambio inte­rior, satisfacer toda santidad exterior; para andar como Cris­to también anduvo en la obra de la fe, el trabajo del amor y la tolerancia de la esperanza (1 Tesalonicenses 1:3).

5.   Sin detenernos, pues, en la especulación árida e in­útil respecto a estos dones extraordinarios del Espíritu, pase­mos a examinar con esmero: los frutos ordinarios que, se nos asegura, deben permanecer durante todas las edades; esa obra de Dios entre los hijos de los hombres que se expresa con la palabra “cristianismo,” significando no una serie de opinio­nes o un sistema de doctrinas, sino refiriéndose a los corazo­nes y las vidas de los hombres.

Muy útil nos será el considerar este cristianismo desde tres puntos de vista distintos:

I.    Su principio en el corazón del hombre.

II.    Su desarrollo de un individuo a otro.

III.     Su dominio de la tierra.

Es mi intención concluir estas observaciones con una aplicación práctica y sencilla.

I.    1. Consideremos, en primer lugar, el cristianismo en su principio, su nacimiento en el corazón del individuo.

Supongamos que una de aquellas personas que oyeron al apóstol Pedro predicar el arrepentimiento y la remisión de los pecados, se siente conmovida en su corazón, persuadida de su pecado y se arrepiente, y cree en el Señor Jesús.

Por me­dio de esta fe en el poder de Dios, fe que es “la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven” (Hebreos 11: 1), esa persona recibe instantáneamente el espíritu de adopción “por el cual clamamos Abba, Padre” (Romanos 8:15). Entonces por primera vez, por medio del Es­píritu Santo, puede llamar a Jesús Señor (I Corintios 12:3), porque el mismo Espíritu da testimonio a su espíritu de que es hijo de Dios (Romanos 8:16), y puede decir con verdad: “Vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).

2.   Esta fue, por consiguiente, la esencia de su fe, la di­vina “evidencia” o “persuasión,” como dice el griego, que tu­vo del amor de Dios el Padre, por medio de Dios el Hijo, para él un pecador, pero que ahora es aceptado en el Amado; pues estando justificado por la fe, tiene paz para con Dios (Romanos 5:1); la paz de Dios que gobierna su corazón; esa paz que sobrepuja a todo entendimiento y que guarda su corazón y mente de toda duda y temor, por medio del conocimiento de Aquel en quien ha creído. No teme ningún mal porque “su corazón está firme” creyendo en el Señor; ni lo que los hom­bres puedan hacerle, pues sabe que aun “los cabellos de vues­tra cabeza están todos contados;” ni los poderes de las tinieblas que Jesús constantemente holla bajo sus plantas; ni morir. Antes tiene deseo de ser desatado y estar con Cristo (Fili­penses 1:23), quien “también participó de lo mismo, para des­truir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo; y librar a los que por el temor de la muer­te estaban por toda la vida,” hasta entonces, “sujetos a ser­vidumbre” (Hebreos 2: 14, 15).

3.   Su alma, por consiguiente, magnifica al Señor y su espíritu se regocija en Dios su Salvador. Se regocija en El “con muy grande gozo,” porque lo ha reconciliado con Dios el Padre y en El tiene redención por su sangre, “la remisión de pecados.” Se regocija de tener el testimonio del Espíritu en su espíritu de que es hijo de Dios y más abundantemente, en la esperanza de la gloria de Dios; de la sublime imagen de Dios, y de la renovación completa de su alma en la santidad y verdadera justicia, anticipando esa corona de gloria, esa “he­rencia incorruptible, y que no puede contaminarse ni mar­chitarse.”

4.   “El amor de Dios está derramado en nuestros corazo­nes por el Espíritu Santo que nos es dado” (Romanos 5:5); “por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en vuestros corazones el cual clama: Abba, Padre” (Gálatas 4:6). Y ese amor filial que tiene a Dios, aumenta constantemen­te por razón del testimonio que en sí mismo tiene del amor que ha impulsado a Dios a perdonarlo, y mira cuál amor le ha dado el Padre, que sea llamado hijo de Dios (I Juan 3:1). De manera que es Dios el deseo de sus ojos, el deleite de su al­ma, su herencia en este tiempo y en la eternidad.

5.   Quien de esta manera ha amado a Dios, no puede si­no amar a su hermano también y esto “no de palabra ni de lengua, sino de obra y en verdad.” “Si Dios así nos ha amado,” dice, “debemos también nosotros amarnos unos a otros” (I Juan 4:11) y a toda criatura, pues las misericordias de Je­hová son sobre todas sus obras (Salmos 145:9). De acuerdo con esto, los afectos de esta alma amante de Dios tienen por objeto todo el género humano, sin exceptuar a aquellos a quie­nes jamás ha visto en la carne o de quienes no sabe otra cosa sino que son criaturas de Dios, por cuyas almas murió el Hijo de Dios; ni a los “malos” o los “ingratos” y mucho menos a sus enemigos: aquellos que lo aborrecen, persiguen o injurian por causa del Maestro. Para éstos tiene en su corazón un lu­gar especial, se acuerda de ellos en sus oraciones y los ama aun como Cristo nos amó a nosotros.

6.   Y la “caridad...no se ensancha” (I Corintios 13:4). Humilla hasta el polvo a las almas donde habita. Por consi­guiente, la persona de quien venimos hablando, es, en su propia opinión, pequeña, despreciable y vil. No busca ni recibe las alabanzas de los hombres, sino sólo la que viene de Dios; es humilde y paciente, amable con todos y compasiva; la fideli­dad y la verdad son siempre sus compañeras. Por medio del Espíritu Santo ha conseguido ser moderada en todas las cosas, conteniendo su alma de todo exceso como a una criatura; ha sido crucificada al mundo, y el mundo a sí; es superior a “la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida.” El mismo amor omnipotente le salvó de las pasiones y del orgullo, de la lascivia y la vanidad de la am­bición; de la avaricia, y de toda disposición adversa al Se­ñor Jesucristo.

7.   Muy natural es creer que quien tiene este amor en su corazón no puede hacer mal a su prójimo, sino que le es imposible causar a sabiendas daño a ninguno. Muy lejos está de ser cruel o injusto, de cometer cualquiera acción inicua o depravada, mas al contrario, ha puesto guarda a su boca y guarda la puerta de sus labios, por temor de ofender de palabra en contra de la justicia, la misericordia o la verdad. Ha desterrado de sí toda mentira, falsedad y fraude, y de sus la­bios toda apariencia de engaño; no habla mal de ninguna per­sona ni pronuncia jamás palabras duras.

8. Profundamente convencido de aquella verdad que el Señor Jesús emitió: “Sin mí nada podéis hacer” y, por consi­guiente, de la necesidad que tiene del auxilio continuo de Dios, usa diariamente de las instituciones del Señor—los medios es­tablecidos para comunicar su gracia a los hombres—“en la doctrina de los apóstoles,” recibiendo el alimento del alma con toda sencillez de corazón; en el “partimiento del pan,” que para él es la comunión del cuerpo de Cristo, y en oracio­nes y alabanzas en la gran congregación. De esta manera, dia­riamente crece “en la gracia,” aumenta en fuerza y en el co­nocimiento y amor de Dios.

9. Mas no le satisface abstenerse de hacer el mal, sino que su alma está sedienta del bien. La expresión continua de su corazón es: “Mi Padre hasta ahora obra y yo obro;” mi Se­ñor anduvo haciendo el bien y debo seguir su ejemplo. Siem­pre que se presenta la oportunidad y cuando no puede hacer otro bien mayor, alimenta al pobre, viste al desnudo, protege a los huérfanos o a los extranjeros, visita y ayuda a los en­fermos y a los presos. Ha dado todos sus bienes para susten­tar a los pobres, se regocija en trabajar o sufrir por ellos, y está siempre listo a “negarse a sí mismo” en beneficio de otros. Nada es para él demasiado valioso para dárselo a los pobres, puesto que recuerda las palabras del Señor: “De cierto os digo, que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis” (Mateo 25: 40).

10.  Tal era el cristianismo de aquella época; tal el cris­tiano de aquellos tiempos; tal era cada uno de aquellos que, habiendo oído las amenazas de los sacerdotes y los ancianos, alzaron unánimes la voz a Dios y fueron todos llenos del Es­píritu Santo. “La multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma” pues de tal manera el amor de Aquel en quien habían creído los indujo a amarse mutuamente; “y ninguno decía ser suyo algo de lo que poseía, mas todas las cosas les eran comunes,” tan plenamente se habían crucifi­cado para el mundo y el mundo para ellos. “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, y en el par­timiento del pan y en las oraciones” (Hechos 2:42). “Y gran gracia era en todos ellos, que ningún necesitado había entre ellos; porque todos los que poseían heredades o casas, vendiéndolas traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y era repartido a cada uno según que había menester” (Hechos 4: 33-35).

II.    1. Pasemos, en segundo lugar, a considerar este cris­tianismo en su desarrollo de una persona a otra, y al exten­derse gradualmente por toda la tierra, porque tal fue la vo­luntad de Dios, quien no enciende la vela para ponerla “de­bajo de un almud, mas sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa.” Así lo había declarado nuestro Señor a sus primeros discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra;” “la luz del mundo;” al mismo tiempo que les daba aquel man­dato: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas, y glorifiquen a vuestro Pa­dre que está en los cielos” (Mateo 5: 13-16).

2. Y si unos cuantos de esos amantes del género huma­no vieron el mundo entero sumergido en el vicio y el crimen, ¿podemos suponer por un momento que hayan contemplado con indiferencia la miseria de aquellos por quienes su Señor murió? ¿No se conmoverían sus entrañas y se estremecerían sus corazones en presencia de tanto mal? ¿Habrían podido permanecer indiferentes y ociosos aun cuando no hubiesen recibido mandamiento alguno de Aquel a quien amaban? ¿No habrían trabajado por todos los medios posibles para librar algunos de estos tizones del incendio? Indudablemente que habrían hecho esfuerzos inauditos por rescatar algunas de aquellas “ovejas descarriadas” para traerlas “al Pastor y Obis­po de vuestras almas” (I Pedro 2: 25).

3. Así lo hacían los cristianos de aquellos tiempos; tra­bajaban y siempre que tenían la oportunidad, hacían bien “a todos” (Gálatas 6: 10), amonestándolos a huir inmediatamente de la ira que ha de venir; a salvarse de la condenación del infierno. Declaraban que “Dios, habiendo disimulado los tiem­pos de esta ignorancia, ahora denuncia a todos los hombres en todos los lugares que se arrepientan” (Hechos 17: 30). Cla­maban en alta voz: “Convertíos y volveos de todas vuestras iniquidades; y no os será la iniquidad causa de ruina” (Eze­quiel 19: 30). “Disertaban” entre ellos de “justicia y de con­tinencia,” de esas virtudes tan opuestas a sus pecados más comunes; y “del juicio venidero,” de esa ira de Dios que con­denará a todos los que obran la iniquidad, en el día terrible del juicio (Hechos 24: 25).

4. Procuraron hablar a cada hombre en particular y conforme a sus necesidades. A los que no se cuidaban de su con­dición espiritual y permanecían en la oscuridad y en la som­bra de muerte, los amonestaban con toda energía diciéndoles: “Despiértate tú que duermes y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo;” pero a los que ya se habían despertado y sentían la ira de Dios sobre sí, les decían: Tenemos un Abo­gado para con el Padre; “él es la propiciación por nuestros pecados.” Al mismo tiempo, estimulaban a aquellos que creían, al amor y a las buenas obras; a continuar haciendo el bien y a abundar más y más en aquella “santidad, sin la cual na­die verá al Señor” (Hebreos 12:14).

5. Y su trabajo en el Señor no fue en vano. Su palabra se diseminó y fue glorificada. Se desarrolló maravillosamente y prevaleció. Las ofensas, por otra parte, prevalecieron tam­bién. El mundo en general se escandalizó de ellos porque dieron testimonio de que sus obras eran malas (Juan 7:7). Los hombres del mundo se escandalizaron no solamente porque estos hombres reprobaban hasta sus propios pensamientos, pues decían: “Estos hombres profesan conocer a Dios; se lla­man hijos de Dios; sus vidas no son como las vidas que otros hombres llevan; sus costumbres son diferentes y se abstienen de las nuestras como de contaminación y hacen alarde de que Dios es su Padre” (Libro de la Sabiduría 2:13-16)[2]; sino por­que muchos de sus compañeros se convertían y ya no corrían con ellos en el mismo desenfrenamiento de disolución (I Pe­dro 4:4). Se escandalizaron los hombres de reputación por­que a medida que el Evangelio se extendía, perdían en la opi­nión pública y porque muchos dejaron de adularlos y de pa­garles el homenaje que sólo a Dios es debido. Los trafican­tes se reunían y decían: “Varones, sabéis que de este oficio tenemos ganancia, y veis y oís que este Pablo...ha aparta­do muchas gentes con persuasión, de manera que nuestro negocio está en peligro de volvérsenos en reproche” (Hechos 19:25). Sobre todo, los hombres de religión, así llamada, de la religión exterior, “los santos del mundo,” se escandaliza­ron y siempre que había oportunidad, exclamaban: “¡Varones israelitas, ayudad! Este es el hombre que por todas partes en­seña a todos contra el pueblo, la ley y este lugar” y “Hemos hallado que este hombre es una plaga, y promotor de sedicio­nes entre todos los judíos, y cabecilla de la secta de los naza­renos” (Hechos 21:28 y 25:5).

6. Así es que el cielo se nubló y la tempestad empezó a rugir; porque mientras más se desarrollaba el cristianismo, más perjuicios se hacían por aquellos que no lo aceptaban; y el número de aquellos que se enfurecían aumentaba, y ru­gían en contra de los que alborotaban el mundo (Hechos 17:6). De manera que más y más de ellos gritaban: Quitad de la tierra a tales hombres, porque no conviene que vivan, y creían muy firmemente que cualquiera que los matase hacía un servicio a Dios.

7. Mientras tanto, no dejaron de desechar su nombre como malo (Lucas 6: 22) de manera que esta secta era en “todos lugares contradicha” (Hechos 28:22). Decían de ellos todo mal como de los profetas que vinieron antes de ellos (Mateo 5:12). Y todo lo que cualquiera afirmaba, los demás lo creían, de manera que sus ofensas aumentaron hasta ser como la multitud de las estrellas del cielo. Y cuando hubo lle­gado el tiempo que el Padre había señalado, se levantó la per­secución en toda forma. Algunos sufrieron por algún tiempo el reproche y los vituperios; otros el robo de sus bienes, otros “burlas y azotes;” otros “prisiones y cadenas;” y otros resis­tieron “hasta la sangre” (Hebreos 10: 34; 12:4).

8. Fue entonces cuando las columnas del infierno se es­tremecieron y el reino de Dios se extendió por todas partes. En todos lugares los pecadores se convertían de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás al de Dios. El Señor dio a sus hijos tal boca y tal sabiduría que sus enemigos no los pudie­ron resistir; y sus vidas ejercían tanta influencia como sus palabras. Pero ni sus palabras ni sus vidas ejemplares habla­ron al mundo con tanta elocuencia como sus padecimientos. Probaron que eran los siervos de Dios por su paciencia, tri­bulaciones, necesidades, angustias, los azotes que recibieron, las prisiones, alborotos, trabajos, vigilias, ayunos que pasa­ron, peligros en la mar, en el desierto, en trabajo y fatiga, en muchas vigilias, en hambre y sed, en frío y desnudez (II Co­rintios 6:4; 11:26, etc.). Y después de haber peleado la buena batalla, cuando fueron llevados como ovejas al matadero y ofrecidos sobre el sacrificio y servicio de su fe, la sangre de cada uno de ellos clamó como si fuera una voz y los paga­nos tuvieron que confesar que aun estando muertos esos hom­bres todavía hablaban.

De esta manera se extendió el cristianismo por toda la tierra. Mas ¡qué pronto apareció la cizaña entre el trigo, y el misterio de la iniquidad junto al misterio de Justicia! ¡Cuán pronto encontró Satanás un asiento aun en el templo de Dios, de manera que la mujer tuvo que huir por el cami­no del desierto, y los fieles fueron otra vez menoscabados de entre los hijos de los hombres! Cuestión muy trillada es esta, porque corrupción progresiva de las generaciones posterio­res ha sido, de tiempo en tiempo, descrita in extenso por los siervos que Dios levantó para manifestar que El fundó su Iglesia sobre la roca, y que “las puertas del infierno no pre­valecerán contra ella” (Mateo 16:18).

III.  1. Y ¿no veremos cosas aún más asombrosas que éstas? Y más admirables de las que han acontecido desde el principio del mundo. ¿Podrá acaso Satanás hacer que falle la verdad de Dios y que sus promesas no tengan cumplimien­to? Si no puede conseguirlo, el día llegará cuando el cristia­nismo prevalecerá sobre todo y cubrirá la tierra por entero. Detengámonos un momento y echemos una mirada hacia esta extraña y prometida perspectiva: la de un mundo cristiano. “De la cual salud los profetas que profetizaron de la gracia que había de venir a vosotros, han inquirido, y diligentemente buscado” (I Pedro 1:10, 11).

“Y acontecerá en lo postrero de los tiempos, que será confirmado el monte de la casa de Je­hová por cabeza de los montes; y será ensalzado sobre los co­llados; y correrán a él todas las gentes...Y volverán sus es­padas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces. No alzará espa­da gente contra gente, ni se ensayarán más para la guerra” (Isaías 2: 2-4). “Y acontecerá en aquel tiempo, que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será bus­cada de las gentes: y su holganza será gloria...Y levantará pendón a las gentes, y juntará los desterrados de Israel, y reu­nirá los esparcidos de Judá de los cuatro cantones de la tierra” (Isaías 11: 10-12). “Morará el lobo con el cordero, y el tigre con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia do­méstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas...No harán mal, ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será lle­na del conocimiento de Jehová, como cubren la mar las aguas” (Isaías 11: 6-9).

2.    El mismo significado tienen las palabras del santo Apóstol, cuyo cumplimiento no ha tenido lugar todavía. “¿Ha desechado Dios a su pueblo?...En ninguna manera; mas por el tropiezo de ellos vino la salud a los Gentiles...y si la falta de ellos es la riqueza del mundo, y el menoscabo de ellos la riqueza de los Gentiles, ¿cuánto más el henchimiento de ellos?...Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este mis­terio, para que no seáis acerca de vosotros mismos arrogan­tes; que el endurecimiento en parte ha acontecido en Israel, hasta que haya entrado la plenitud de los Gentiles: y luego todo Israel será salvo” (Romanos :11: 1, 11, 12, 25, 26).

3.    Supongamos que el tiempo ha llegado y que las profe­cías se cumplen. ¡Qué espectáculo tan sublime! Todo es “paz, reposo y seguridad para siempre.” No se escucha el estruendo de las armas, la confusión de las voces ni se ven vestiduras manchadas de sangre. “Nunca más se oirá violencia;” las gue­rras concluirán para siempre, ni habrá disturbios internos en los países; los hermanos no se levantarán en guerras fratri­cidas; no habrá naciones ni ciudades divididas y destruyén­dose a sí mismas. Las discordias civiles habrán concluido pa­ra siempre y no habrá ya quien pretenda la destrucción de sus semejantes. Ya no habrá opresión que enfurezca hasta al hombre más prudente, ni extorsión que arruine a los po­bres, robos ni hurtos, estafas ni injusticias, porque todos es­tarán contentos con lo que poseen. “La justicia y la paz se han besado” (Salmos 85: 10); han echado raíces y llenado la na­ción. “La verdad brotará de la tierra; y la justicia mirará des­de los cielos.”

4.    Y en compañía de la santidad y justicia, se encuen­tra siempre la misericordia. Ya no está la tierra llena de habita­ciones de crueldad; puesto que el Señor ha destruido a los hombres sanguinarios, envidiosos y vengativos. Si hubiese al­guna provocación no existe quien la resienta y devuelva mal por mal; no, ni un solo individuo, porque todos se han vuelto tan pacíficos como la paloma. Llenos de paz y tranqui­lidad por la fe, unidos en un solo cuerpo por un mismo espí­ritu, todos los hombres se aman como hermanos y están uni­dos como si no hubiese más que un corazón y un alma. Nin­guno dice: “esto que poseo es mío;” a nadie le falta nada, por­que todos aman a sus prójimos como a sí mismos y se guían por aquella ley: “Así que todas las cosas que quisiereis que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced voso­tros con ellos.”

5.    De esto se sigue, que ninguna palabra dura se escu­cha entre ellos, ninguna contención, murmuración ni difamación, porque cada cual “abre su boca con sabiduría; y la ley de clemencia está en su lengua.” Incapaces asimismo son del fraude o del engaño; su amor no es fingido; sus palabras ex­presan siempre con toda fidelidad sus pensamientos y llevan el corazón tan limpio, que si alguno pudiera mirar en él, en­contraría a Dios y al amor.

6.    Así es que cuando el Señor usa de su omnipotencia y domina, “somete todas las cosas a sí mismo,” hace que todos los corazones rebosen en amor, y que de las bocas broten ala­banzas a borbotones. “Bienaventurado el pueblo que tiene esto: bienaventurado el pueblo cuyo Dios es Jehová” (Sal­mos 144:15). “Levántate, resplandece; que ha venido tu lum­brera, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti...y conocerás que yo Jehová soy el Salvador tuyo, y Redentor tuyo, el Fuer­te de Jacob...Pondré paz por tu tributo y justicia por tus exactores; nunca más se oirá en tu tierra violencia, destruc­ción ni quebrantamiento en tus términos: mas a tus muros llamarás Salud, y a tus puertas Alabanza...Y tu pueblo, to­dos ellos serán justos; para siempre heredarán la tierra, renue­vos de mi plantío, obra de mis manos, para glorificarme. El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará; sino que Jehová te será por luz per­petua y el Dios tuyo por tu gloria” (Isaías 60: 1, 16-19, 21).

IV.  Habiendo pues considerado el cristianismo en su na­cimiento, su desarrollo y su extensión por toda la tierra, rés­tame tan sólo concluir el asunto con una sencilla y práctica aplicación.



1.    En primer lugar, pregunto: ¿Dónde existe este cris­tianismo hoy día? ¿Dónde viven los cristianos? ¿Qué país es ese cuyos habitantes están todos llenos del Espíritu Santo, perfectamente unidos, y no permiten que ninguno carezca de lo necesario, sino que a todos dan lo que han menester?

¿Quié­nes, impulsados por el amor de Dios que tienen en sus corazo­nes, aman a sus semejantes como a sí mismos; que “vestidos de entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de tolerancia,” no ofenden de palabra ni de obra en contra de la justicia, misericordia o verdad, sino que en todo tratan a los demás hombres como ellos quisieran ser tratados? ¿Tenemos razón de llamar cristiana a una nación donde no se encuentran habitantes como los que acabamos de describir? Confesémoslo con toda franqueza que hasta hoy día no hemos visto un solo país verdaderamente cristiano.

2.    Os suplico, hermanos, por el amor de Dios, que si me tenéis por un fanático o un loco, aun a pesar de eso, me escu­chéis con paciencia. Es muy necesario que alguien os hable con mucha franqueza y especialmente necesario ahora mismo, porque ¿quién os asegura que tendréis otras oportunidades de escuchar? ¿Quién sabe a qué hora el justo Juez dirá: No me supliquéis en favor de este pueblo; aunque Noé, Daniel y Job estuvieren en esta tierra, no salvarían sino a sus almas? ¿Quién se permitirá hablar con tanta franqueza, si yo no lo hago? Por consiguiente, me he decidido y hablaré. Os conjuro por el Dios viviente que no os opongáis a recibir una bendición por medio de mi humilde persona, ni digáis en vuestros co­razones: “Non persuadebis, etiomsi persuaseris”[3] o en otras palabras: “Señor, no mandes a quien quieres mandar; mejor quiero perecer que ser salvo por medio de este hombre.”

3     Hermanos, “espero mejores cosas de vosotros, aun­que hablo así.” Permitidme, por consiguiente, que os pre­gunte en espíritu de amor y humildad: ¿Es esta ciudad cris­tiana? ¿Se encuentra aquí el cristianismo de las Sagradas Es­crituras? ¿Se nos considera como una comunidad de hombres “llenos del Espíritu Santo” que tienen en sus corazones y de­muestran en sus vidas los frutos de ese Espíritu? ¿Son todos los dignatarios, jefes y gobernadores de los colegios y depar­tamentos, sin mencionar a los habitantes de la ciudad, “de un corazón y un alma”? ¿Está derramado el amor de Dios en nuestros corazones? ¿Tenemos el mismo genio que El tenía? ¿Y son nuestras vidas conformes a dicho genio? ¿Somos san­tos en toda conversación como Aquel que nos ha llamado es santo?

4. Os suplico toméis en consideración que no estamos discutiendo ningún asunto dudoso, respecto del cual pudiera haber distintas opiniones; sino que esta es una cuestión fun­damental y establecida del cristianismo, para decidir la cual, apelo a vuestra conciencia, guiada por la Palabra de Dios. Aquel pues, a quien su corazón no condene, que vaya en paz.

5. En el temor y en presencia del Dios Infinito, ante quien hemos todos de comparecer, pregunto a los que sobre nosotros tenéis autoridad, y a quienes respeto por razón de vuestra dignidad: ¿Estáis llenos del Espíritu Santo? ¿Sois representantes dignos de Aquel que os ha enviado? “Yo dije: Dioses sois.” Vosotros magistrados y autoridades, sois, por razón de vuestro oficio, aliados del Dios de los cielos. En Vuestros puestos y empleos debéis mostrarnos al Señor nues­tro Gobernador. ¿Son todos los deseos de vuestros corazones, vuestros pensamientos e ideas, dignos de vuestros altos puestos? ¿Se asemejan todas vuestras palabras a las que pro­ceden de los labios de Dios? ¿Existe en todas vuestras accio­nes dignidad y amor, esa grandeza que no se puede expresar con palabras y que sólo emana de los corazones donde reina Dios y que es, sin embargo, consecuente con el carácter del hombre que es gusano y el hijo del hombre también gusano?

6. Vosotros, venerables maestros, cuya elevada misión es formar las mentes de los jóvenes, desterrar las tinieblas de la ignorancia y el error, y preparar a la juventud para su salvación, ¿estáis llenos del Espíritu Santo? ¿Tenéis todos los frutos de ese Espíritu, tan necesarios e indispensables en el desempeño de vuestras elevadas obligaciones? ¿Habéis con­sagrado a Dios vuestros corazones por completo? ¿Estáis pro­curando con amor y celo establecer su reino sobre la tierra? ¿Enseñáis a los que están a vuestro cargo, que el verdadero objeto de todos sus estudios es conocer, amar y servir al único y verdadero Dios, y a Jesucristo a quien El ha enviado? ¿Les inculcáis día a día que el amor es lo único que no perece mien­tras que el conocimiento de las lenguas y la ciencia de la filo­sofía desaparecerán, y que sin la caridad, toda sabiduría no es sino crasa ignorancia, vana pompa y “aflicción de espíritu”? ¿Hay en todo lo que enseñáis la tendencia al amor de Dios y a todo el género humano por amor de El? ¿Pensáis en esto al prescribir los estudios que han de emprender, anhelando que en cualquiera vocación que les toque a estos futuros solda­dos de Cristo, lleguen a ser luces que alumbren a los hombres y honren en todas las cosas el Evangelio de Jesucristo? Y per­mitidme que os pregunte: ¿Desempeñáis con todas vuestras fuerzas el gran trabajo que habéis emprendido? ¿Ejercitáis en el cumplimiento de vuestros deberes, todas las facultades de vuestra alma, usando todo el talento que Dios os ha dado y hasta más no poder?

7. No se crea que estoy hablando como si creyera que todos vuestros discípulos intentan dedicarse al ministerio. De ninguna manera: hablo sólo en la inteligencia de que todos deben ser cristianos. ¿Qué ejemplo les estamos dando noso­tros que gozamos de la beneficencia de nuestros antepasados? Vosotros pasantes, graduados, ayudantes, especialmente los que tenéis algún grado o eminencia, ¿abundáis en los frutos del Espíritu, en humildad, abnegación, mortificación, serie­dad, y serenidad de espíritu; en paciencia, mansedumbre, so­briedad, templanza; y por otra parte, os esforzáis en hacer bien a todos los hombres, en aliviar las necesidades exteriores y encaminar sus almas al verdadero conocimiento y amor de Dios? ¿Es este, por lo general, el carácter de los pasantes en los diferentes colegios? Temo que no lo sea. Por el contrario, ¿no nos echan en cara nuestros enemigos, y tal vez los que no lo son, a quienes no falta para ello la razón, que el orgullo y la soberbia de espíritu, la impaciencia e inquietud, la morosi­dad e indolencia, la gula y la sensualidad, prevalecen entre nosotros y que por lo general para nada servimos? ¡Oh plu­guiese a Dios borrar este reproche de nuestra historia y que hasta su memoria pereciese para siempre!

8. Muchos de nosotros, que hemos sido llamados a ser sus ministros, estamos más especialmente consagrados al ser­vicio de Dios. ¿Somos, pues, dechados de los demás “en pala­bra, en conversación, en caridad, en espíritu, en fe, en lim­pieza”? (I Timoteo 4:12). ¿Llevamos escrito en nuestras fren­tes y en nuestros corazones “Santidad al Señor”? ¿Qué mo­tivos nos impulsaron a ingresar al santo ministerio? ¿Tuvimos la persuasión de hallarnos movidos por el Espíritu Santo pa­ra tomar sobre nosotros este cargo y ministerio, con el fin de promover su gloria y para la edificación de su pueblo, y esta­mos decididos a entregarnos por completo y “con el auxilio de Dios a este santo oficio”? ¿Hemos abandonado, hasta don­de es posible, todos los cuidados y estudios mundanos? ¿Nos hemos consagrado exclusivamente a este bendito trabajo, su­bordinando a él todos nuestros esfuerzos y estudios? ¿Reci­bimos nuestra enseñanza de Dios a fin de poder enseñar a otros? ¿Conocemos a Dios? ¿Conocemos al Señor Jesús? ¿Ha revelado Dios a su Hijo en nosotros? ¿Nos ha hecho minis­tros suficientes del Nuevo Pacto? ¿Dónde está, pues, el se­llo de nuestro apostolado? ¿Qué personas muertas en peca­dos y transgresiones han resucitado por nuestra palabra? ¿Te­nernos deseos ardientes de salvar a las almas de la muerte eterna, de manera que nos olvidamos hasta de nuestra comi­da y bebida? ¿Hablamos claramente “por manifestación de la verdad encomendándonos a nosotros mismos a toda concien­cia humana delante de Dios”? (II Corintios 4:2). ¿Estamos muertos para el mundo y las cosas del mundo y hacemos te­soros en el cielo? ¿Nos enseñoreamos sobre la heredad del Señor, o somos los últimos siervos de todos los hermanos? ¿Se nos hace pesado el sufrir reproches por causa de Cristo o nos regocijamos por ello? Si nos pegasen en la mejilla, ¿lo resentiríamos? ¿Sufrimos los insultos con impaciencia, o volvemos la otra mejilla? ¿Resistimos el mal y lo vencemos con el bien? ¿Tenemos un celo apasionado y fanático que nos ha­ce aborrecer a los que no piensan como nosotros, o estamos dominados por el amor que nos hace hablar con mansedum­bre, humildad y sabiduría?

9.    Más aún: ¿qué diremos respecto de la juventud que en este lugar se educa? ¿Tenéis la forma o el poder de la san­tidad cristiana? ¿Sois dóciles, humildes, aplicados o desobe­dientes, soberbios y voluntariosos? ¿Obedecéis a vuestros su­periores como si fueran vuestros mismos padres, o despreciáis a los que deberíais reverenciar? ¿Sois diligentes en vuestras fáciles ocupaciones, prosiguiendo vuestros estudios con toda fidelidad? ¿Redimís el tiempo, llevando a cabo durante el día todo el trabajo que podéis, o tenéis la conciencia de estar día a día desperdiciando los años, ya leyendo libros que en nada tienden a robustecer vuestras creencias, ya jugando o en tantas otras cosas? ¿Manejáis vuestro dinero mejor de lo que empleáis vuestro tiempo? ¿Procuráis como regla general no deber nada a ninguno? ¿ Os acordáis del día del Señor para guardarlo; para alabar a Dios? Cuando váis al templo ¿tenéis la conciencia de que Dios está allí y os portáis como si vieseis al Invisible? ¿Sabéis poseer vuestros cuerpos en santidad y honra? ¿Se encuentra entre vosotros la embriaguez y la co­rrupción? ¿No hay algunos que hasta “se glorían en su ver­güenza”? ¿No hay muchos entre vosotros que toman el nom­bre de Dios en vano, tal vez ya por hábito, sin el menor re­mordimiento ni temor? ¿No sois muchos de vosotros perju­ros? Mucho me temo que de éstos haya una multitud que rá­pidamente crece. No os sorprendáis, hermanos míos. Ante Dios y esta congregación, confieso que he sido del número, que juré solemnemente cumplir con muchas cosas que no com­prendía y con estatutos que ni siquiera me tomé el trabajo de leer sino hasta mucho después. ¿No es esto perjurio? Y si lo es, qué gran responsabilidad, qué gran pecado pesa sobre no­sotros. ¿Qué pensará de esto el Omnipotente?

10.  ¿No es esta una de las consecuencias de que sois una generación frívola, que estáis jugando con Dios y con vuestras almas? Porque, qué pocos de vosotros empleáis durante toda la semana una sola hora en la oración; qué pocos reveláis en vuestras conversaciones que pensáis en Dios. ¿Quién de voso­tros conoce la obra sobrenatural del Espíritu Santo en el co­razón humano? ¿Permitís que se os hable, a no ser desde el púlpito, de la obra del Espíritu Santo? Si alguna persona os habla en lo privado de este asunto, ¿no la consideráis inme­diatamente como un hipócrita o un fanático? En el nombre del Dios Todopoderoso, yo os pregunto:

¿Qué clase de reli­gión es la vuestra? No queréis ni podéis siquiera sufrir que se os hable del verdadero cristianismo. ¡Oh, hermanos míos, qué ciudad tan cristiana es esta! ¡Levántate, oh Jehová Dios; alza tu mano!

11.  Porque, a la verdad, ¿qué probabilidad o, mejor dicho, qué posibilidad, humanamente hablando, hay de que vuelva a este lugar el verdadero cristianismo según las Sa­gradas Escrituras, de que todas las clases de individuos que moran aquí, vivan y hablen como si estuviesen “llenos del Espíritu Santo”? ¿Quién podrá restaurar este cristianismo? ¿Vosotras, las autoridades competentes? ¿Estáis persuadidos de que este es el cristianismo de las Sagradas Escrituras? ¿Te­néis deseos de restablecerlo? ¿Estáis dispuestos a perder vues­tra libertad, fortuna y aun la vida, con tal de restaurar ese cristianismo? Pero suponiendo que tenéis el deseo, ¿quién tendrá el poder de llevarlo a cabo? Tal vez algunos de vosotros hayáis hecho esfuerzos, pero qué débiles y qué infructuosos han sido. ¿Vendrán a hacer esta gran obra jóvenes descono­cidos, de poca importancia? ¿No exclamaríais algunos de vos­otros: “Joven, al hacer esto, también nos afrentas a nosotros”? Mas no hay peligro de que se haga la prueba, pues por todas partes está la nación inundada de iniquidad. ¿Tendrá Dios que mandar el hambre y la peste, esas dos últimas plagas con que acostumbra castigar a las naciones rebeldes, o la espa­da (las huestes aijadas de los romanistas), para hacernos vol­ver a nuestro primer amor? “Caigamos mejor en mano de Jehová y no en manos de hombres.”

Sálvanos, Señor, o perecemos. Sácanos del pantano en que nos hundimos. Defiéndenos de estos enemigos, porque vana es la ayuda del hombre. A ti todo es posible. Conforme a la grandeza de tu poder, preserva a aquellos que han de morir y defiéndenos según tus caminos; conforme a tu voluntad y no a la nuestra.

Sermon 4 - John Wesley

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"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry