Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


5 de agosto de 2012

LAS SEÑALES DEL NUEVO NACIMIENTO


John Wesley

Así es todo aquel que es nacido del Espíritu (Juan 3:8).

1.    ¿De qué manera nace de Dios todo aquel que es “na­cido del Espíritu,” nacido de nuevo? ¿Qué cosa significa na­cer de nuevo, ser nacido de Dios, o ser nacido del Espíritu? ¿Qué quiere decir ser hijo o criatura de Dios, o tener el espí­ritu de adopción? Sabemos que por la gran misericordia de Dios, estos privilegios generalmente se unen al bautismo, el cual nuestro Señor llama en el versículo 5, “nacer de agua y del Espíritu,” pero deseamos saber además lo que son estos privilegios—qué cosa sea el nuevo nacimiento.

2.    Tal vez no sea necesario dar una definición de esto, siendo que la Sagrada Escritura no lo hace, pero como el asun­to es de vital importancia para todos y cada uno de los hijos de Adán, por cuanto: “el que no naciere otra vez,” naciere del Espíritu, “no puede ver el reino de Dios,” me propongo describir sus señales de la manera más clara que pueda darse y tales cuales las encuentro en la Sagrada Escritura.

I.     1. La primera de estas señales y la base de todas las demás, es la fe. Así dicen: Pablo: “Sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26). Juan: “Dióles potestad” (el derecho o privilegio) “de ser hechos hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no son engendrados,” cuan­do creyeron, “de sangre, ni de voluntad de carne,” ni por medio de la generación natural, “ni de voluntad de varón,” como los hijos que adoptan los hombres y en los cuales nin­gún cambio se obra; “mas de Dios” (Juan 1:12, 13). Y tam­bién en su epístola general: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (I Juan 5:1).

2.    Empero la fe de que hablan los apóstoles en estos pa­sajes, no es simplemente especulativa; no es sólo el asenti­miento a la proposición: “Jesús es el Cristo;” ni aun a to­das las proposiciones contenidas en nuestro credo o en el Antiguo o en el Nuevo Testamento. No es únicamente el asen­timiento frío al hecho de que cualquiera de estas doctrinas o todas ellas son creíbles y deben creerse, porque el afirmar esto sería tanto como decir que los diablos son nacidos de Dios, puesto que tienen esta fe—temblando creen que Jesús es el Cristo—y asimismo, que toda Escritura, habiendo sido dada por inspiración divina, es tan verdadera como Dios es ver­dadero—no sólo es el asentimiento que se da a la verdad di­vina aceptando el testimonio de Dios o la evidencia de los milagros, porque esos espíritus escucharon también las pala­bras de sus labios y sabían que su testimonio era fiel y ver­dadero—no pudieron menos que recibir el testimonio que dio de sí mismo y del Padre que lo había mandado. Vieron asi­mismo las grandes obras que hacía, y creyeron, por consi­guiente, que “había venido de Dios.” Sin embargo, a pesar de esta fe, están aún reservados debajo de oscuridad en pri­siones eternas hasta el juicio del gran día.


3.    Porque todo esto no es mas que una fe muerta. La verdadera fe, viva y cristiana, que posee todo aquel que es nacido de Dios, no es sólo el asentimiento—un acto de la inte­ligencia—sino esa disposición que Dios ha creado en su cora­zón—la seguridad y confianza perfecta en Dios de que, por medio de Cristo, sus pecados han sido perdonados, y de que ha sido reconciliado con Dios. Esto significa que el hombre renuncia a sí mismo; que para ser “hallado en Cristo,” pa­ra ser aceptado por medio de El, rechaza por completo toda “confianza en la carne.” Que no teniendo nada con qué pagar— no confiando en sus obras ni justicia de ninguna clase—viene a Dios como un pecador perdido, miserable, que se ha des­truido y condenado a sí mismo, arruinado y desamparado por completo, cuyos labios no se atreven a abrirse y quien se con­sidera enteramente culpable ante Dios. Esa conciencia del pecado—que llaman desesperación ciertas personas que siem­pre hablan mal de aquello que no saben—unida a una persua­sión firme (tal cual no puede expresarse con palabras) de que la salvación sólo viene de Cristo, y un deseo ferviente de obtener esa salvación, deben preceder a la fe viva, a la con­fianza en Aquel que pagó nuestro rescate con su muerte y satisfizo la ley con su vida. Esta fe, pues, por medio de la cual somos nacidos de Dios, consiste no sólo en creer todos los ar­tículos de nuestra fe, sino también en poner verdadera con­fianza en la misericordia de Dios por medio de nuestro Se­ñor Jesucristo.

4.   Uno de los frutos inmediatos y constantes de esta fe, por medio de la cual somos nacidos de Dios—fruto que de ninguna malicia puede separarse de ella, ni por una hora siquie­ra—es el dominio sobre el pecado; poder sobre los pecados exteriores de todas clases, sobre toda mala palabra y obra, porque dondequiera que se aplica, la sangre de Cristo limpia las conciencias de “las obras de muerte.” Asimismo, sobre el pecado interior, puesto que purifica el corazón de todo deseo y temperamento impuros. En el capítulo sexto de su Epístola a los Romanos, Pablo describe profusamente este fruto de la fe.

“Los que somos muertos al pecado, ¿cómo vi­viremos aún en él?” “Nuestro viejo hombre juntamente fue crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea des­hecho, a fin de que no sirvamos más al pecado.” “Así tam­bién vosotros, pensad que de cierto estáis muertos al peca­do, mas vivos a Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.” Por consiguiente, “no reine el pecado,” ni aun “en vuestro cuer­po mortal...antes presentaos a Dios como vivos de los muer­tos...porque el pecado no se enseñoreará de vosotros…Gracias a Dios, que aunque fuisteis siervos del pecado, ha­béis...sido libertados del pecado, y hechos siervos de la jus­ticia.” Lo que evidentemente quiere decir que, gracias a Dios, aunque en tiempos pasados fuisteis siervos del pecado, ahora lo sois de la justicia.

5.    Juan habla con igual énfasis de este privilegio tan valioso de los hijos de Dios, especialmente con respecto a su primera fase, a saber, dominio sobre el pecado exterior. Des­pués de haber clamado en su profunda admiración de la in­mensidad de la misericordia de Dios, dice: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios .Muy amados, ahora somos hijos de Dios, y aun no se ha ma­nifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él apareciere, seremos semejantes a él, porque le veremos como él es” (I Juan 3: 1, 2). Y poco después añade: “Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado, porque su simiente es­tá en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (v. 9). Empero algunos dirán: “Muy cierto: cualquiera que es na­cido de Dios, no hace pecado habitualmente.” ¿Habitualmen­te? ¿De dónde se ha tomado esa palabra? No la encuentro; no está escrita en el Libro de Dios. El Señor dice muy clara­mente: “No hace pecado;” y tú añades, habitualmente. ¿Quién eres tú, que tratas de enmendar los Oráculos de Dios, que aña­des a las cosas que están escritas en su Libro? Cuídate, no sea que Dios añada sobre ti “las plagas que están escritas en este libro,” especialmente siendo que lo que añades destruye el texto; de modo que por medio de esta manera artificiosa de engañar, se pierde por completo la promesa tan preciosa; por medio de este poner de trampas y usar de tramoyas para con los hombres, se invalida la Palabra de Dios. Ten cuidado, tú que quitas de las palabras de este libro, no sea que quitándoles el sentido y espíritu, sólo dejes lo que a la verdad se puede lla­mar letra muerta. ¡No sea que Dios quite tu parte del libro de la vida!

6.    Dejemos que el apóstol interprete sus propias pala­bras con el tenor de su discurso. En el verso quinto de este capítulo dice: “Sabéis que él,” Cristo, “apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él.” ¿Qué deducción saca de esto? “Cualquiera que permanece en él no peca; cual­quiera que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (I Juan 3: 6). Antes de hacer enfática esta doctrina, expresa la necesi­dad de una prevención: “Hijitos, no os engañe ninguno” (v. 7); porque muchos tratarán de hacerlo—de persuadiros a que seáis injustos, a que cometáis el pecado y pretendáis al mis­mo tiempo ser hijos de Dios. “El que hace justicia, es justo, como él también es justo. El que hace pecado, es del diablo; porque el diablo peca desde el principio.” Después continúa: “Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado; porque su simiente está en él, y no puede pecar porque es nacido de Dios.” “En esto,” añade el apóstol, “son manifiestos los hijos de Dios y los hijos del diablo.” Por esta señal tan clara (la co­misión o no comisión del pecado) se distinguen unos de otros. Con el mismo fin escribe en el capítulo quinto: “Sabe­mos que cualquiera que es nacido de Dios, no peca; mas el que es engendrado de Dios, se guarda a sí mismo y el maligno no le toca” (v. 18).

7.    Otro de los frutos de esta fe viva es la paz, porque estando justificados “por la fe,” habiendo sido borrados to­dos nuestros pecados, “tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5: 1). Este es el don que nuestro Señor dejó a los que le siguen de una manera muy solemne la noche antes de su muerte: “La paz os dejo; mi paz os doy: no como el mundo la da, yo os la doy; no se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27), y des­pués: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz” (Juan 16:33). Esta es esa “paz de Dios que sobrepuja todo entendimiento,” esa serenidad del alma que el corazón del hombre natural no puede concebir, y que ni aun el hombre espiritual puede expresar. Es una paz que todos los poderes de la tierra y del infierno no pueden quitarle. Las olas de la tempestad se estrellan contra ella, pero no la pueden mover, porque está fundada sobre una roca. Guarda los corazones de los hijos de los hombres en todos lugares y en todos tiem­pos. Ya sea que gocen o sufran, que estén buenos y sanos o enfermos, se sienten felices en Dios. Han aprendido a estar satisfechos en todas sus condiciones y a dar gracias a Dios por Cristo Jesús; estando seguros de que lo que les pasa es lo mejor, porque es la voluntad de Dios respecto de ellos, de manera que en todas las vicisitudes de la vida, su corazón es­tá firme creyendo en el Señor.

II.   1. La segunda señal escrituraria de los que son naci­dos de Dios es la esperanza. Pedro, dirigiéndose a todos los hijos de Dios que estaban entonces esparcidos por todas par­tes, dice: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesu­cristo, que según su grande misericordia, nos ha regenerado en esperanza viva” (I Pedro 1:3). Una esperanza viva o vi­viente, dijo el apóstol, porque existe igualmente una esperan­za muerta, lo mismo que una fe muerta. Una esperanza que no emana de Dios, sino del enemigo de Dios y del hombre, como claramente se ve por sus frutos. Porque de la misma manera que es la criatura de la soberbia, así también engendra toda mala palabra y obra, mientras que todo aquel que tiene en sí esta esperanza viva, es santo como Aquel que lo llama es santo. Todo aquel que puede decir en verdad a sus hermanos en Cristo: “Muy amados, ahora somos llamados hijos de Dios, y le veremos como El es,” “se purifica como él también es limpio.”

2.    Esta esperanza significa, en primer lugar, el testimo­nio de nuestro propio espíritu o conciencia, de que “con sim­plicidad y sinceridad de Dios hemos conversado en el mun­do.” En segundo, el testimonio del Espíritu de Dios que “da testimonio a nuestro espíritu que somos hijos de Dios.” “Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo.”

3.    Consideremos bien lo que Dios mismo nos enseña respecto de este privilegio de los hijos de Dios. ¿De quién se dice en este lugar, que da testimonio? No de nuestro espíritu solamente, sino de otro: del Espíritu de Dios. El es el que “da testimonio a nuestro espíritu.” ¿De qué cosa da testimonio? De que “somos hijos de Dios;” y “si hijos, también herede­ros de Dios, y coherederos de Cristo” (Romanos 8: 16, 17), “si empero padecemos juntamente con él;” si nos negamos a nosotros mismos, diariamente tomamos nuestra cruz y con alegría sufrimos la persecución y el reproche por causa su­ya, “para que juntamente con él seamos glorificados.” ¿En quién da este testimonio el Espíritu de Dios? En todos los hijos de Dios. Y con este mismo argumento prueba el Apóstol, en los versículos anteriores, que lo son. “Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, los tales son hijos de Dios. Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para estar otra vez en temor; mas habéis recibido el Espíritu de adopción, por el cual clamamos Abba, Padre.” De lo que se sigue que: “El Espíritu da testimonio a nuestro espíritu que somos hijos de Dios” (Romanos 8: 14-16).

4.    Merece nuestra atención el cambio en el verso quin­ce: “Habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual cla­mamos Abba, Padre.” Vosotros, todos los que sois hijos de Dios, habéis recibido, en virtud de vuestro linaje, el mismo espíritu de adopción, por el cual nosotros clamamos Abba, Padre. Nosotros, los apóstoles, profetas, maestros, pues que todo puede ser la interpretación de la palabra, nosotros, “mi­nistros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios,” por medio de quienes habéis creído. Como quiera que nos­otros y vosotros tenemos un mismo Señor, de la misma ma­nera tenemos un espíritu, como una misma fe y una misma esperanza. Nosotros y vosotros estamos sellados con un mis­mo “espíritu de promesa,” el primer fruto de nuestra heren­cia y la vuestra; el mismo Espíritu da testimonio con vuestro espíritu y el nuestro “de que somos hijos de Dios.”

5.    Y así se cumple la Escritura, “Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación.” Porque cosa fácil es creer que si bien el dolor debe preceder al testimo­nio del Espíritu de Dios a nuestro espíritu (como ciertamente debe ser, hasta cierto grado, mientras que gemimos bajo el temor y la conciencia de que la ira de Dios permanece sobre nosotros); sin embargo, tan pronto como el hombre lo siente en sí mismo, su tristeza se torna en gozo. Por mucho que an­tes haya sido su dolor, no obstante, tan luego como es venida su hora, ya no se acuerda de la apretura por el gozo de que es nacido de Dios.

Tal vez muchos de vosotros no sentís dolor porque “es­táis alejados de la república de Israel;” porque sabéis que no tenéis este espíritu, que estáis “sin esperanza y sin Dios en el mundo;” empero, cuando el Consolador venga, “se gozará vuestro corazón, y nadie quitará de vosotros vuestro gozo” (Juan 16: 22). Entonces diréis: “Nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por el cual hemos ahora re­cibido la reconciliación; por el cual también tenemos en­trada a esta gracia,” este estado de gracia, o favor o reconci­liación con Dios, “en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5: 2). Voso­tros, dice Pedro, a quienes Dios ha regenerado en esperan­za viva, sois “guardados en la virtud de Dios por fe, para al­canzar la salud...en lo cual vosotros os alegráis, estando al presente un poco de tiempo afligidos en diversas tentaciones, si es necesario, para que la prueba de vuestra fe...sea halla­da en alabanza, gloria y honra, cuando Jesucristo fuere mani­festado; al cual...aunque al presente no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorificado” (I Pedro 1: 5-8). ¡Gozo inefa­ble! La lengua humana no alcanza a describir este gozo en el Espíritu Santo. Es el maná escondido, el cual ninguno co­noce, sino aquel que lo recibe; y sabemos que éste no sólo permanece, sino que se derrama en medio de las aflicciones.

¿En tan poco tienen los hombres las consolaciones de Dios cuando todo consuelo terrenal fracasa? De ninguna ma­nera, sino que cuando más abundan los sufrimientos, más abun­dantes se hacen las consolaciones de su Espíritu; de tal modo que los hijos de Dios se ríen de la destrucción y del hom­bre; de la necesidad, las dolencias, la tumba y el infierno, pues que conocen a Aquel que tiene “las llaves del infierno y de la muerte,” y que pronto los lanzará en “el lago de fuego,” como que ahora mismo escuchan una gran voz del cielo que dice: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y mo­rará con ellos; y ellos serán su pueblo; y el mismo Dios será su Dios con ellos.

Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y la muerte no será más: y no habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas son pasadas” (Apo­calipsis 21:3, 4).

III.  1. La tercera y más grande señal escrituraria de los que son nacidos de Dios, es el amor: “el amor de Dios está de­rramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado” (Romanos 5: 5). “Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en vuestros corazones, el cual clama: Abba, Padre” (Gálatas 4: 6). Movidos por este Espíritu, y mi­rando hacia Dios continuamente como a su amante Padre con quien se han reconciliado, le piden su pan cotidiano y todo lo que necesitan para su cuerpo y su alma. Constantemente abren sus corazones ante El sabiendo que tienen las peticio­nes que le han demandado (I Juan 5: 15). Su deleite está en El; el regocijo de su corazón está en El; El es “su escudo,” y “su grande merced.” Su “comida y bebida” es hacer su vo­luntad, y como de meollo y grosura es saciada su alma, y con labios de júbilo lo alaban (Salmos 63: 5).

2.         Y en este sentido, igualmente, “cualquiera que ama al que ha engendrado, ama también al que es nacido de él” (I Juan 5:1). Su espíritu se regocija en Dios su Salvador; ama al Señor Jesucristo en toda sinceridad. Está unido al Se­ñor como en un solo espíritu. Su alma está extasiada en El, y lo ha escogido como al más amable, como al señalado en­tre diez mil. Sabe y siente lo que quieren decir aquellas pa­labras: “Mi amado es mío, y yo suyo” (Cantares 2: 16). “Haste hermoseado más que los hijos de los hombres: la gracia se derramó en tus labios; porque Dios te ha bendecido para siempre” (Salmos 45: 2).

3.         El fruto natural de este amor de Dios es el amor a nuestro prójimo—de todas las almas que Dios ha creado, sin exceptuar las de nuestros enemigos, ni las de aquellos que nos persiguen y dicen de nosotros todo mal. Un amor con el cual amamos a todos los hombres como a nosotros mismos, a nuestras propias almas. Nuestro Señor mismo lo ha expre­sado aún con mayor fuerza, enseñándonos a que nos amemos, como El también nos ha amado, y, por lo tanto, el manda­miento escrito en los corazones de todos aquellos que aman a Dios, no es otro sino este: Como yo os he amado, amaos también los unos a los otros. “En esto hemos conocido el amor, porque él puso su vida por nosotros” (I Juan 3: 16). “Debe­mos,” por consiguiente, como el apóstol justamente deduce, “poner nuestras vidas por los hermanos.” Si verdaderamente sentimos que podemos hacer esto, entonces amamos en ver­dad a nuestros semejantes; “sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (I Juan 3: 14). “En esto conocemos” que hemos nacido de Dios, “en que es­tamos en él, y él en nosotros;” porque “nos ha dado de su” amante espíritu (4: 13); porque “el amor es de Dios, y cual­quiera que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios” (4: 7).

4.         Empero tal vez alguno pregunte: “¿No dice el após­tol: ‘Este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamien­tos’ (I Juan 5: 3)?” Así es. Y este es también el amor a nues­tro prójimo, en el mismo sentido que es el amor a Dios. Em­pero, ¿qué se deduce de esto? ¿Acaso que amar a Dios de todo vuestro corazón y de toda vuestra mente, y alma, y fuerzas, y amar a vuestro prójimo como a vosotros mismos, signifique solamente guardar los mandamientos exteriores? ¿Acaso que el amor de Dios no sea una afección del alma, sino sólo un servicio exterior, y el amor al prójimo no sea una disposición del corazón, sino simplemente una serie árida de obras exteriores? Basta mencionar semejante interpretación de las palabras del apóstol para refutar esto, puesto que este es el sentido claro e indisputable del texto. La señal y prueba del amor de Dios de que guardamos el primero y gran man­damiento es esta: que guardemos todos los demás manda­mientos. Porque el verdadero amor una vez derramado en nuestros corazones, nos constreñirá a hacerlo, puesto que cual­quiera que ama a Dios con todo su corazón no puede dejar de servirle con todas sus fuerzas.

5.    El segundo fruto del amor de Dios es la obediencia completa que rendimos al que amamos y conformidad con su voluntad. Obediencia a todos los mandamientos de Dios, tanto interiores como exteriores—obediencia de corazón y de vida: en todo nuestro temperamento y en toda nuestra vida. Y una de las disposiciones más obviamente comprendidas en esto, es el ser “celoso en buenas obras;” el sentirse hambriento y sediento de hacer el bien de todas las maneras posibles a to­dos los hombres. Regocijarse en despender y ser despendido por ellos, por todos los hijos de los hombres, no esperando ninguna recompensa en este mundo, sino solamente en la re­surrección de los justos.

IV.  1. Claramente he descrito las señales del nuevo na­cimiento que encuentro en la Sagrada Escritura. Así contesta Dios mismo a la importante pregunta: ¿Qué cosa es nacer de Dios? “Así es todo aquel que es nacido del Espíritu,” si se consultan los Oráculos de Dios. Esto es, según el juicio del Espíritu de Dios, ser un hijo de Dios: es creer en Dios por medio de Cristo y “no hacer el pecado;” gozar en todo lugar y a toda hora “la paz de Dios que sobrepuja a todo entendi­miento.”

Es esperar en Dios, por medio del Hijo de su amor, de tal manera que se llega a tener no sólo “testimonio de una buena conciencia,” sino también “el Espíritu de Dios, que da testimonio con nuestro espíritu que somos hijos de Dios,” de donde naturalmente brota ese regocijo en Aquel por quien “habéis recibido la reconciliación.” Es amar a Dios que os amó primero como nunca habéis amado a ninguna criatura, de manera que estáis constreñidos a amar a todos los hombres como a vosotros mismos con un amor que no sólo arde en vuestros corazones, sino que resplandece en vuestra conversa­ción y vuestras obras, haciendo de vuestra vida toda una obra de amor, una constante obediencia a los mandamientos: “Sé misericordioso, como Dios es misericordioso;” “sed santos co­mo yo soy Santo;” “Sed...perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto.”

2.    ¿Quiénes, pues, son los que de esta manera han nacido de Dios? Vosotros conocéis lo que os es dado de Dios; sabéis que sois hijos de Dios y “tenéis vuestros corazones certifica­dos delante de él.” Todos y cada uno de vosotros que me escucháis, sabéis la verdad—si en este momento sois hijos de Dios o no. (Responda cada uno, no al hombre, sino a Dios). No eludáis la pregunta. La cuestión no es ¿qué cosa fuisteis hechos en el bautismo? sino ¿qué cosa sois ahora? ¿Mora el Espíritu de adopción en vuestro corazón? Dejad que vuestro corazón conteste. No pregunta si nacisteis de agua y de Es­píritu, sino si ahora sois el templo del Espíritu Santo, y si éste mora en vosotros. Concedo que habéis sido circuncidados en la circuncisión de Cristo (como Pablo llama enfáticamente al bautismo); pero ¿descansa ahora mismo sobre vosotros el espíritu de Dios y de gloria? Si no, “vuestra circuncisión se ha vuelto incircuncisión.”

3.    No digáis en vuestro corazón: “Me bautizaron una vez y por consiguiente, soy ahora un hijo de Dios.” En ver­dad que tal consecuencia no se sigue, porque ¡cuántos que han sido bautizados, ahora son glotones, borrachos, mentiro­sos, blasfemos, peleoneros, maldicientes, corrompidos, ladro­nes, usurpadores! ¿Qué opináis? ¿Serán éstos acaso hijos de Dios? En verdad, en verdad os digo, quienquiera que seáis, a quienes convenga cualquiera de los caracteres que acabo de mencionar, “Vosotros de vuestro padre el diablo sois, y los de­seos de vuestro padre queréis cumplir.” A vosotros clamo, en nombre de Aquel a quien de nuevo crucificáis, y en las pala­bras que dirigió a vuestros antecesores circuncidados: “Ser­pientes, generación de víboras, ¿cómo evitaréis el juicio del infierno?”

4.    ¿De qué manera, si no es que nacéis de nuevo? Por­que estáis muertos en iniquidades y pecados, y el decir que no podéis nacer otra vez, que sólo en el bautismo existe el nuevo nacimiento, es sellar a todos vosotros bajo condenación, consignaros al infierno, sin remedio ni esperanza, y tal vez algunos crean que esto sea justo y recto. En su celo por el Señor de las huestes, quizá digan: “Destruid los pecadores de Amalec: acabad por completo estos Gabaonitas que no mere­cen otra cosa.” No, ni yo ni vosotros. Lo que vosotros y yo merecemos es lo mismo que ellos merecieron: el infierno. Sólo debido a la misericordia gratuita, inmerecida, no estamos ahora en el fuego que no se puede apagar. Diréis: Pero esta­rnos lavados. Hemos nacido “de agua y de Espíritu.” Tam­bién lo estaban aquellos, y por consiguiente, esto no evita que ahora seáis como ellos. ¿No sabéis que “lo que los hom­bres tienen por sublime, delante de Dios es abominación?” Venid, pues, vosotros, los santos del mundo; vosotros, a quie­nes los hombres honran, y veamos quién de entre vosotros arroja la primera piedra a esos miserables, indignos de vivir en la tierra: los prostituidos, los adúlteros, los asesinos. Apren­ded antes lo que quiere decir: “Cualquiera que aborrece a su hermano, es homicida” (I Juan 3:15). “Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su cora­zón” (Mateo 5: 28). “Adúlteros y adúlteras, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemistad con Dios?” (Santiago 4:4).

5.    En verdad, en verdad os digo: Vosotros también de­béis nacer de nuevo. Si no naciereis otra vez, no podréis en­trar en el reino de Dios. No os apoyéis por más tiempo en ese bordón quebrado de que nacisteis otra vez en el bautismo. ¿Quién duda de que fuisteis hechos hijos de Dios y herede­ros del reino de los cielos? Empero, a pesar de todo esto, aho­ra no sois otra cosa, sino hijos del diablo. Por consiguiente, debéis nacer otra vez. No dejéis que Satanás os haga cavilar respecto de una palabra, cuando el sentido es tan claro. Habéis oído cuáles son las señales de los hijos de Dios. Todos vosotros, bautizados o sin bautizar, los que no las tenéis, debéis reci­birlas, o pereceréis irremisiblemente y para siempre. Si habéis sido bautizados, vuestra única esperanza es ésta: que habien­do sido hechos hijos de Dios en el bautismo, pero siendo ahora hijos del diablo, podéis recibir otra vez el poder de ser “hijos de Dios;” recobrar lo que habéis perdido: el espíritu de adop­ción, por el cual podéis clamar en vuestros corazones: Abba, Padre.

¡Amén, Señor Jesús! Concede que todos aquellos cuyos corazones se mueven a buscarte otra vez, vuelvan a recibir el Espíritu de adopción, y clamen: “¡Abba, Padre”! Que vuelvan a tener el poder de creer en tu nombre, de tal manera que se conviertan en hijos de Dios; que sepan y sientan que tienen redención en tu sangre “la remisión de pecados,” y que “no pueden hacer pecado porque son nacidos de Dios.”

Que de tal manera sean ahora “regenerados en esperanza vi­va,” que se purifiquen como Tú eres puro. Y puesto que son “hijos,” concede que el espíritu de amor y gloria descanse so­bre ellos, limpiándolos “de toda inmundicia de carne y de es­píritu,” y enseñándoles a perfeccionar la santificación en te­mor de Dios.

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 SERMON 18 - John Wesley

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"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry