Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


16 de agosto de 2012

JEHOVA, JUSTICIA NUESTRA


John Wesley

Este será su nombre que le llamarán: Jehová, justicia nuestra (Jeremías 23: 6).

1.    ¡Cuántas y cuán terribles han sido las contiendas respecto a la religión! Y esto no sólo entre los hijos de este mundo, entre los que no sabían lo que era la verdadera re­ligión, sino aun entre los mismos hijos de Dios, aquellos que han sentido el reino de Dios en sí mismos, que han probado la “justicia, paz y gozo por el Espíritu Santo.” ¡Cuántos de estos hermanos, en todos tiempos, en lugar de unirse en con­tra del enemigo común, han usado sus armas los unos en con­tra de los otros, y no sólo despreciado un tiempo tan precio­so, sino lastimado sus espíritus, debilitado mutuamente sus manos y estorbado por consiguiente, el desarrollo de la gran obra de su común Maestro! ¡Cuántos débiles se han escan­dalizado con tal motivo! ¡Cuántos lisiados se han separado del camino! ¡Cuántos pecadores han confirmado su falta de res­peto a la religión y su desprecio para con aquellos que la pro­fesan! Y ¡cuántos excelentes hombres han sido constreñidos a llorar en secreto!

2.    ¿Qué no debería hacer y sufrir todo aquel que ama a Dios y a sus semejantes, por remediar tan grave mal; por quitar esta contención de entre los hijos de Dios; por restaurar y preservar la paz entre ellos? ¿Qué otra cosa, excepto una buena conciencia, apreciaría demasiado para no separarse de ella, por obtener este buen fin? Y supongamos que no poda­mos hacer que estas guerras cesen en el mundo; que no po­damos conseguir que todos los hijos de Dios se reconcilien; sin embargo, cada quien debe hacer cuanto esté a su alcance por contribuir a esta obra, aunque sea con un grano de arena. Dichosos aquellos que pueden poco más o menos promover la paz y buena voluntad entre los hombres, especialmente entre los hombres buenos, entre los que se han alistado bajo la bandera del Príncipe de la paz, y están, por consiguiente, procurando, en cuanto está en ellos, tener paz “con todos los hombres.”

3.    Se daría un gran paso hacia este glorioso fin, si pu­diéramos conseguir que los hombres sinceros se entendiesen mutuamente. El mero hecho de no entenderse bien es causa de abundantes disputas. Frecuentemente ninguna de las par­tes contendientes entiende lo que la contraria piensa, de lo cual sigue que se atacan con violencia, cuando en realidad de verdad no están desacordes. Y sin embargo, no es siem­pre cosa fácil convencerlos de esto, especialmente cuando se han exaltado los ánimos, lo que es causa de gran dificultad; empero, no es imposible, especialmente cuando procuramos hacerlo no confiando en nosotros mismos, sino poniendo to­da nuestra esperanza en Aquel para quien todas las cosas son posibles. ¡Con qué prontitud puede dispersar las nubes, iluminar sus corazones y ayudarlos a entenderse el uno al otro, y también “la verdad como está en Jesús”!

4.    Un artículo muy importante de esta verdad está con­tenido en las palabras arriba citadas: “Este será su nombre que le llamarán: Jehová, justicia nuestra;” verdad profunda del genio del cristianismo, que en cierto sentido sostiene to­do el edificio de nuestras creencias. De esto se puede afirmar, indudablemente, lo que Lutero decía de una verdad que se relaciona con esto muy de cerca; es articulus stantis vel ca­dentis Ecclesice—un artículo con el cual la Iglesia permane­ce, y sin el cual cae. Es el fundamento y la columna de esa fe, de la cual únicamente viene la salvación—de esa fe ca­tólica o universal que se encuentra en todos los hijos de Dios, y la que si el hombre no guardare entera y sin mácula, pere­cerá indudablemente para siempre.

5.    ¿No es natural esperar, por consiguiente, que todos los que pronuncian el nombre de Cristo estén de acuerdo en este punto, por más que difieran en otros? Pero ¡qué lejos es­tamos de esto! Raro es el asunto respecto del cual están tan poco de acuerdo; en el que parecen disentir de una manera tan completa e irreconciliable los que profesan seguir a Cristo. Y digo parecen disentir, porque estoy plenamente persuadido de que muchos de ellos sólo parecen estar desacordes. Con­siste la diferencia más bien en palabras que en pensamiento. Están mucho más cerca en el criterio que en el lenguaje, y de que hay gran diferencia en el lenguaje no cabe la menor du­da; no sólo entre los protestantes y los papistas, sino entre los mismos protestantes; más aún, entre aquellos que creen en la justificación por la fe, que están de acuerdo en ésta lo mismo que en todas las doctrinas cardinales del Evangelio.

6.    Empero, si la diferencia es más de opinión que en la experiencia real; más en la expresión que en la práctica, ¿có­mo es que aun los mismos hijos de Dios contienden con tanta vehemencia respecto de este asunto? Varias razones pueden darse en explicación de esto, siendo la principal que no se entienden los unos a los otros, y además la insistencia tan firme en sus opiniones y modos particulares de expresión.

A fin de evitar esto, al menos hasta donde fuere posi­ble, y procurar entendernos sobre este particular, trataré, con la ayuda de Dios, de demostrar:

I.    La justicia de Cristo.

II.   Cuándo y en qué sentido se nos imputa.

Concluyendo con una clara y corta aplicación.

I.    ¿Qué cosa es la justicia de Cristo? La justicia de Cris­to tiene dos fases: la divina y la humana.

1.    Su justicia divina pertenece a su naturaleza divina; siendo que El es el que existe sobre todas las cosas; Dios, “el cual es bendito por siglos;” el Ser Supremo; el Eterno, igual al Padre respecto de su divinidad, pero inferior a El en su hu­manidad. Esta es su santidad eterna, esencial, inmutable; su justicia, misericordia y verdad infinitas en todo lo cual El y el Padre son uno.

No creo, sin embargo, que el asunto en cuestión tenga nada que ver con la justicia divina de Cristo. Creo que muy pocos, si es que algunos, pretenden que esta justicia se nos impute, y los que creen en la doctrina de la imputación, en­tienden especialmente—si no únicamente—que se refiere a su justicia humana.

2.    La justicia humana de Cristo pertenece a su natura­leza humana puesto que es el “Mediador entre Dios y los hom­bres, Jesucristo hombre.” Esta es interior o exterior. Su jus­ticia interior es la imagen de Dios grabada en todos los po­deres y facultades de su alma. Es la justicia divina hasta donde puede impartirse a un espíritu humano; es una transmisión de la pureza, justicia, misericordia y verdad divinas; significa amor, reverencia, sumisión al Padre, humildad, mansedum­bre, modestia, amor del género humano perdido y todos los demás atributos santos y celestiales en su más alto grado, sin defecto alguno ni mezcla de injusticia.

3.    El hecho de que no hizo nada malo, de que no conoció pecado de ninguna clase, de que no fue “hallado engaño en su boca,” que nunca habló una sola palabra ociosa o come­tió una mala acción, es la menor manifestación de su jus­ticia exterior. Hasta aquí sólo es una justicia negativa, si bien es justicia cual ningún otro hombre nacido de mujer ha te­nido, ni tendrá jamás. Pero aun su justicia exterior era tam­bién positiva; todo lo hacía bien. En cada una de las palabras que pronunciaban sus labios, en todas las obras de sus manos, hacía exactamente la voluntad de Aquel que le envió. Du­rante toda su vida hizo la voluntad de Dios en la tierra como los ángeles la hacen en el cielo. Todo lo que habló y dijo fue recto en todas las circunstancias; toda su obediencia, en conjunto y en detalle, fue perfecta. Cumplió toda “la justicia de la ley.”

4.    Su obediencia, sin embargo, significaba más que todo esto. Incluía, además de la obediencia, el sufrimiento; el sufri­miento conforme a la voluntad de Dios desde que vino al mundo hasta que llevó nuestros pecados en su cuerpo en el madero; hasta que habiendo ofrecido un perfecto sacrificio por ellos, “inclinó la cabeza y dio el espíritu.” Esta es la que usualmente se llama la justicia pasiva de Cristo. Pero como la justicia activa y pasiva de Cristo nunca se separaron, no necesitamos separarlas ahora ni en palabras ni en pensamien­to. Respecto de estas dos clases de justicia identificadas, Jesús es llamado: “Jehová, justicia nuestra.”

II.   Pero, ¿cuándo podemos exclamar en verdad: “Jehová justicia nuestra”? En otras palabras, ¿cuándo y en qué sentido se nos atribuye la justicia de Cristo?

1.    Buscad por todo el mundo y descubriréis que res­pecto de este punto los hombres son creyentes o incrédulos. La primera cosa, pues, que no admite discusión entre perso­nas razonables, es que la justicia de Cristo se atribuye a los creyentes y no a los incrédulos.

Pero, ¿cuándo se atribuye? En la misma hora en que creen, la justicia de Cristo se hace suya; se imputa a cualquiera que cree, tan luego como cree. La fe y la justicia de Cristo son inseparables, porque si se cree según la Escritura, se cree en la justicia de Cristo. No hay fe, es decir, una fe que justifique, que no tenga por fin la justicia de Cristo.

2.    Muy cierto es que los creyentes no se expresan del mismo modo; que no todos usan el mismo lenguaje. No es de esperarse que lo hagan, no podemos racionalmente exigír­selos.

Miles de circunstancias pueden hacerlos disentir unos de otros en la manera de expresarse, pero la diferencia del lenguaje no admite necesariamente diferencia de opinión. Con mucha frecuencia sucede, si bien rara vez lo tomamos en con­sideración, que dos personas usan distintas expresiones, cuan­do en realidad de verdad creen una misma cosa. Más aún, para algunas personas, cuando hablan de algún asunto después de un período considerable de tiempo, es imposible usar las mis­mas frases, aunque tengan las mismas ideas que antes. ¿Será, pues, justo exigir de los demás las mismas expresiones que nosotros usamos?

3.    Podemos ir todavía más lejos: algunos individuos pue­den disentir de nosotros en sus opiniones y en el modo de expresarse y, sin embargo, participar de la misma preciosa fe. Tal vez no tengan una idea exacta de la bendición de que go­zan; puede ser que sus ideas no sean muy claras y, sin em­bargo, no sería extraño que tuvieran una experiencia tan rica como la nuestra. Existe una diferencia muy grande en las fa­cultades naturales de los hombres, y especialmente en su ca­pacidad de comprensión. Esa diferencia se aumenta en gran manera con motivo de su educación. A la verdad que esto so­lamente es ocasión de una diferencia inconcebible de opinio­nes de varias clases. ¿Será extraño que esto suceda en este asunto, lo mismo que en cualquiera otro? Sin embargo, a pesar de sus opiniones—lo mismo que de sus expresiones—confu­sas e incorrectas, sus corazones pueden muy bien apegarse a Dios por medio del Hijo de su amor, e interesarse verdadera­mente en su justicia.

4.    Concedamos, pues, a los demás todo aquello que de­searíamos se nos concediese si estuviéramos en su lugar. ¿Quién ignora, repito, el poder asombroso que tiene la edu­cación, y cómo podemos esperar que un miembro de la igle­sia romana, por ejemplo, piense o hable claramente sobre es­te particular? Y sin embargo, si hubiésemos oído a Bellarmino contestar en sus últimos momentos a la pregunta: “¿A qué santo te acoges?” con las palabras: “Fidere meritis Christi tustissimum,” (Lo más seguro es confiar en los méritos de Cristo), ¿habríamos afirmado que, a pesar de sus opiniones erróneas, no tenía parte en su justicia?

5.    Empero, ¿en qué sentido se atribuye esta justicia a los creyentes? En este sentido: todos los creyentes están per­donados y son aceptados, no en virtud de ninguna cosa que exista en ellos, que hagan, hayan hecho o puedan hacer ja­más, sino únicamente por lo que Cristo ha hecho y padecido por ellos. No en virtud de cualquiera cosa que haya en ellos, repito, o que hayan hecho, de su propia justicia u obras. “No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó.” “Por gracia sois salvos por la fe,…no por obras, para que nadie se gloríe,” sino única y en­teramente por lo que Cristo ha hecho y sufrido por nosotros. Estamos, pues, “justificados gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús.” Este es no sólo el me­dio de obtener favor para con Dios, sino de continuar en El. De esta manera venimos a Dios primeramente y de igual modo nos acercamos a El después; caminamos por la misma vía nue­va y viva hasta que nuestro espíritu vuelve a Dios.

6.       Por espacio de veintiocho años constantemente he creído y enseñado esta doctrina. La anuncié a todo el mundo en el año de 1738, y diez o doce veces después en estas u otras palabras semejantes, extractadas de las Homilías de nuestra Iglesia: “Estas cosas deben necesariamente aunarse en nues­tra justificación: por parte de Dios, su gran misericordia y gracia; por parte de Jesucristo, la satisfacción de la justicia divina, y por la nuestra, fe en los méritos de Cristo. De ma­nera que la gracia de Dios no elimina la justicia de Dios en nuestra justificación sino sólo la justicia del hombre en cuan­to al merecimiento de nuestra justificación.” “El que seamos justificados por la fe solamente quiere decir, muy a las cla­ras, que nuestras obras no tienen en lo absoluto ningún mérito, y que el merecimiento y mérito de nuestra justificación se atribuyen exclusivamente a Cristo. Nuestra justificación pro­cede mera y gratuitamente de la misericordia de Dios, puesto que no pudiendo el mundo entero pagar una sola parte de nuestra redención, le plació a El, sin merecerlo nosotros, pre­parar el cuerpo y la sangre de Jesucristo, con que se pagó nuestra redención y se satisfizo su justicia. Cristo, por consi­guiente, es ahora la justicia de todos aquellos que verdadera­mente creen en El.”

7.    Los himnos que se publicaron un año o dos después, y varias veces desde entonces—lo que testifica al hecho de que no he variado de opinión—anuncian plenamente las mis­mas ideas. El citar pasajes con este fin sería transcribir gran parte de los himnarios. Tenemos uno, sin embargo, que se volvió a publicar hace siete años; después hace cinco; luego hace dos, y últimamente hace pocos meses:

“Jesús, tu sangre y tu justicia, Son mi belleza y ropaje glorioso: Así vestido, por flamantes mundos Mi cabeza levantaré gozoso.”

Todo el himno expresa desde el principio hasta el fin, el mismo pensamiento.

8.    En el sermón sobre la justificación, que vio prime­ramente la luz pública hace diecinueve años, y luego hace siete u ocho, expresé la misma idea en las palabras siguientes (página 76): “Debido, pues, a que el Hijo de Dios ‘ha pro­bado la muerte por todos los hombres,’ ‘Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados pa­sados…De manera que, por amor de su amado Hijo, por lo que había hecho y sufrido por nosotros, Dios ahora promete perdonarnos el castigo que nuestros pecados merecen, vol­vernos su gracia, y dar a nuestras almas muertas la vida es­piritual como arras de la vida eterna, bajo una sola condición en el cumplimiento de la cual El mismo nos ayuda.”

9.    Más extensa y especialmente se expresa esto en el Tratado sobre la Justificación que publiqué el año pasado. “Si entendemos que el imputar la justicia de Cristo significa conferir, como quien dice, esa justicia incluyendo su obedien­cia tanto activa como pasiva en sus resultados, es decir, los privilegios, bendiciones y sacrificios que ha comprado, enton­ces se puede decir que el creyente es justificado por la justicia de Cristo que se le imputa. El sentido es este: Dios justifica al creyente en virtud de la justicia de Cristo, y no por ninguna justicia suya. Así dice Calvino (Institutos I. 2, c. 17): Cristo, por medio de su obediencia, obtuvo y mereció para nosotros gracia y favor para con Dios el Padre. En otra parte: Cristo por su obediencia, obtuvo o compró la justicia para nosotros. Y todavía en otro lugar: Todas estas expresiones—que estamos justificados por la gracia de Dios, que Cristo es nuestra justicia, que Cristo obtuvo la justicia para nosotros en su muerte y resurrección—significan lo mismo, es decir, que la justicia de Cristo, tanto activa como pasiva, es la causa meritoria de nuestra justificación, y ha obtenido de Dios que al creer nosotros se nos considere justos.”

10.  Tal vez algunos objeten y digan: “Enhorabuena, pe­ro ustedes afirman que la fe se nos imputa por justicia.” Pa­blo afirma esto repetidas veces, y por consiguiente, yo también lo afirmo. La fe se imputa por justicia a todos los cre­yentes, esto es, fe en la justicia de Cristo. Pero esto es exac­tamente lo mismo que llevamos dicho, porque con esa expresión no digo ni más ni menos que somos justificados por la fe y no por las obras; o que todos los creyentes están perdo­nados y son aceptados solamente en virtud de lo que Cristo hizo y sufrió por ellos.

11.  Pero, ¿no quedan los creyentes revestidos y cubier­tos de la justicia de Cristo? Indudablemente que sí quedan y, por consiguiente, las palabras arriba citadas expresan el sentimiento en los corazones creyentes:

“Jesús, tu sangre y tu justicia,

Son mi belleza y ropaje glorioso”

Es decir: “En virtud de la justicia activa y pasiva, estoy per­donado y aceptado por Dios.”

Pero, ¿no debemos quitarnos los harapos de nuestra pro­pia justicia antes de poder ponernos la inmaculada justicia de Cristo? Indudablemente que así lo debemos hacer. En otras palabras, debemos arrepentimos antes de creer al Evangelio; debemos abandonar esa confianza en nosotros mismos antes de poder confiar verdaderamente en Cristo; debemos descon­fiar enteramente de nuestra propia justicia, o no podremos descansar verdaderamente en la suya. No podemos con sin­ceridad poner nuestra confianza en lo que ha hecho y sufri­do por nosotros, sino hasta que dejamos de confiar en lo que hacemos. Primeramente recibimos la sentencia de muerte en nosotros mismos y luego confiamos en Aquel que vivió y murió por nosotros.

12.  Pero ¿no cree usted en la justicia inherente? Cier­tamente, en su lugar; no como la base, sino como el resultado de nuestra aceptación para con Dios; no en lugar de la jus­ticia imputada, sino como su consecuencia. Es decir: creo que Dios implanta la justicia en todo aquel a quien se le ha imputado; que “Cristo Jesús nos ha sido hecho por Dios santificación,” lo mismo que “justificación,” o en otras pala­bras, que Dios santifica lo mismo que justifica a todos los que creen en El. Aquellos a quienes se imputa la justicia de Cristo, son justificados por el espíritu de Cristo; son renovados como “el nuevo hombre que es criado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad.”

13.  Pero ¿no substituye usted la fe en lugar de Cristo o de su justicia? De ninguna manera; con especial cuidado doy su lugar a cada una de estas cosas. La justicia de Cristo es la única y completa base de nuestra esperanza. Por medio de la fe, el Espíritu Santo nos ayuda a edificar sobre esta base. Dios da esta fe; en ese momento Dios nos acepta, y sin em­bargo, no en virtud de esa fe, sino por lo que Cristo hizo y padeció por nosotros. Ya lo veis, cada una de estas cosas tiene su propio lugar: creemos, amamos, procuramos andar sin culpa y según todos los mandamientos de Dios, y, a pesar de todo, Mientras vivimos aquí De nosotros nos olvidamos; Y luego nos refugiamos En la justicia de Jesús.

Nuestra base es su pasión, El perdón reclamamos Y la entera redención En el nombre de Jesús.

14.  Por lo tanto, no niego la justicia de Cristo, como no niego su divinidad. Nadie puede acusarme de negar la pri­mera, como no me puede acusar de negar la segunda. Tam­poco niego la justicia imputada: esa es otra acusación injus­ta y poco caritativa que se me hace. Siempre he creído y cons­tantemente lo afirmo, que la justicia de Cristo se imputa a todos los creyentes. Empero, ¿quién niega esto? Todos los infieles bautizados o por bautizar; todos los que dicen que el evangelio de nuestro Señor Jesucristo es una fábula inven­tada con astucia; todos los socinianos y arrianos, todos los que niegan la divinidad del Señor que los rescató, quienes na­turalmente niegan su justicia divina, puesto que, según ellos, El no es sino una criatura humana. Niegan que su justicia hu­mana se impute a los hombres, ya que creen que éstos son aceptados en virtud de su propia justicia.

15.  Los miembros de la iglesia romana, o al menos to­dos los que son consecuentes con sus principios, niegan igual­mente la justicia humana de Cristo, o al menos que su im­putación sea la única y completa causa meritoria de la jus­tificación del pecador ante Dios. Pero no cabe duda que hay entre ellos muchos cuya experiencia va más allá de sus creen­cias, quienes, aunque estén muy lejos de expresarse con exac­titud, sin embargo, sienten algo que no saben cómo expresar; más aún, quienes, a pesar de que sus conceptos de esta gran verdad son tan vagos como sus expresiones, creen con todo su corazón en Cristo y confían solamente en El para su sal­vación presente y eterna.

16.  Con éstos podemos contar también a los que entre los mismos protestantes se llaman místicos; de los cuales uno de los primeros en el presente siglo, al menos en Inglaterra, era el señor Law, quien, como es muy bien sabido, negó abso­luta y celosamente la imputación de la justicia de Cristo, con tanto empeño como Roberto Barclay, que no tuvo es­crúpulo en exclamar: “¡Justicia imputada! ¡Necedad imputa­da!” La secta conocida con el nombre de cuáqueros opina de la misma manera. La generalidad de los que profesan ser miembros de la Iglesia Anglicana, ignoran por completo el asunto y nada saben respecto de la justicia imputada, o nie­gan esto por completo, lo mismo que la justificación por la fe, como perjudicial a las buenas obras. A éstos podemos aña­dir un número considerable de gente, comúnmente llamados anabaptistas, junto con miles de presbiterianos e indepen­dientes, quienes últimamente han recibido luz por los escri­tos del doctor Taylor. Sobre estos últimos no pretendo pasar sentencia alguna; los dejo a Aquel que los crió. Pero ¿quién podrá afirmar que a todos los místicos (tales como el señor Law, especialmente), los cuáqueros, los presbiterianos o los miembros de la Iglesia Anglicana que no tienen ideas claras sobre el particular ni se expresan con exactitud, les falte la experiencia cristiana, y que, por consiguiente, se encuentren todos en estado de condenación, “sin esperanza, sin Dios en el mundo”? Por muy confusas que sean sus ideas, por muy vago que fuere su lenguaje, ¿no habrá muchos entre ellos cuyo corazón es recto en la presencia de Dios, y que efectiva­mente conocen a “Jehová, Justicia Nuestra”?

17.  Empero, bendito sea Dios, no somos del número de aquellos cuyas expresiones y modos de expresarse son con­fusos; no negamos la frase ni su contenido, pero al mismo tiem­po no queremos imponerla a los demás hombres. Dejémoslos en libertad de usar esta o cualquiera otra que crean más en conformidad con las Escrituras, siempre que su corazón con­fíe solamente en lo que Cristo ha hecho y sufrido por ellos para obtener perdón, gracia y gloria. No puedo expresar esto mejor que en las palabras del señor Hervey, dignas de ser es­critas con letras de oro: “No insistimos en el uso de tal o cual frase, sólo en que se humillen los hombres como criminales arrepentidos y se arrojen a los pies de Cristo; que confíen ver­daderamente en sus méritos, e indudablemente se encontrarán en vía de la bendita inmortalidad.”

18.  ¿Se necesita o se puede decir algo más? Sostengamos solamente el tenor de esta declaración, y toda conten­ción respecto de tal o cual frase especial, quedará como arran­cada de raíz. Estemos firmes en esto: Cualquiera que se hu­milla a los pies de Cristo como un criminal arrepentido, y confía verdaderamente en sus méritos, está en vía de la ben­dita inmortalidad. No queda lugar a disputa. ¿Quién puede negar esto? ¿No nos unimos todos en este terreno común? ¿Respecto de qué cosa habremos de disputar? Un hombre pacífico sugiere frases que pueden satisfacer a todas las partes contendientes. No deseamos cosa mejor; aceptamos las pala­bras; las recomendamos con todo nuestro corazón y todas nuestras fuerzas. Marcad a cualquiera que se niegue a hacerlo como un enemigo de la paz, un perturbador de Israel, uno que molesta la Iglesia de Dios.

19.  Al mismo tiempo, lo que tenemos es esto: que al­guno use la expresión: “La justicia de Cristo,” o “La justicia de Cristo me es imputada,” como una capa de su injusticia. Sabemos que esto ha sucedido una y mil veces. Se ha repren­dido a algún hombre por la borrachera—supongamos-—y con­testa: “¡Ah, sí, pero yo no pretendo tener ninguna justicia propia; Cristo es mi justicia!”

A otro se le dice que “ni los que hacen extorsión, ni los injustos heredarán el reino de Dios,” y contesta con el mayor aplomo: “En mí mismo soy injusto, pero tengo una justicia inmaculada en Cristo.” Y así es que aun cuando se encuentre muy lejos de la práctica y de la disposición del cristiano, aunque no tenga la mente que está en Cristo, ni siga en lo mínimo su ejemplo, se cree estar fortalecido en contra de toda convicción en lo que llama “la justicia de Cristo.”

20.  Al ver tantos tristes ejemplos de esta clase usemos estas expresiones con el mayor cuidado, y no puedo menos que llamar la atención de vosotros los que las usáis con frecuen­cia, y rogaros, en el nombre de Dios nuestro Salvador—a quien pertenecéis y a quien servís—que protejáis con esmero a to­dos los que os escuchan, en contra de este malhadado abu­so. ¡Exhortadlos, que quizá escuchen vuestra voz! ¡Exhortadlos en contra de esa idea: “continuaremos en el pecado para que abunde la gracia”! Amonestadlos, no sea que traten de hacer de Cristo ministro de pecado; de invalidar ese decreto solemne de Dios: “la santidad, sin la cual nadie verá al Se­ñor;” imaginándose vanamente que son santos en Cristo. En­señadles que si continúan siendo injustos, de nada les apro­vechará la justicia de Cristo. Clamad en alta voz, pues que hay necesidad de ello, que con este mismo fin la justicia de Cristo se nos imputa; para que la justicia de la ley se cumpla en nosotros, y para que “vivamos en este siglo, templada y justa y píamente.”

21.  Réstame tan sólo hacer una corta y clara aplicación, y me dirijo, en primer lugar, a todos vosotros los que os opo­néis con vehemencia a todas estas expresiones y estáis pres­tos a condenar como antinomianos a todos los que las usan. ¿No es esto lo mismo que doblar el arco demasiado y en sen­tido contrario? ¿Por qué habéis de condenar a todos los que no hablan lo mismo que vosotros? ¿Habéis de pelear con ellos simplemente porque usan las frases que mejor les parece, y ellos no han de pelearse con vosotros cuando usáis de la mis­ma libertad? O si se pelean con vosotros por tal motivo, no imitéis el fanatismo que criticáis; al menos, concededles la libertad que ellos deberían concederos. ¿Qué razón tenéis pa­ra enojaros cuando oís una expresión? ¡Oh, se ha abusado de ella tanto! ¿Y de qué frase no se ha abusado? Sin embar­go, podernos evitar el abuso y restaurar el uso al mismo tiem­po. Sobre todo, estad seguros de conservar el sentido im­portante de la expresión: “Todas las bendiciones de que go­zo, todo lo que espero en este tiempo y en la eternidad, me ha sido dado entera y únicamente por lo que Cristo hizo y padeció por mí.”

En segundo lugar, añadiré unas cuantas palabras a los que acostumbran usar estas expresiones. Y permitidme que os pregunte: ¿no concedo bastante? ¿Qué más puede pedir un hombre racional? Concedo todo el sentido que vosotros deseáis: que gozamos de toda clase de bendiciones por me­dio de la justicia de Dios, nuestro Salvador. Concedo que po­déis usar miles de veces las expresiones que mejor os cuadren, con tal que procuréis evitar ese terrible abuso que os atañe destruir, lo mismo que a mí. Yo mismo uso de esta expresión—justicia imputada—con mucha frecuencia, y a menudo la pongo con otras semejantes en los labios de toda la congre­gación. Permitidme sin embargo, la libertad de conciencia en esto; el derecho de usar mi criterio individual. Permitidme usarla siempre que la crea más adecuada que cualquiera otra expresión y no os enojéis conmigo si no juzgo conveniente repetir la misma frase a cada dos minutos. Vosotros podéis hacerlo si queréis, pero no me condenéis porque no lo hago. No me digáis, con este motivo, que soy un papista, o un “enemigo de la justicia de Cristo.” Tenedme paciencia, como yo os la tengo; de otra manera, ¿cómo podremos cumplir toda “la justicia de Cristo”? No hagáis aspavientos como si fuera yo a “trastornar las bases del cristianismo.” Cualquiera que obre de esta manera, me hace una gran injusticia; no quiera Dios tomárselo en cuenta. Estoy echando, y durante muchos años he echado, las mismas bases que vosotros, y en verdad que “nadie puede poner otro fundamento que el que está pues­to, el cual es Jesucristo.”

Sobre esta base, es decir, por la fe, edifico como vosotros la justicia interior y exterior. No deis lugar por consiguiente, a ningún disgusto, mala disposición, esquivez ni frialdad en vuestro corazón. Habiendo diferencias de opinión, ¿dónde está nuestra religión si no podemos pensar y dejar que otros piensen? ¿Qué impide el que me perdonéis tan fácilmente co­mo yo os perdono? Cuánto más cuando la diferencia es sólo de expresión. Y realmente ni siquiera es eso. La disputa es sobre si tal expresión se ha de usar con más o menos frecuencia. En verdad que debemos estar muy ansiosos de disputar, si es que hemos de tomar este punto por pretexto. No demos ya a nuestros enemigos la oportunidad de blasfemar con motivo de estas pequeñeces; al contrario, evitemos la ocasión a los que la buscan. Unamos nuestras manos y nuestros corazones en el servicio de Dios. ¿Por qué no se ha hecho esto hace mu­cho tiempo? Puesto que tenemos “un Señor, una fe, una es­peranza de nuestro llamamiento,” fortifiquémonos mutuamen­te en Dios, y con un sólo corazón y unos mismos labios de­claremos a todo el género humano: “Jehová, Justicia Nuestra.”

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 SERMON 20 - John Wesley

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Matthew Henry