Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


12 de agosto de 2012

EL GRAN PRIVILEGIO DE LOS QUE SON NACIDOS DE DIOS


John Wesley

Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado (1 Juan 3:9).

1.    Con mucha frecuencia se ha supuesto que ser na­cido de Dios es lo mismo que estar justificado; que el nue­vo nacimiento y la justificación son únicamente diferentes expresiones que tienen el mismo significado; siendo evidente, por una parte, que cualquiera que está justificado, es también hijo de Dios, y por la otra, que cualquiera que es nacido de Dios está también justificado. Más aún, que estos dos dones de Dios son dados al creyente en un solo y mismo instante. En un momento sus pecados son borrados y es nacido de Dios.

2.    Empero, si bien se puede conceder que la justificación y el nuevo nacimiento son inseparables el uno del otro res­pecto del tiempo en que se efectúan, sin embargo, se puede muy fácilmente distinguir y ver que no son lo mismo, sino dos cosas de naturaleza enteramente diferente. La justificación significa un cambio relativo, mientras que el producido por el nuevo nacimiento es real. Al justificarnos, Dios obra por nos­otros; al engendrarnos otra vez, en nosotros. La justificación cambia nuestra relación para con Dios, de manera que de ene­migos pasamos a ser hijos. Por medio del nuevo nacimiento, se cambia lo más íntimo de nuestras almas, de modo que de pecadores nos convertimos en santos. Aquélla nos restaura al favor de Dios, éste a la imagen de Dios. Significa la justifi­cación el quitar la culpa; el nuevo nacimiento, la destrucción del poder del pecado, de manera que, si bien se unen en cuan­to al tiempo en que acontecen, son, sin embargo, de dos na­turalezas enteramente distintas.

3.    La falta de discernimiento en esto y el no observar la gran diferencia que hay entre estar justificado y nacer otra vez, han sido causa de una gran confusión de ideas en muchos de aquellos que han tratado este asunto; especialmente cuan­do han procurado explicar este gran privilegio de los hijos de Dios, a saber: que “cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado.”

4.     Tal vez sea necesario—a fin de comprender esto cla­ramente—considerar en primer lugar, cuál sea el verdadero significado de la expresión: “Cualquiera que es nacido de Dios,” e investigar, en segundo lugar, en qué sentido “no hace pecado.”

I.      1. Vamos a considerar el verdadero significado de estas palabras: “Cualquiera que es nacido de Dios.” Por lo general, en todos los pasajes de la Sagrada Escritura donde ocurre la expresión: “ser nacido de Dios,” podemos aprender que significa no sólo ser bautizado, o cualquier cambio ex­terior, sino un gran cambio interior: un cambio producido en el alma por la obra del Espíritu Santo; un cambio en to­do nuestro modo de ser. Porque desde el momento en que so­mos nacidos de Dios, vivimos de una manera muy diferente de la anterior—estamos, como quien dice, en otro mundo.

2.     Cosa fácil de entender es el fundamento o la razón de esta expresión. Cuando experimentamos este gran cambio, se puede decir con mucha exactitud que somos nacidos de nue­vo, puesto que existe una semejanza muy grande entre las circunstancias del nacimiento natural y las del espiritual. De manera que para entender lo que es este último, lo más fácil es considerar las circunstancias de aquél.

3.   La criatura que aún está por nacer subsiste, a la verdad, con el aire, con todo aquello que tiene vida, pero no lo siente, ni ninguna otra cosa a no ser de una manera muy incompleta e imperfecta; oye muy poco, si es que oye, puesto que los órganos del oído están todavía cerrados. No ve nada, puesto que tiene los ojos muy bien cerrados y está rodeada de completa oscuridad. Tiene algunos principios débiles de vida cuando ya se acerca su tiempo de nacer y, por consiguiente, algunos movimientos por medio de los que se distingue de una mera masa de carne, pero no tiene sentidos—todas estas avenidas del alma están ahora completamente cerradas. En tal virtud, apenas tiene comunicación con este mundo visible y ningún conocimiento, concepción o idea de las cosas que aquí pasan.

4.     La razón por la que el que aún no ha nacido es en­teramente extraño a este mundo visible no es porque esté le­jos, puesto que está muy próximo y por todas partes rodeado de las cosas de este mundo, sino, en parte, porque no tiene esos sentidos. Esas vías hasta su alma que son las únicas por medio de las cuales se puede uno comunicar con el mundo ex­terior, aún no están abiertas y un velo muy espeso está en­trepuesto y no puede discernir nada.

5.    Pero desde que la criatura nace al mundo, empieza a existir de una manera muy diferente. Ahora siente el aire que le rodea y lo llena por todas partes, tan pronto como puede aspirar y respirar para sostener la vida. De lo que resulta un desarrollo constante de fuerzas, movimientos y sensaciones, estando todos los sentidos del cuerpo despiertos y abastecidos de sus propios objetos.

Abrense sus ojos para percibir la luz que todo lo inunda, y no sólo descubre su propio ser, sino una infinita variedad de cosas, cuya existencia había hasta entonces ignorado por completo. Se abren sus oídos, y entran sonidos de variedad sin fin. Usa cada sentido en examinar objetos que le son pe­culiares, y por medio de estos conductos, el alma, teniendo ya acceso al mundo visible, adquiere más y más conocimiento de las cosas visibles y de todo lo que existe sobre la tierra.

6.    Así es con aquel que es nacido de Dios. Antes de que se obre en él ese gran cambio, si bien existe en Aquel en quien “vivimos, nos movemos y somos,” no tiene conciencia de Dios; no siente, no tiene interiormente la conciencia de su presencia; no percibe ese aliento divino de vida, sin el que no puede subsistir ni un momento, ni siente ninguna de las cosas de Dios. El no hace en su alma impresión alguna. Cons­tantemente está Dios llamándole desde las alturas, pero él no le escucha; sus oídos están cerrados de manera que no oye la voz de los que encantan, por más hábil que el encantador sea. No ve las cosas del Espíritu de Dios. Los ojos de su in­teligencia están cerrados y una profunda oscuridad envuel­ve su alma y por todas partes le rodea. Muy bien puede ser que tenga algunos rayos débiles de luz, algunos preludios de movimientos espirituales, pero todavía no tiene sentidos es­pirituales capaces de discernir objetos espirituales y, por con­siguiente, “no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, y no las puede entender, porque se han de examinar espiri­tualmente.”

7.    De aquí que apenas conozca el mundo invisible, pues­to que apenas tiene contacto con él, y esto no porque esté muy lejos—se encuentra en medio de él, por todas partes le rodea. El otro mundo, como generalmente le llamamos, no está lejos de ninguno de nosotros; está arriba y abajo, y de todos lados. Sólo que el hombre natural no lo discierne; en parte, porque no tiene sentidos espirituales con qué discernir las cosas de Dios, y, en parte, porque el velo que tiene delan­te es tan espeso que no sabe cómo podrá penetrarlo.

8.        Empero, cuando es nacido de Dios, nacido del Espí­ritu, ¡cómo cambia la manera de su existencia! Toda su alma se vuelve sensible a Dios y puede decir de su experiencia se­gura: “Mi senda y mi acostarme has rodeado;” siento que estás en todos mis caminos; “detrás y delante me guarneciste, y sobre mí pusiste tu mano.” Aspira inmediatamente el espí­ritu o aliento de Dios que ha sido soplado en el alma recién nacida, y el mismo aliento que viene de Dios, vuelve a El. Así como lo recibe continuamente por medio de la fe, de la misma manera se devuelve con el amor por la oración, la alabanza y acción de gracias, siendo el amor, la alabanza, y la oración el aliento de todas las almas que son nacidas de Dios. Y por medio de este nuevo género de aliento espiritual, no sólo se sostiene la vida espiritual, sino que aumenta cada día juntamente con la fuerza, movimiento y sensaciones espi­rituales. Todos los sentidos del alma, habiendo despertado, son ahora capaces de discernir entre el bien y el mal espiri­tuales.

9.        Los ojos de su entendimiento están ahora abiertos, y ve “al Invisible,” y “la supereminente grandeza de su poder” y de su amor para con los que creen en El. Ve que Dios tiene misericordia de él, que es pecador; que se ha reconciliado por medio del Hijo de su amor; percibe claramente el amor de Dios que perdona, y todas sus “preciosas y grandísimas pro­mesas.” “Dios que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, resplandeció,” y resplandece “en su corazón” para ilu­minarlo “con el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.” Todas las tinieblas ya pasaron, y permanece en la faz de Dios.

10.      Se han abierto sus oídos, y la voz de Dios ya no llama en vano; escucha y obedece al llamamiento celestial; conoce la voz de su Pastor. Habiendo ya despertado todos sus sen­tidos espirituales, tiene un contacto claro con el mundo in­visible, y, por consiguiente, sabe más y más respecto de las cosas que “su corazón no podía concebir” antes. Sabe lo que son la paz de Dios, el gozo en el Espíritu Santo, el amor de Dios que se derrama en los corazones de aquellos que creen en El por medio del Señor Jesucristo. Así es que habiéndose quitado el velo que interceptaba la luz y la voz, el conoci­miento y el amor de Dios, cualquiera que es nacido del Espí­ritu Santo permanece en el amor, “vive en Dios y Dios en él.”

II.       1. Habiendo considerado el significado de la expre­sión: “Cualquiera que es nacido de Dios,” réstanos investi­gar, en segundo lugar, en qué sentido “no hace pecado.”

Una persona que es nacida de Dios, como acabamos de describir—quien está constantemente recibiendo de Dios el aliento de vida en su alma, la influencia llena de gracia del Espíritu, y que de continuo la devuelve; que cree y ama de este modo; que percibe por medio de la fe los actos continuos de Dios sobre su espíritu, y que devuelve, por medio de cier­ta clase de reacción espiritual, la gracia que recibe en oración, amor y alabanza incesantes—no sólo deja de hacer el pecado mientras que persevera de esta manera sino que “su simiente está en él” (la simiente de Dios), “y no puede pecar, porque es nacido de Dios.”

2.        Por pecado entiendo aquí el pecado exterior, en la aceptación común y clara de la palabra: una trasgresión actual y voluntaria de la ley; de esta ley de Dios revelada y escrita; de cualquier mandamiento de Dios reconocido como tal al tiempo de cometer la trasgresión. Pero “cualquiera que es nacido de Dios,” mientras que permanece en la fe, el amor, y el espíritu de oración y acción de gracia, no sólo deja de hacer pecado, sino que no puede cometerlo. Mientras que cree en Dios, por medio de Cristo, y le ama, y le abre su corazón, no puede voluntariamente quebrantar ningún man­damiento de Dios, ya sea hablando o haciendo aquello que Dios ha prohibido. Mientras que la simiente que en él perma­nece, esa fe amorosa, devota y agradecida, le impulsa a evitar todo aquello que sabe es una abominación en la presencia de Dios.

3.        Aquí se presenta inmediatamente una dificultad que a muchos ha parecido insuperable, induciéndolos a negar la aserción clara del apóstol y a renunciar el privilegio de los hijos de Dios.

Es un hecho innegable que algunos de los que han sido na­cidos de Dios, según el testimonio infalible que respecto de ellos nos da el Espíritu de Dios en su Palabra, no sólo han podido pecar, sino que de hecho han cometido pecados, aun graves y exteriores; han quebrantado las leyes de Dios, claras y sabidas hablando y haciendo lo que sabían que El ha pro­hibido.

4.     No cabe duda que David fue nacido de Dios antes de que le ungieran rey de Israel. Conocía a Aquel en quien había creído, y era esforzado en fe dando gloria a Dios. “Jehová es mi pastor,” decía, “nada me faltará; en lugares de delicados pastos me hará yacer; junto a aguas de reposo me pastorea­rá...Aunque ande en valle de sombra de muerte, no teme­ré mal alguno; porque tú estarás conmigo” (Salmos 23:1, 2,4). Le llenaba tal amor, que a menudo exclamaba: “Amarte he, oh Jehová, fortaleza mía; Jehová, roca mía, y castillo mío; el cuerno de mi salud y mi refugio” (Salmos 18:1, 2). Era un hombre de oración, que derramaba su alma ante Dios en to­das las circunstancias de su vida; abundante siempre en ala­banzas y acciones de gracias. “Bendeciré a Jehová,” decía, “en todo tiempo; su alabanza será siempre en mi boca” (Sal­mos 34: 1). “Mi Dios eres tú, y a ti alabaré; Dios mío a ti ensal­zaré” (Salmos 118: 28). Y a pesar de todo esto, ese hijo de Dios pudo cometer y cometió el pecado: los horrendos pe­cados del adulterio y el homicidio.

5.  Y aún después de que el Espíritu Santo fue dado más abundantemente, y la vida y la inmortalidad fueron sacadas a la luz por el Evangelio, no faltaron ejemplos de tan triste verdad que indudablemente deben haber sido escritos para nuestra enseñanza. Por ejemplo, aquel a quien los apóstoles dieron el sobrenombre de Bernabé—que quiere decir: hijo de consolación, probablemente debido a que vendió cuanto te­nía y trajo el precio para auxiliar a los hermanos pobres (He­chos 4:36, 27) —a quien de tal manera honraron en Antio­quía que fue elegido juntamente con Pablo, de entre todos los discípulos, para llevar los socorros a los hermanos en Ju­dea (Hechos 11:29, 30), y quien a su regreso fue solemne­mente apartado de todos los demás profetas y doctores, por la dirección especial del Espíritu Santo, para la obra para la cual Dios le llamó—para acompañar al gran apóstol de los gentiles, y ser su colaborador en todos lugares, fue tan por­fiado después que se disgustó con Pablo (15:35-38), porque: al ir a visitar a los hermanos por segunda vez, a éste no le parecía bien llevar consigo “a Juan...que se había apartado de ellos desde Pamphylia, y no había ido con ellos a la obra;” hasta el grado que él mismo se separó de la obra, y “tomando a Juan, navegó a Cipro” (15:39), abandonando a aquel con  quien el Espíritu Santo le había unido de una manera tan es­pecial.

6.  Pablo, en su Epístola a los Gálatas, menciona otro caso todavía más sorprendente que éstos. Cuando Pedro, el anciano, celoso y primero de los apóstoles, uno de los tres más especialmente favorecidos del Señor, vino a Antioquía, “le resistí en la cara, porque era de condenar. Porque antes que viniesen unos de parte de Jacobo, comía con los Gentiles,” paganos convertidos a la fe cristiana, puesto que Dios le había enseñando personalmente “que a ningún hombre llame común o inmundo” (Hechos 10: 28); “mas después que vinieron, se retraía y apartaba, teniendo miedo de los que eran de la cir­cuncisión. Y a su disimulación consentían también los otros judíos, de tal manera que aun Bernabé fue también llevado de ellos en su simulación.

Mas, cuando vi que no andaban de­rechamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro, delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los Gentiles y no como Judío,” no guardando la ley ceremonial de Moisés, “¿por qué constriñes a los Gentiles a judaizar?” (Gálatas 2:11-14). Indudablemente que este fue un pecado cometido por uno que había nacido de Dios, pero, ¿cómo puede reconci­liarse esto con la aserción de Juan, si se toma en su sentido obvio y literal: “Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado”?

7.        Contesto que lo que se ha observado por mucho tiem­po, es esto: “el que es nacido de Dios, se guarda a sí mismo,” lo que puede hacer por medio de la gracia de Dios, “y el ma­ligno no le toca;” pero si no se guarda a sí mismo, si no per­manece en la fe, puede hacer el pecado como cualquiera otro.

Cosa fácil de entender es que alguno de los hijos de Dios caiga, y, sin embargo, la gran verdad de Dios declarada por el apóstol, permanece firme e inmovible. No se guardó por medio de la gracia de Dios que le habría sido suficiente. Ca­yó poco a poco, primero en el pecado interior y negativo, no despertando el don de Dios que estaba en él; sin velar en la oración, ni proseguir al blanco, “al premio de la soberana vocación;” y después en pecado positivo e interior, inclinan­do su corazón a la iniquidad, cediendo a algún mal deseo o temperamento. Después perdió su fe, perdió de vista al Dios que perdona, y por consiguiente, su amor de Dios. Y estando entonces débil como cualquiera otro hombre, fue capaz de cometer aun el pecado exterior.

8.        Expliquemos esto con un ejemplo especial: David fue nacido de Dios y vio a Dios por medio de la fe. Amó a Dios con toda sinceridad y pudo verdaderamente decir: “¿A quién tengo yo en el cielo?” y no hay en la tierra persona ni cosa que “yo desee fuera de ti;” y sin embargo, permaneció en su corazón esa corrupción de la naturaleza, que es el origen de todo mal.

Paseábase por el terrado de la casa (II Samuel 11: 2), pro­bablemente alabando al Dios que su alma amaba, cuando mi­ró hacia abajo y vio a Bathseheba, sintió una tentación, un pensamiento que tendía al mal. El Espíritu de Dios no dejó de persuadirle respecto de esto. Indudablemente oyó y conoció la voz amonestadora, pero hasta cierto punto cedió al mal pensamiento, y la tentación comenzó a prevalecer en él, y esto mancilló su espíritu. Veía a Dios, pero no tan claramente como antes. Le amaba, mas no con el mismo fervor, fuerza e intensidad de afección. Y sin embargo, Dios le detuvo otra vez, aunque su Espíritu estaba constreñido y su voz, aunque más y más débil, aún le decía al oído: “El pecado está a la puerta,” mírame y serás salvo. Pero no quiso escuchar; miró otra vez, no a Dios, sino al objeto prohibido, y entonces la naturaleza, haciéndose superior a la gracia, encendió en su corazón el fuego de la lujuria.

Entonces se cerraron los ojos de su entendimiento otra vez y Dios se desvaneció de su presencia. La fe, esa comuni­cación con Dios divina y sobrenatural, y el amor de Dios, cesaron por completo. Se disparó a la batalla como un caballo y cometió, a sabiendas, el pecado exterior.

9.        Ya veis el descenso palpable de la gracia al pecado. Procede de la manera siguiente: (1) La semilla divina de la fe amorosa y que conquista, permanece en cualquiera que es nacido de Dios. “Se guarda a sí mismo,” por la gracia de Dios, y “no peca.” (2) Viene la tentación del mundo, la carne o el diablo, no importa de dónde sea. (3) El Espíritu de Dios avisa que el pecado se acerca y amonesta a velar y orar más eficazmente. (4) Cede en cierto grado a la tentación, que em­pieza a gustarle. (5) Contrista al Espíritu Santo, su fe se de­bilita y su amor a Dios se enfría. (6) El Espíritu le reprende más severamente, y le dice: “Este es el camino; anda en él.” (7) Se vuelve del otro lado para no oír la triste voz de Dios, y escucha las palabras agradables del tentador. (8) Los malos deseos empiezan a cundir en su alma, hasta que la fe y el amor se desvanecen, y entonces se hace capaz de cometer el pecado exterior, puesto que el poder de Dios se ha separado de él.

10.      Expliquemos esto con otro ejemplo. El apóstol Pe­dro estaba lleno de fe y del Espíritu Santo, y, al guardarse a sí mismo, tenía la conciencia libre de culpa para con Dios y para con los hombres. Andando, pues, en toda sencillez y sin­ceridad de Dios “antes que viniesen unos de parte de Jacobo, comía con los Gentiles,” sabiendo que lo que Dios ha limpia­do, no es común ni inmundo. “Mas después que vinieron,” sintió una tentación en su corazón: tener “miedo de los que eran de la circuncisión,” los judíos convertidos, que eran ce­losos de la circuncisión y otros ritos de la ley mosaica, y con­siderar el favor y la alabanza de estos hombres más que la aprobación de Dios. El Espíritu le avisó que el pecado estaba cercano, y sin embargo, cedió a él en cierto grado, hasta te­ner un miedo pecaminoso del hombre, y su fe y amor se debi­litaron naturalmente.

Dios le reprendió otra vez por haber escuchado al dia­blo, y sin embargo, no quiso escuchar la voz del Pastor, sino que se entregó a ese miedo servil, y por consiguiente, apagó la influencia del Espíritu. Dios desapareció entonces, y ha­biéndose extinguido la fe y el amor, Pedro cometió el pecado exterior, no andando rectamente conforme a la verdad del Evangelio. Se apartó de los hermanos cristianos y con su ejemplo, si no fue que también con sus palabras, constriñó a los gentiles “a judaizar,” a enredarse otra vez “en el yugo de servidumbre,” del cual Cristo los había hecho libres.

Es indudablemente cierto que cualquiera que es nacido de Dios y se guarda a sí mismo, no hace, ni puede hacer el pecado. Y sin embargo, si no se guarda a sí mismo, puede con avidez cometer toda clase de pecado.

III.     1. De las anteriores consideraciones, podernos apren­der, en primer lugar, a dar una respuesta clara e incontesta­ble a un asunto que con frecuencia ha dejado perplejos a mu­chos corazones sinceros: ¿Precede el pecado a la pérdida de la fe o se sigue a ella? Un hijo de Dios, ¿cornete primero el pe­cado, y pierde con tal motivo su fe, o pierde ésta primeramen­te, antes de cometer el pecado?

A lo que contesto: algún pecado, de omisión al menos, debe necesariamente preceder a la pérdida de la fe—algún pe­cado interior. Pero la pérdida de la fe debe preceder a la comisión del pecado exterior.

Mientras más examine el creyente su corazón, más se convencerá de que la fe, obrando por el amor, excluye del alma que vela en oración tanto el pecado interior como el exterior; que aún entonces estamos expuestos a la tentación, especialmente a la del pecado individual que nos dominaba; que si la vista amante del alma está fija en Dios, la tentación pronto se desvanece. Pero somos tentados cuando de nuestra propia concupiscencia somos atraídos y cebados (como dice el apóstol Santiago en 1:14), por los placeres presentes o que tenemos en prospecto. Entonces el deseo que hemos conce­bido, pare el pecado, y habiendo destruido nuestra fe por me­dio de ese pecado interior, nos arroja de cabeza en los lagos del demonio, a fin de que cometamos toda clase de pecados exteriores.

2.        De lo que se ha dicho podemos deducir en segundo lu­gar, lo que es la vida de Dios en el alma del creyente, en lo que propiamente consiste, y lo que significa inmediata y ne­cesariamente. Significa desde luego e indispensablemente la inspiración continua del Espíritu Santo de Dios; el aliento que Dios inspira en el alma y que el alma devuelve a Dios; una acción constante de Dios sobre el alma y la reacción del al­ma hacia Dios; la presencia incesante del Dios amante que perdona, que se revela al corazón y a quien percibe la fe, y la devolución constante del amor, las alabanzas y oraciones, la oblación de nuestros pensamientos y corazones, de nues­tras palabras y labios, de las obras de nuestras manos, de todo nuestro cuerpo, alma y espíritu para ser un sacrificio santo y aceptable a Dios en Cristo Jesús.

3.        De lo cual podemos inferir, en tercer lugar, la nece­sidad absoluta que hay de esta reacción del alma, cualquiera que sea el nombre que le demos, a fin de que continúe en ella la vida divina. Porque indudablemente Dios no continúa obran­do en el alma si ésta no persevera en su reacción hacia El. El nos previene, no cabe la menor duda, con las bendiciones de su bondad. Nos ama primero y se manifiesta a nosotros; mientras que aún estamos lejos, nos llama hacia El, e ilumina nuestros corazones. Pero si no amamos entonces al que nos amó primero, si no escuchamos su voz, si volvemos nuestra vista hacia otra parte, y no recibimos la luz que derrama, su Espíritu no seguirá luchando para siempre, sino que poco a poco se irá retirando hasta dejarnos en las tinieblas de nues­tros corazones. No seguirá soplando en nuestras almas a no ser que éstas le devuelvan ese aliento; a no ser que nuestro amor, nuestras oraciones, nuestras acciones de gracias vuelvan a El como un sacrificio en el cual tome contentamiento.

4.   Aprendamos, por último, a seguir el consejo del gran Apóstol: “No te ensoberbezcas, antes teme.” Temamos el pecado más que la muerte o el infierno; tengamos un temor, que, si bien libre de sufrimiento esté lleno de celo, no sea que nos inclinemos hacia nuestros corazones engañosos. “Así que el que piense estar firme, mire no caiga.” Aun aquel que ahora está firme en la gracia de Dios, en la fe que vence al mundo, puede, a pesar de esto, caer en el pecado interior y hacer, por lo tanto, naufragio de la fe. ¡Con qué facilidad recobrará do­minio sobre él el pecado interior! Por consiguiente, ¡oh hom­bre de Dios, vela siempre para que puedas oír la voz de Dios! Vela para que puedas orar sin cesar, a todas horas y en todos lugares, abriendo por completo tu corazón. Así podrás creer y amar siempre, y no harás el pecado.

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 SERMON 19 - John Wesley

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Matthew Henry