Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


27 de abril de 2012

LA SALVACION POR LA FE


John Wesley
                                    
Por gracia sois salvos por la fe (Efesios 2:8).

1.     Impulsos únicamente de gracia, bondad y favor, son todas las bendiciones que Dios ha conferido al hombre; favor gratuito, inmerecido; gracia enteramente inmerecida, pues que el hombre no tiene ningún derecho a la menor de sus miseri­cordias. Movido por un amor espontáneo, “formó al hombre del polvo de la tierra y alentó en él...soplo de vida,” alma en que imprimió la imagen de Dios; “y puso todo bajo sus pies.” La misma gracia gratuita existe aún para nosotros. La vida, el aliento y cuanto hay, pues que en nosotros nada se encuentra ni podemos hacer cosa alguna que merezca el menor premio de la mano de Dios. “Jehová, tú nos depararás paz; porque también obraste en nosotros todas nuestras obras.” Son estas otras tantas pruebas más de su gratuita misericordia, puesto que cualquiera cosa buena que haya en el hombre, es igual­mente un don de Dios.

2.     ¿Con qué, pues, podrá el pecador expiar el menor de sus pecados? ¿Con sus propias obras? Ciertamente que no; por muchas y santas que éstas fuesen, no son suyas, sino de Dios. A la verdad las obras todas del hombre son inicuas y pe­caminosas, y así es que todos necesitamos de una nueva expia­ción. El árbol podrido no puede dar sino fruto podrido; el co­razón del hombre está enteramente corrompido y es cosa abo­minable; se halla “destituido de la gloria de Dios;” de esa su­blime pureza que al principio se imprimiera en su alma, como imagen de su gran Creador. No teniendo pues nada, ni santidad ni obras qué alegar, enmudece confundido ante Dios.

3.     Ahora pues, si los pecadores hallan favor con Dios, es “gracia sobre gracia.” Aún se digna Dios derramar nuevas bendiciones sobre nosotros y la mayor de ellas es la salvación. ¿Y qué podremos decir de todo esto, sino “gracias sean dadas a Dios por su don inefable”? Y así es: en esto “Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aun pecadores, Cristo murió,” para salvarnos; “porque por gracia sois salvos por la fe.” La gracia es la fuente, y la fe la condición de la sal­vación.

Precisa por lo tanto, a fin de alcanzar la gracia de Dios, que investiguemos cuidadosamente:

I. Por medio de qué fe nos salvamos.

II. Qué cosa es la salvación que resulta de esta fe.

III. De qué manera se puede contestar a ciertas obje­ciones.

I.      ¿Por medio de qué fe nos salvamos?

1.     En primer lugar, no es solamente la fe de los paganos. Exige el Creador de todos los paganos que crean: “que le hay, y que es galardonador de los que le buscan;” que se le debe buscar para glorificarlo como a Dios; dándole gracias por todas las cosas y practicando con esmero las virtudes de la justicia, misericordia y verdad para con los demás hombres. El griego y el romano, el escita y el indio no tenían disculpa alguna si no creían en la existencia y los atributos de Dios, un premio o un castigo futuro y lo obligatoria que por naturaleza es la virtud moral; porque esta es apenas la fe de un pagano.

2.     Ni es, en segundo lugar, la fe del diablo; si bien ésta es más amplia que la del pagano; pues no sólo cree en un Dios sabio y poderoso, bondadoso en el premio y justo en el castigo; sino que Jesús es el Hijo de Dios, el Cristo, el Salvador del mundo; lo confiesa claramente al decir: “yo te conozco quién eres, el santo de Dios” (Lucas 4:34). Ni podemos dudar que ese desgraciado espíritu crea todas las palabras que salieron de la boca del Santo de Dios; más aún, todo lo que los hom­bres inspirados de la antigüedad escribieron, pues que dio su testimonio respecto de dos de ellos al decir: “Estos hombres son siervos del Dios alto, los cuales os anuncian el camino de salud.” Todo esto cree el gran enemigo de Dios y de los hom­bres y tiembla al creer que Dios fue hecho manifiesto en la carne; que “pondrá a sus enemigos debajo de sus pies;” y que “toda Escritura es inspirada divinamente.” Hasta allí llega la fe del diablo.

3.     Tercero. La fe por medio de la cual somos salvos, en el sentido de la palabra que más adelante se explicará, no es solamente la que los apóstoles tuvieron mientras Cristo estuvo en la tierra; si bien creyeron en El de tal manera, que “dejaron todo y le siguieron;” aunque tenían poder de obrar mila­gros, “de sanar toda clase de dolencia y enfermedad;” más aún “poder y autoridad sobre todos los demonios;” y más que todo esto, fueron enviados por su Maestro “a predicar el reino de Dios.”

4.     ¿Por medio de qué fe, pues, somos salvos? En general y primeramente se puede contestar: que es la fe en Cristo, cu­yos dos únicos objetos son: Cristo, y Dios por medio de Cristo. Y en esto se distingue suficiente y absolutamente de la fe de los paganos antiguos o modernos. De la fe del diablo se dife­rencia por completo, en que no es una cosa meramente espe­culativa o racional; un asentimiento inerte y frío; una suce­sión de ideas en la mente; sino una disposición del corazón. Porque así dice la Escritura: “Con el corazón se cree para jus­ticia.” “Si confesares con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.”

5.     En esto se distingue de la fe que los apóstoles tenían mientras nuestro Señor Jesucristo estuvo sobre la tierra: en que reconoce la necesidad y los méritos de su muerte y el po­der de su resurrección. Reconoce su muerte como el único medio suficiente para salvar al hombre de la muerte eterna, y su resurrección como la restauración de todos nosotros a la vida y a la inmortalidad, puesto que “fue entregado por nues­tros delitos, y resucitado para nuestra justificación.” La fe cristiana, por lo tanto, no es sólo el asentimiento a todo el Evangelio de Cristo, sino también una perfecta confianza en la sangre de Jesús; la esperanza firme en los méritos de su vida, muerte y resurrección; reposo en El como nuestra ex­piación y nuestra vida, como dado para nosotros y viviendo en nosotros; cuyo efecto es la unión y perfecta adhesión a El como nuestra “sabiduría, justificación, santificación y reden­ción;” en una palabra, nuestra salvación.

II.    La salvación que se obtiene por medio de esta fe, es el segundo punto que pasamos a considerar.

1.     Y, en primer lugar, además de cualquiera cualidad que tenga, es una salvación actual; es algo que se puede ob­tener y que de hecho adquieren en la tierra los que partici­pan de esta fe; pues no dijo el apóstol a los creyentes en Efeso, y en ellos a los fieles de todas las épocas, seréis salvos, (lo que habría sido cierto), sino: “Sois salvos por la fe.”

2.     Sois salvos (para comprender todo en una palabra) del pecado. Tal es la salvación por medio de la fe—la gran salvación predicha por el ángel antes que Dios mandase a su Unigénito al mundo: “llamarás su nombre JESUS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados;” y ni en esta ni en nin­guna otra parte de las Escrituras se encuentra límite o res­tricción alguna. El salvará de todos sus pecados: del pecado original y actual, de los pasados y presentes; “de la carne y del espíritu,” a todo su pueblo o, como está escrito en otro lugar, “a todos los que creen en él.” Por medio de la fe en El están salvos de la culpa y el poder del pecado.

3.     Primeramente, de la culpa de los pecados pasados; puesto que siendo todo el mundo culpable delante de Dios, por cuanto si Jehová mirase a los pecados, “¿Quién, oh Señor, podrá mantenerse?” y “por la ley existe” solamente “el cono­cimiento del pecado,” mas no el libramiento de él; y por el cumplimiento, de “las obras de la ley, ninguna carne se justi­ficará delante de él,” mas “la justicia de Dios por la fe de Je­sucristo, para todos los que creen en él,” y están “justificados gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cris­to Jesús; al cual Dios ha propuesto en propiciación por la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, atento a ha­ber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados.” Cristo ha destruido “la maldición de la ley, hecho por noso­tros maldición,” “rayendo la cédula...que nos era contraria…quitándola de en medio y enclavándola en su cruz.” “Ahora pues, ninguna condenación hay para los que” creen “en Cris­to Jesús.”

4.     Y estando salvos de la culpa, están libres del temor; no del temor filial de ofender, sino del miedo servil; de ese mie­do que atormenta, del miedo del castigo, de la ira de Dios a quien ya no consideran como un señor duro, sino como un padre indulgente; porque no han recibido “el espíritu de ser­vidumbre...mas habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos, Abba, Padre, porque el mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu que somos hijos de Dios.” Están asimismo libres del temor, si bien no de la posibilidad de caer de la gracia de Dios y perder sus grandes e inestima­bles promesas; de manera que tienen “paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo,” se glorían en la esperan­za de la gloria de Dios y “el amor de Dios está derramado en sus corazones por el Espíritu de Dios que les es dado.”

Están persuadidos, por tanto, (si bien no constantemente ni con la misma plenitud) que: “ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura los podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro.”

5.     Más aún: por medio de esta fe están salvos no sólo de la culpa, sino del poder del pecado. Así lo declara el após­tol cuando dice: “Sabéis que él apareció para quitar nues­tros pecados y no hay pecado en él; cualquiera que permane­ce en él, no peca” (1 Juan 4:5, etc.). “Hijitos, no os engañe ninguno: el que hace justicia, es justo, como él también es justo. El que hace pecado, es del diablo. Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado, porque su simiente está en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios.” Y en otro lu­gar: “Sabemos que cualquiera que es nacido de Dios, no pe­ca; mas el que es engendrado de Dios, se guarda a sí mismo, y el maligno no le toca” (1 Juan 5:18).

6.     El que por medio de la fe es nacido de Dios, no peca: (1) con pecados habituales; porque todo hábito pecamino­so es pecado que reina, pero el pecado no puede reinar en los que creen; (2) ni voluntariamente; porque mientras perma­nece en la fe, su voluntad se opone por completo a toda cla­se de pecado y lo aborrece como veneno mortal; (3) ni por deseos pecaminosos, pues que constantemente desea hacer la santa voluntad de Dios y con el auxilio de la gracia divina, ahoga en su nacimiento cualquier pensamiento impuro; ni (4) peca por debilidades, de obra, palabra o pensamiento; puesto que sus debilidades no tienen el asentimiento de su voluntad, sin la cual no pueden en justicia reputarse como pecados. Así es que: “el que es nacido de Dios no hace pe­cado” y aunque no puede decir que no ha pecado, sin embar­go, ahora ya “no peca.”

7.     Esta es pues la salvación que por medio de la fe se adquiere aun en este mundo; salvación del pecado y sus con­secuencias, según lo expresa a menudo la palabra justifica­ción que tomada en su sentido más lato significa libramien­to de la culpa y del castigo, por medio de la expiación de Cristo que el alma del pecador se aplica a sí misma en el mo­mento de creer, así como del poder del pecado por medio de Cristo, formado en su corazón. De manera que todo aquel que de este modo está justificado o salvo por la fe, cierta­mente ha nacido otra vez. Ha nacido otra vez del Espíritu a vida nueva “que está escondida con Cristo en Dios,” y co­mo un niño recién nacido, recibe gustoso “la leche espiritual, sin engaño, para que por ella” crezca, siguiendo con la ayu­da de Dios, de fe en fe, de gracia en gracia, hasta que por último llegue a ser un “varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo.”

III. La primera objeción que por lo general se presen­ta a lo anterior, es ésta:

1.      Que la predicación de la salvación o la justificación por la fe solamente, es predicar en contra de la santidad y las buenas obras; a lo que se puede prestamente contestar:

“Eso sería cierto si predicásemos, como algunos lo hacen, una fe aislada de las buenas obras; pero la fe que enseñamos es productiva de buenas obras y santidad.”

2.      Conviene, sin embargo, considerarla más detenida­mente y con especialidad ya que no es una objeción nue­va, sino tan antigua como los tiempos de Pablo, puesto que desde entonces se preguntaba: “¿luego deshacemos la ley por la fe?” A lo que luego contestamos: que todos los que no predican la fe, necesariamente la invalidan, ya sea directa y abiertamente por medio de limitaciones y comentarios que destruyen todo el espíritu del texto, o de un modo indirecto al no señalar los únicos medios de ponerla en práctica; mien­tras que nosotros, en segundo lugar, “establecemos la ley” no sólo al demostrar toda su amplitud y sentido espiritual, sino también invitando a todos a esta fuente de vida, para que “la justicia de la ley se cumpla en ellos.” Los que confían en la sangre de Cristo únicamente, usan de todos los medios por El establecidos para hacer aquellas “buenas obras, las cua­les Dios preparó para que anduviésemos en ellas;” tienen y ha­cen palpable su genio puro y santo, semejante a la mente de Cristo Jesús.

3.      Mas la predicación de esta fe, ¿no desarrollará el or­gullo en los hombres? A lo que contestamos, que muy bien puede darse el caso y, por lo tanto, se debe amonestar muy fervientemente a todos los creyentes con las palabras del gran apóstol: “por su incredulidad” las primeras ramas “fueron quebradas, mas tú por la fe estás en pie. No te ensoberbez­cas, antes teme; que si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios.

La severidad ciertamente en los que cayeron; mas la bondad para contigo, si permanecieres en la bondad; pues de otra manera tú también serás cortado.” Y mientras que permanezcan en la fe, se acordarán de aquellas palabras de San Pablo anticipando y contestando esta misma objeción. “¿Dónde, pues, está la jactancia? Es excluida. ¿Por cuál ley? ¿De las obras? No, mas por la ley de la fe” (Romanos 3:27). Si el hombre se justificara por sus obras tendría de qué glo­riarse; mas no hay gloria para el que “no obra, pero cree en aquel que justifica al impío” (Romanos 4:5). El mismo sen­tido tienen las palabras que anteceden y las que siguen al texto. “Empero Dios, que es rico en misericordia, por su mu­cho amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo; por gracia sois salvos; y juntamente nos resucitó, y asimismo nos hi­zo sentar en los cielos con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros, las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros” (Efesios 2:4-8). Ni la fe ni la salvación vienen de vosotros: “es don de Dios,” don gratuito, inmerecido; la fe por medio de la cual sois sal­vos, lo mismo que la salvación que os ha dado, son por su gra­cia y misericordia. Que creéis, es una manifestación de su gracia, y que al creer seáis salvos, es otra. “No por obras para que nadie se gloríe,” puesto que todas nuestras obras, nues­tra justicia que teníamos antes de creer, no merecían de Dios otra cosa sino la condenación; tan lejos estábamos de merecer, por nuestras propias obras, la fe que nunca se recibe como premio de buenas obras. Ni es la salvación el resultado de las buenas obras que hacemos después de creer, porque enton­ces es Dios quien obra en nosotros, y que nos dé un premio por las obras que El hace, sólo manifiesta lo infinito de su mi­sericordia, pero no nos deja nada de qué gloriamos.

4.      A pesar de todo esto, ¿no se corre el peligro, al ha­blar de esta manera de la misericordia de Dios que salva y santifica sólo por la fe, de inducir a los hombres a pecar? Ciertamente que lo hay y muchos continúan en el pecado “para que la gracia abunde,” mas su sangre sea sobre sus ca­bezas. La bondad de Dios debería impulsar al arrepentimien­to y esta es la influencia que ejerce en los corazones sinceros. Sabiendo que El perdona, le piden fervientemente que borre sus pecados por medio de la fe en Jesús; y si ruegan con ins­tancia y no desmayan, si lo buscan por todos los medios que El ha establecido, si se rehúsan a “ser consolados” hasta que El venga, El vendrá y no se tardará. El puede llevar a ca­bo mucho en poco tiempo. Multiplicados ejemplos tenemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, de esta fe que Dios infunde en los corazones de los hombres súbitamente, semejante al rayo que rasga los cielos. Así, en la misma hora en que Pablo y Silas empezaron a predicar, se arrepintió el carcelero, creyó y fue bautizado, como también lo fueron tres mil personas por Pedro el día de Pentecostés; todos los que se arrepintieron y creyeron al escuchar su primera predica­ción. Bendito sea el Señor que hoy día existen muchas almas, pruebas vivientes de que es “grande para salvar.”

5.     Considerada esta misma verdad bajo otro punto de vista, ofrece una objeción muy diferente de la anterior. “Si no pueden los hombres salvarse a pesar de sus buenas obras, muchos se darán a la desesperación.” Sí, por cierto: perde­rán la esperanza de salvarse por sus propias obras, sus pro­pios méritos, su justicia. Y así debe ser, porque ninguno pue­de confiar en los méritos de Cristo, hasta no haber completa­mente renunciado a los suyos propios; y los que tratan de “es­tablecer su propia justicia” no obtienen la justicia de Dios, puesto que mientras confían en la justicia que pertenece a la ley, no se les puede dar aquella que pertenece a la fe.

6.     Pero se dice que esta es una doctrina poco consola­dora. El diablo habló como quien es, el padre de la mentira y el embuste, cuando sugirió a los hombres semejante idea. Es la doctrina consoladora por excelencia, “llena de consuelo,” para todos los pecadores que se han destruido y condenado a sí mismos. “Todo aquel que en él creyere no será avergon­zado...porque el mismo que es Señor de todos, rico es para con todos los que le invocan.” Aquí hay consuelo tan alto como los cielos, más fuerte que la misma muerte. ¿Qué? ¿Mi­sericordia para todos? ¿Para Zaqueo, el ladrón del público? ¿Para María Magdalena, una miserable pecadora? Parece que escucho a alguno que dice: “Entonces también para mí, aun para mí hay misericordia.” Y así es, pobre alma, a quien na­die ha consolado. Dios no despreciará tu oración; tal vez muy presto te dirá: “confía hijo, tus pecados te son perdona­dos;” de tal manera perdonados, que ya no te dominarán más, sino que el Espíritu Santo dará testimonio con tu es­píritu de que eres hijo de Dios. ¡Oh las buenas nuevas, nue­vas de gran gozo para todo el pueblo! “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, com­prad, y comed.” Cualesquiera que sean vuestros pecados, aun­que fueren como la grana, rojos como el carmesí y más que los cabellos de vuestra cabeza, volveos a Jehová, el cual tendrá misericordia; al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar.

7.     Cuando ya no hay más objeciones que presentar, se nos dice que no se debería predicar la salvación por la fe como la doctrina principal o mejor dicho, que no se debe ense­ñar.

Pero ¿qué dice el Espíritu Santo? “Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo;” de manera que el tenor de nuestra predicación es y deberá ser: “cualquiera que crea en él será salvo.” “Ahora bien, pero no a todos.” ¿A quién entonces debemos predicar? ¿A quié­nes exceptuamos? ¿A los pobres? De ninguna manera, su­puesto que tienen derecho especial a que se les predique el Evangelio. ¿A los ignorantes? Tampoco. Dios ha revelado es­tas cosas a los humildes y a los ignorantes desde el principio. ¿A los jóvenes? Mucho menos. “Dejad a los niños venir a mí y no los impidáis,” dijo Cristo. ¿A los pecadores? Menos que menos. “No he venido a llamar justos, sino pecadores a arre­pentimiento.” Si hemos de exceptuar a algunos, será a los ricos; a los sabios; a los de buena reputación; a los hombres morales quienes ciertamente se substraen siempre que pueden de la predicación. Sin embargo, debemos brindar la palabra del Señor puesto que el solemne mandato dice: “Id...predi­cad el Evangelio a toda criatura.” Si algún alma se opone, en todo o en parte, a esta predicación, causando su propia rui­na, cúlpese a sí misma, por lo que toca a nosotros, “Vive Je­hová, que todo lo que Jehová nos revele, eso anunciaremos.”

8.     Muy especialmente debemos predicaros en la actua­lidad, que “por gracia sois salvos por la fe,” porque nunca ha sido tan necesaria esta doctrina como en nuestros días, y sólo ella puede impedir el desarrollo entre nosotros del ro­manismo, cuyos errores es imposible atacar uno a uno. La doctrina de la salvación por la fe los ataca de raíz y todos caen cuando ésta queda establecida. Llama nuestra Iglesia a esta doctrina la roca eterna y la base de la religión cristiana, que primeramente hizo huir al papado de estos reinos; y sólo ella puede evitar que vuelva. Sólo esta enseñanza puede de­tener ese desarrollo de la inmoralidad que se va extendiendo por toda la nación. ¿Podéis vaciar gota a gota el océano? Pues mucho menos podréis por medio de persuasiones, destruir los vicios que nos afligen; pero procurad “la justicia que es de Dios por la fe,” y veréis cómo todo se puede. Sólo esto puede hacer enmudecer a aquellos que se glorían en su ver­güenza y abiertamente “niegan al Señor que los rescató.” Aquellos que hablan tan elevadamente de la ley como si la tuviesen grabada por Dios en sus corazones; quienes, cual­quiera, al escucharlos, diría que no están lejos del reino de Dios; pero sacadlos de la ley y traedlos al nivel del Evangelio; empezad por explicarles la justicia de la fe, presentadles a Cristo como “el fin de la ley para todo el que cree,” y veréis que aunque parecían casi cristianos, quedan confundidos y confiesan ser “hijos de perdición,” tan lejos de la salvación (Dios tenga misericordia de ellos) como lo más profundo del infierno está de lo más alto del cielo.

9.     Es por esto que el demonio ruge siempre que se pre­dica al mundo “la salvación por la fe;” y por esto movió el infierno y la tierra para destruir a aquellos que primeramen­te la predicaron. Por esta misma razón, sabiendo que la fe sola puede desmenuzar los fundamentos de su reino, llamó a todas sus fuerzas y empleó todos sus artificios, mentiras y calumnias para asustar a Martín Lutero que la revivió. Y no es de asombrarse, porque como dice aquel santo varón de Dios: “¡cómo no se enfurecería un hombre fuerte y soberbio, bien armado, a quien marcase el alto y venciese un niño, tan sólo con una pequeña varita en su mano!” especialmente si sabía que ese niño lo vencería y hollaría bajo sus plantas. Así es, Señor Jesús. Siempre tu fuerza “en la flaqueza se perfec­ciona.” Ve pues, criatura que crees en El y “¡su mano derecha te mostrará cosas terribles!” Aunque seas débil como un re­cién nacido, el enemigo fuerte no podrá estar delante de ti; tú prevalecerás sobre él, lo derribarás y hollarás bajo tus pies. Marcharás adelante bajo el gran Capitán de la salvación, “conquistando y a conquistar,” hasta que todos tus enemigos sean destruidos y la muerte sorbida en la victoria.

“A Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nues­tro Jesucristo.” A quien, con el Padre y el Espíritu Santo sean dados toda honra, majestad, poder, dominio y gloria, por siem­pre jamás. Amén.
                                                                                            
 Sermon I - John Wesley

No hay comentarios.:

"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry