Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


28 de agosto de 2012

SOBRE EL SERMON DE NUESTRO SEÑOR EN LA MONTAÑA (II)


John Wesley

Bienaventurados los mansos: porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia (Ma­teo5:5-7).

I.     1. Cuando ha pasado el invierno, cuando el tiempo de la canción es venido y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola, cuando Aquel que consuela a los que lloran ha vuelto para estar con ellos “para siempre;” cuando a la luz de su presencia las nubes se dispersan—las negras nubes de la duda y de la incertidumbre—y las tempestades del temor huyen; las olas del pesar se calman, y el espíritu se regocija otra vez en Dios, su Salvador, entonces se cumplen evidente­mente estas palabras. Entonces aquellos a quienes El ha con­solado pueden dar testimonio y decir: “Bienaventurados,” o dichosos, “los mansos: porque ellos recibirán la tierra por heredad.”

2.     Pero, ¿quiénes son “los mansos”? No son aquellos que se afligen sin necesidad, porque nada saben; que ven con indiferencia los males que existen, porque no pueden discer­nir entre el bien y el mal. No son aquellos a quienes una tor­pe insensibilidad protege en contra de los golpes de la vida, ni los que, por naturaleza o artificio, tienen la índole de zoquetes o piedras, y a quienes nada lastima porque no sienten nada. Esto no concierne en manera alguna a los filósofos in­sensatos. La apatía está tan distante de la mansedumbre como de la benevolencia. De manera que no llegamos a concebir cómo pudieron algunos cristianos de las edades más puras, especialmente ciertos Padres de la Iglesia, confundir uno de los errores más crasos del paganismo con una de las ramas del verdadero cristianismo.

3.   La mansedumbre cristiana tampoco significa falta de celo por las cosas de Dios, como no significa ignorancia o in­sensibilidad. No, evita todos los extremos, ya de exceso, ya de falta. No destruye, sino que equilibra esas afecciones que el Dios de la naturaleza nunca ha determinado que la gracia desarraigue, sino traiga y someta a ciertas reglas. Procura una norma para la mente. Usa una balanza fiel para pesar la ira, el dolor y el miedo, procurando el término medio en todas las circunstancias de la vida, sin inclinarse a la derecha ni a la izquierda.

4.     Propiamente hablando, parece que la mansedumbre se refiere a nosotros, pero puede tener referencia a Dios y a nuestros prójimos. Cuando esta debida actitud de la mente concierne a Dios, por lo general se llama “resignación”—una conformidad llena de calma en todo lo que sea su voluntad respecto de nosotros—aunque no sea agradable a nuestra na­turaleza—y que impulsa constantemente a decir: “El Señor es; haga lo que bien le pareciere.” Cuando consideramos esta virtud más estrictamente con referencia a nosotros mismos, la llamamos paciencia o conformidad. Cuando se ejerce con los demás, se llama afabilidad para con los buenos, clemencia para con los malos.

5.     Los que son verdaderamente mansos pueden muy fácilmente discernir el mal, y también lo pueden sufrir. Todas las cosas malas los lastiman, pero la mansedumbre los hace contenerse. Tienen “el celo de Jehová de los ejércitos,” pero un celo guiado siempre por el conocimiento y templado, en cada pensamiento palabra y obra, por el amor del hombre, lo mismo que el de Dios. No desean extinguir ninguna de esas pasiones que con sabios fines Dios ha dado a su naturaleza, pero pueden dominarlas todas y tenerlas bajo sujeción, usán­dolas solamente como medios para esos fines. Así es que aun las pasiones más vehementes y desagradables pueden usarse para los fines más nobles. Aun el odio, la ira y el temor cuan­do se emplean en contra del pecado y están bajo la norma de la fe y el amor, son como trincheras y fortalezas del alma, de manera que el enemigo no puede acercarse y hacerle daño.

6.     Cosa evidente es que este temperamento divino debe no sólo permanecer, sino aumentar en nosotros de día en día. Mientras permanezcamos en la tierra nunca faltarán las opor­tunidades de ejercitarlo y aumentarlo. La paciencia nos es ne­cesaria para que habiendo hecho y sufrido la voluntad de Dios, “obtengamos la promesa.” Necesitamos la resignación para poder decir en todas las circunstancias: “Empero, no mi voluntad, sino la tuya.” Necesitamos la “benignidad para con todos los hombres,” pero especialmente para con los malos e ingratos; de otra manera el mal nos vencerá en lugar de que nosotros venzamos con el bien el mal.

7.     La mansedumbre no constriñe tan sólo las acciones exteriores, como los escribas y fariseos de la antigüedad ense­ñaban, y como no dejan de enseñar los miserables maestros en todas épocas, a quienes Dios no ha enseñado. El Señor nos amonesta en contra de esto y señala la verdadera extensión del asunto en las palabras siguientes: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; mas cualquiera que matare, será culpado del juicio. Mas yo os digo que cualquiera que se eno­jare locamente con su hermano, será culpado del juicio; y cual­quiera que dijere a su hermano: Raca, será culpado del con­cejo; y cualquiera que dijere: Fatuo, será culpado del infierno del fuego” (Mateo 5: 21-22).

8.     Incluye nuestro Señor aquí bajo el homicidio, aun esa cólera que no pasa del corazón; que no se deja ver en nin­gún acto exterior de poca cortesía, ni siquiera en una pala­bra vehemente. “Cualquiera que se enojare locamente con su hermano,” con cualquiera hombre viviente, puesto que to­dos somos hermanos; cualquiera que sienta mala disposición en su corazón—cualquier temperamento contrario al amor—; cualquiera que se enojare sin causa justa, “locamente,” o al menos más de lo razonable, será culpado del juicio. En ese mismo momento se expone al justo juicio de Dios.

Empero, ¿no es natural preferir las versiones que omiten las palabras sin causa? ¿No son enteramente superfluas? Por­que si la cólera en contra de los hombres es un temperamento contrario al amor, ¿cómo puede haber una causa suficiente para irritarse, una causa que justifique la ira en 1a presen­cia de Dios?

Concedemos que pueda haber cólera en contra del peca­do: en este sentido podemos irritamos sin pecar por ello. Nues­tro Señor mismo se enojó una vez, según está escrito: “Y mi­rándolos al derredor con enojo, condoleciéndose de la cegue­dad de su corazón.” Se condolió de los pecadores y se enojó en contra del pecado. Indudablemente que esta ira es justa en la presencia de Dios.

9.   “Y cualquiera que dijere a su hermano: Raca”—cual­quiera que se dejare dominar de la cólera hasta el grado de usar palabras descompuestas. Los intérpretes hacen observar que Raca es una palabra siríaca que significa: vacío, vano, tonto. De manera que es la palabra menos ofensiva que podemos usar cuando nos enojamos con una persona y sin embargo, cualquiera que la use “será culpado del concejo,” como nos asegura el Señor. Mejor dicho: estará en peligro de ser culpa­do: correrá el riesgo de recibir una sentencia más severa del Juez de toda la tierra.

“Y cualquiera que dijere: Fatuo,” cualquiera que se de­jare dominar del diablo hasta el grado de ultrajar, usando a sa­biendas palabras injuriosas y llenas de insulto, se expone a ser “culpado del fuego del infierno.” Corre riesgo desde ese momento de recibir la más severa condenación. Debe obser­varse que nuestro Señor describe todas estas faltas como me­recedoras de la pena capital. La primera merece la horca, que era la pena de aquellos que salían condenados por los tribuna­les inferiores. Los que cometían la segunda morían apedrea­dos—pena que se aplicaba a los que eran condenados por el gran Concilio de Jerusalén. Los culpables de la tercera falta eran quemados vivos. Esto sólo se aplicaba a los grandes cri­minales en “el valle de los hijos de Hinnom:” la cual palabra es indudablemente la que traducimos como “infierno.”

10.   Y puesto que los hombres naturalmente se figuran que Dios disimulará sus defectos en el cumplimiento de al­guno de sus deberes, tomando en consideración su exactitud en otros, nuestro Señor tiene cuidado en cortar de raíz esa vana, si bien común, esperanza. Demuestra lo imposible que es para un pecador el permutar con Dios, quien no aceptará el cumplimiento de un deber en lugar de otro, ni la obedien­cia en parte en vez de la completa. Nos advierte que el hecho de que cumplamos para con Dios no nos servirá de disculpa si no hacemos nuestro deber para con nuestros prójimos; que si no tenemos caridad, las obras piadosas, así llamadas, lejos de recomendarnos con Dios, se convierten, por esa falta de caridad, en obras abominables en la presencia del Señor.

“Por lo tanto, si trajeres tu presente al altar, y allí te acor­dares que tu hermano tiene algo contra ti,” por razón del mal trato que le hayas dado, o por haberle llamado “Raca” o “Fatuo,” no te figures que tu presente satisfará por tu ira, ni que Dios lo aceptará mientras tu conciencia esté mancha­da con la culpa de un pecado del cual no te has arrepentido; “deja allí tu presente delante del altar, vete; vuelve primero en amistad con tu hermano,” al menos, haz todo lo que esté de tu parte por reconciliarte “y entonces ven y ofrece tu pre­sente” (Mateo 5: 23, 24).

11.   No permitas demora de ninguna clase en lo que tan de cerca concierne a tu alma. “Concíliate con tu adversario presto,” ahora, en este momento, “entretanto que estás con él en el camino,” si es posible, antes que lo pierdas de vista; “no acontezca que el adversario te entregue al juez;” no sea que apele a Dios, el Juez de todos los hombres, “y el juez te entregue al alguacil,” a Satanás, el verdugo de la justicia de Dios, “y seas echado en prisión,” al infierno, para esperar allí el juicio del gran día. “De cierto te digo, que no saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante;” lo que nunca podrás hacer, puesto que no tienes nada con qué pagar, y por consiguiente, si entras una vez en esa prisión el humo de tu tormento deberá ascender por siempre jamás.

12     Mientras tanto, “los mansos recibirán la tierra por heredad.” ¡Qué torpe es la sabiduría humana! Los sabios de este mundo los habían amonestado repetidas veces que si no se resentían de ese mal trato, que si permitían con tanta manse­dumbre que abusaran de ellos, no podrían vivir sobre la tie­rra; nunca llegarían a proveerse de las cosas necesarias para la vida, ni siquiera conservar lo que tenían; que no podrían esperar gozar de paz, poseer tranquilamente, ni gozar de nin­guna cosa. Enhorabuena, suponiendo que no existiese Dios en el mundo, o que no se ocupara de los hijos de los hombres. Pero cuando Dios se levanta al juicio para salvar a todos los mansos de la tierra, ¡cómo se ríe de toda esta sabiduría paga­na y cómo se burla de ella! ¡Cómo convierte “el furor de los hombres” en alabanza suya! Procura muy especialmente pro­veerlos de todas las cosas necesarias para la vida y la santidad; les asegura la provisión que ha hecho a pesar de la fuerza, el fraude y la malicia de los hombres, y lo que asegura les da muy abundantemente para que gocen de ello; les es agradable, ya sea mucho o poco. Así como poseen sus almas en paciencia, poseen verdaderamente todo lo que Dios les da; siempre es­tán contentos y satisfechos con lo que tienen y les agrada por­que agrada a Dios. De manera que si bien su corazón, su de­seo y su gozo están en el cielo, se puede muy bien decir que “reciben la tierra por heredad.”

13.  Pero estas palabras tienen un sentido todavía más profundo: que ellos tendrán una parte más prominente en la tierra nueva, en la cual “mora la justicia;” en esa heredad cuya descripción general (y los pormenores de la cual sabre­mos después) ha dado Juan en el capítulo veinte del libro del Apocalipsis: “Y vi un ángel descender del cielo...y prendió al dragón, aquella serpiente antigua...y le ató por mil años…Y vi las almas de los degollados por el testimo­nio de Jesús, y por la palabra de Dios, y que no habían ado­rado la bestia, ni a su imagen, y que no recibieron la señal en sus frentes, ni en sus manos, y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Mas los otros muertos no tornaron a vivir hasta que sean cumplidos mil años. Esta es la primera resu­rrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad en éstos; antes serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y rei­narán con él mil años.”

II.    1. Hasta aquí nuestro Señor se ocupó más inmedia­tamente en quitar los estorbos que la verdadera religión en­cuentra, tales como la soberbia, que es su primer gran obs­táculo y que se elimina con la pobreza de espíritu; la livian­dad y la irreflexión que no dejan a la religión echar raíces en el corazón, sino hasta que un clamor santo arranca esas malas pasiones tales como la ira, la impaciencia, el descon­tento que apacigua la mansedumbre cristiana. Y siempre que se quitan estos obstáculos—estas enfermedades malignas del alma que estaban despertando continuamente apetitos enfer­mizos en ella—vuelve el apetito natural del espíritu que ha nacido del cielo; tiene hambre y sed de justicia, y “Bienaven­turados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos.”

2.     La justicia, como ya hemos hecho observar, es la ima­gen de Dios, la mente que estaba en Cristo Jesús. Es el con­junto en una sola mente de todo deseo santo y celestial, que brota del amor de Dios y vuelve a El como a nuestro Padre y Redentor, y el amor a todos los hombres por amor a El.

3.   “Bienaventurados los que tienen hambre y sed.” Pa­ra poder entender bien esta frase, debemos tener presente, en primer lugar, que el hambre y la sed son los apetitos más fuertes de nuestro cuerpo. De la misma manera esta hambre del alma, esta sed de la imagen de Dios, una vez despierta en el corazón, es el apetito espiritual más fuerte; absorbe todos los demás en un gran deseo: el de ser regenerado a la seme­janza de Aquel que nos creó. Debemos observar, en segun­do lugar, que desde el momento en que empezamos a tener hambre y sed, esos apetitos, lejos de calmarse, son más fuer­tes e importunos, hasta que si no comemos o bebemos, mo­rimos. Y aún así, desde la hora en que comenzamos a tener hambre y sed de toda la mente que está en Cristo, estos apetitos espirituales no cesan, sino que exigen alimento con más y más importunidad; no pueden cesar antes de ser satisfechos, mientras quede algo de vida espiritual. Podemos observar, en tercer lugar, que el hambre y la sed no se satisfacen sino con el alimento y la bebida. En vano le daréis a aquel que tie­ne hambre todo el mundo, los vestidos más elegantes, ador­nos de gran gala, todos los tesoros de la tierra, muchísima pla­ta y oro. Si le rindieseis muchos homenajes, de nada le ser­virían: todas estas cosas de nada le valen. Después de todo, aún diría: No quiero nada de esto; dadme de comer o me mue­ro. Lo mismo sucede con toda alma que verdaderamente tiene hambre y sed de justicia: en ninguna otra cosa encuentra con­suelo; nada más puede satisfacerla. Cualquiera otra cosa que le ofrezcáis, será apreciada en poco—-ya sean riquezas, honra, placeres, aún os dirá: Esto no es lo que quiero. ¡Dadme amor o me muero!

4.     Y tan imposible es el satisfacer a tal alma, un alma que está sedienta de Dios, el Dios viviente, con lo que el mun­do llama religión, como con lo que llama felicidad. La reli­gión del mundo significa tres cosas:

(1) El no hacer daño, abstenerse del pecado exterior, al menos del que causa escán­dalo como el robo, el hurto, la blasfemia, la embriaguez. (2) El hacer bien y proteger a los pobres; ser caritativo, como se dice. (3) El usar de los medios de gracia, al menos ir a la iglesia y participar de la Cena del Señor. El mundo llama “hombre religioso” a cualquiera que llena estos requisitos, pero, ¿satisfará esto al que tiene hambre de Dios? No. Eso no es alimento para su alma. Necesita una religión más noble, más elevada y más profunda que esta. No puede alimentarse de esta religión superficial, pobre y formal, como no puede henchir su vientre de “viento solano.” Es muy cierto que procura evitar la apariencia del mal, es celoso en buenas obras; cumple con todas las ordenanzas de Dios, pero nada de esto es lo que anhela—esto es sólo la cáscara de esa religión, por la que tiene un hambre tan insaciable. El conocimiento de Dios en Cristo Jesús; esa vida que está “escondida con Cristo en Dios;” el estar junto con el Señor en un Espíritu; el tener co­munión con el Padre y con el Hijo; el andar en luz, “como él está en luz;” purificarse, “como él también es limpio;” todo esto constituye la religión de la que esa alma tiene hambre, y no puede descansar sino hasta que descanse en Dios.

5.     “Bienaventurados los que tienen” esta “hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos.” Serán hartos de las cosas que desean, aun de la justicia y de la verdadera santi­dad. Dios los satisfará con las bendiciones de su bondad, con la felicidad de sus escogidos; los alimentará con el pan del cielo, con el maná de su amor; les dará de beber de sus pla­ceres como de un río, del que cualquiera que bebiere no vol­verá a tener sed, sino del agua de la vida: sed que durará para siempre. “La gran sed, el profundo deseo Tu presencia bendita satisfará; Pero mi alma siempre deseará De amor toda una eternidad.”

6.      Quienquiera que seas, tú a quien Dios ha dado el te­ner “hambre y sed de justicia,” clama hacia El para que no pierdas nunca tan inestimable don; para que este apetito di­vino nunca cese. Si muchos te regañan y te dicen que te ca­lles, no les hagas caso; antes al contrario, clama mucho más: “Señor Jesús, ten misericordia de mí. No permitas que viva yo, sino para ser santo como tú eres santo.” Ya no gastes tu dinero en lo que no es pan, ni tu trabajo en lo que no es har­tura. ¿Crees acaso poder encontrar la felicidad cavando en la tierra, o hallarla en las cosas de este mundo? Holla, pues, bajo de tus plantas todos los placeres, desprecia sus honores, consi­dera sus riqueza como si fueran basura y estiércol, y aun to­das las cosas que existen bajo el sol, por tal de obtener la exce­lencia “del conocimiento de Cristo Jesús,” para que tu alma sea por completo regenerada en la imagen de Dios, conforme a la cual fuiste creado en un principio. Guárdate de no apagar esa bendita hambre y sed con eso que el mundo llama religión; religión de forma, de exterioridad, que deja el corazón tan mundano y sensual como siempre. No te satisfagas con nada, sino con el poder de la santidad; con una religión que sea espíritu y vida; con habitar en Dios y que Dios more en ti; con ser un habitante de la eternidad; con entrar del otro lado del velo, por el rociamiento de la sangre, y sentarte en “lu­gares celestiales con Cristo ,Jesús.”

III.    1. Mientras más llenos estén éstos de la vida de Dios, más tierna será su compasión para los que, aun muertos en sus pecados e iniquidades, todavía viven sin Dios en el mun­do. No quedará sin recompensa este cuidado respecto de los demás. “Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia.”

La palabra que nuestro Señor usa significa más inme­diatamente: los compasivos, los de tierno corazón; aquellos que, lejos de despreciar, se afligen muy sinceramente por los que no tienen hambre de Dios.

Esta parte tan esencial del amor fraternal, por medio de una figura de retórica muy común, representa aquí el todo; de manera que “los misericordiosos,” en el sentido completo de la palabra, significa en este lugar: los que aman a sus pró­jimos como a sí mismos.

2.      Siendo este amor de una importancia tan vasta—sin el cual, aunque hablásemos lenguas humanas y angélicas, y tu­viésemos profecía, y entendiésemos todos los misterios y toda ciencia, y tuviésemos toda la fe de tal manera que traspa­sásemos los montes; más aún, si repartiésemos toda nuestra hacienda para dar de comer a los pobres, y si entregásemos nuestros cuerpos para ser quemados, de nada nos serviría— Dios ha querido en su sabiduría darnos, por medio de su após­tol Pablo, una relación especial y completa de él. Y al me­ditar sobre dicha relación, podremos comprender muy cla­ramente quiénes sean los misericordiosos que han de alcan­zar misericordia.

3.      “La caridad”—o el amor, como desearíamos se hubiese traducido esta palabra puesto que es más clara y menos am­bigua, el amor de nuestro prójimo, como Cristo nos amó pri­mero—”todo lo sufre,” tiene paciencia para con todos los hom­bres; aguanta las debilidades, ignorancia, errores, flaquezas, todas las petulancias y nimiedades de fe en los hijos de Dios; toda la malicia y maldad de los hijos del mundo.

Y sufre todo esto no sólo por un poco de tiempo, por unos cuantos días, sino hasta el fin; aun dando de comer al enemigo cuando tie­ne hambre, o de beber si está sediento; amontonando así cons­tantemente “ascuas de fuego” de verdadero amor “sobre su cabeza.”

4.      Y en cada uno de los pasos que se dan hacia este fin tan deseable—de vencer “con el bien el mal,”—”el amor es be­nigno” (eta?, palabra de difícil traducción, significa: suave, dulce, benigno). Está sumamente lejos de la moro­sidad, de toda dureza y actitud de espíritu, e inspira desde luego en el que sufre, una dulce amabilidad y la más tierna y ferviente afección.

5.    Por consiguiente, el amor “no tiene envidia.” Sería imposible que la tuviera, puesto que está diametralmente opuesto a esa disposición tan funesta. No se puede conce­bir que quien tiene esta disposición tan tierna para con todos—que desea sinceramente todas las bendiciones tempora­les y espirituales, todas las cosas buenas de este mundo y de la vida futura para todas las almas que Dios ha criado—sien­ta la menor pena al conceder cualquier don a alguno de los hijos de los hombres. Si él mismo ha recibido idéntico favor, lejos de afligirse, se goza de que otros participen del benefi­cio común; si no lo ha recibido, bendice a Dios porque su her­mano lo ha obtenido y es más feliz que él. Mientras mayor es su amor, más se regocija en las bendiciones de que goza todo el género humano; más lejos está de toda clase y grado de envidia para con cualquiera criatura.

6.      El amor “no hace sinrazón,” o más bien, según el verdadero sentido de la palabra, no se apresura ni precipita a juzgar; a ninguno condena arrebatadamente. No pasa una sentencia severa fundándose en una opinión ligera o repen­tina de las circunstancias. Pesa primeramente toda la evidencia, especialmente la que está a favor del acusado. Quien verda­deramente ama a su prójimo, no es como la generalidad de los hombres—quienes, aun en los casos más sencillos, ven un poco, suponen mucho y se apresuran a formar su juicio—sino que procede con cautela y precaución, obrando con mucho cuidado y aceptando de buen grado la regla de aquel anti­guo pagano: “tan lejos estoy de creer fácilmente lo que un hombre dice en contra de otro, que no creo ni lo que dice en contra de sí mismo. Pienso que puede cambiar de opinión y obrar con más acierto.” (¿Cuándo obrarán así los cristianos modernos?).

7.      Sigue diciendo: “El amor no se ensancha,” no induce a ningún hombre, ni le permite tener “más alto concepto de sí que el que debe,” sino que más bien le hace pensar con tem­planza; más aún, humilla el alma hasta el polvo de la tierra; destruye toda vana soberbia que engendra el orgullo, y hace que nos regocijemos en ser como la nada, pequeños y viles, los más bajos y los siervos de todos. Aquellos que se “aman los unos a los otros con caridad fraternal,” no pueden menos que prevenirse “con honra los unos a los otros.” Los que tienen el mismo amor y están de acuerdo, en humildad se estiman “in­feriores los unos a los otros.”

8.    “No es injurioso,” no es descortés, ni ofende a nin­guno intencionalmente. “Paga a todos lo que debe: al que temor, temor; al que honra, honra.” Rinde cortesía, afabilidad, sentimientos humanitarios a todo el mundo, “honrando a to­dos los hombres,” según sus respectivas dignidades. Un escritor define la buena crianza, es decir, la cortesía, en su más alto grado, con estas palabras: “Un continuo deseo de agra­dar que se manifiesta en todo el comportamiento.” Si esto es cierto, no hay persona tan bien criada como un cristiano, uno que ama al género humano, porque no puede menos que agra­dar a su prójimo en bien, a edificación. Este deseo no puede ocultarse, tiene que manifestarse en todas sus relaciones con los hombres. Su amor es sin fingimiento, y se dejará sentir en todas sus acciones y conversaciones, y aun le constreñirá, sin ninguna malicia, a hacerse “todo a todos, para que de todo punto salve a algunos.”

9.      Y al hacerse todo a todos, el amor “no busca lo suyo.” Al procurar agradar a todos los hombres, aquel que ama al género humano no procura su propio bien; no codicia la pla­ta, el oro, ni los vestidos de ningún hombre; nada desea sino la salvación de su alma. Más aún, se puede decir que en cier­to sentido, no procura ni su propio bien espiritual, como no busca las ventajas temporales, porque a la vez que se empe­ña hasta donde le alcanzan las fuerzas en salvar almas de la muerte, se olvida de sí mismo. No piensa en su persona mien­tras que el celo por la gloria de Dios le absorbe. Algunas ve­ces aun parece que debido a un exceso de amor, se rinde abso­lutamente en cuerpo y alma, al exclamar con Moisés: “Este pueblo ha cometido un gran pecado, ruégote, sin embargo, perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito” (Éxodo 32:31, 32); o con Pablo: “Porque deseara yo mismo ser apartado de Cristo por mis hermanos, los que son mis parientes según la carne” (Romanos 9: 3).

 

10.    Nada extraño es que tal amor no se irrite. Obsér­vese que la palabra fácilmente, introducida de una manera extraña en la versión (inglesa), no se encuentra en el ori­ginal. Las palabras de Pablo son absolutas: “El amor no se irrita,” no es descortés para con ninguna persona. A la ver­dad que la ocasión se presentará con frecuencia, vendrán las provocaciones exteriores de varias clases, pero el amor no se dejará superar de la provocación: triunfará sobre todo. En to­das las pruebas mira a Jesús, y viene a ser más que vencedor.

Nada improbable es que nuestros traductores hayan in­troducido esa palabra para disculpar, como quien dice, al Apóstol, quien, como ellos supusieron, no parece tener ese amor que con tanta perfección describe. Parece que deducen esto de una frase en los Hechos de los Apóstoles, la que tam­bién está incorrectamente traducida. Cuando Pablo y Bernabé se disgustaron con motivo de Juan, dice la traducción: “Hubo tal contención entre ellos, que se apartaron el uno del otro” (Hechos 15: 39). Esto naturalmente induce al lector a suponer que el uno se molestó tanto como el otro; que Pa­blo, quien indudablemente tenía la razón en esta cuestión puesto que no era justo llevar con ellos a Juan quien se había separado de ellos antes, se enojó tanto como Bernabé, quien dejó llevarse de su enojo hasta tal punto que abandonó la obra para la cual había sido separado por el Espíritu Santo. El texto original no contiene semejante idea, ni afirma que Pablo se haya enojado. Simplemente dice: “y hubo conten­ción,” un paroxismo de cólera, en consecuencia del cual Ber­nabé se separó de Pablo, y se fue, llevándose consigo a Juan. Pablo entonces, “escogiendo a Silas, partió encomendado de los hermanos a la gracia del Señor” (lo que no se dice de Ber­nabé) “y anduvo la Siria y la Cilicia confirmando las igle­sias.” Pero volvamos al asunto.

11.    El amor evita mil provocaciones que de otra mane­ra se presentarían, porque “no piensa el mal.” A la verdad que el hombre misericordioso no puede dejar de saber mu­chas cosas que son malas; no puede menos que verlas y oírlas, porque el amor no le priva de su vista de manera que no pue­da ver las cosas que pasan, ni le quita su entendimiento, co­mo no le quita sus sentidos; de manera que no puede menos de saber que esas cosas son malas. Por ejemplo, cuando ve a un hombre golpeando a su prójimo, o le oye blasfemar el nombre de Dios, no puede dudar de lo que pasa, ni de las pa­labras que oye, ni del hecho de que todo esto es malo. La pa­labra “piensa,” no se refiere a la acción de ver u oír, o a los primeros actos involuntarios de la inteligencia, sino al hecho de pensar voluntariamente aquello que no debernos pensar, a deducir el mal de donde no existe; a nuestro raciocinio res­pecto de las cosas que no vemos, o a nuestra suposición acer­ca de lo que no hemos visto ni oído. Esto es lo que el amor destruye por completo: arranca las raíces y las ramas, el ima­ginar aquello que no hemos sabido. Desecha toda clase de celos, toda mala suposición; esa prontitud en creer el mal en nuestros prójimos. Es franco, abierto; no es sospechoso y co­mo no imagina el mal, tampoco lo teme.

12.  “No se huelga de la injusticia,” por más que esto sea tan común aun entre aquellos que llevan el nombre de Cris­to, que no tienen escrúpulos de regocijarse cuando sus ene­migos tienen alguna aflicción o caen en algún error o pecado. Y a la verdad ¿cómo podrán evitar esto los que con celo se afilian a un partido? ¡Qué cosa tan difícil es para ellos el no sentir gusto cuando descubren una falta en cualquiera de los del partido contrario, con cualquiera mancha verdadera o supuesta ya en sus principios, ya en su práctica! ¿Qué de­fensor ardiente de cualquiera causa está libre de esto? Más aún, ¿quién tiene tanta calma que pueda decir que está entera­mente libre? ¿Quién no se regocija al ver que su adversario da un paso en falso, y que esto puede resultar en provecho de su propia causa? Sólo el hombre amante, sólo él llora el pecado y la torpeza de su enemigo, no encuentra placer en escucharlo o repetirlo, sino que más bien desea que se olvide para siempre.

13.    “Mas se huelga de la verdad,” dondequiera que ésta se encuentre —”la verdad que es según la piedad” —produ­ciendo sus frutos naturales: santidad del corazón y pureza en la conversación. Se regocija al descubrir que, aun sus oponentes, ya sea respecto de opiniones o ya en algunos pun­tos de práctica, son, sin embargo, amantes de Dios, e irrepro­chables en otros respectos. Se alegra al escuchar lo que se dice en su favor y de decir todo el bien que puede respec­to de ellos, sin faltar a la verdad ni a la justicia. Ciertamente que su gloria en general y su gozo consisten en encontrar el bien dondequiera que se halle diseminado en la raza huma­na. Como uno de los ciudadanos del mundo, reclama la parte que le pertenece de la felicidad de sus habitantes. Por la mis­ma razón de que es hombre, se ocupa del bienestar de los hombres y se regocija en todo aquello que promueve la gloria de Dios y la paz y la buena voluntad entre los hombres.

14.    Este amor “todo lo sufre” (como indudablemente se debe traducir toda la frase, porque de otra manera sería lo mismo que “todo lo soporta”); porque el hombre misericor­dioso no se regocija en la iniquidad, ni la menciona volunta­riamente. Cualquier pecado que ve, oye o sabe, trata de ocul­tarlo hasta donde puede, “sin comunicar en pecados ajenos.”

Dondequiera que se halla y con cualquiera persona que se en­cuentra, si ve algo que no aprueba, a nadie le dice nada como no sea a la persona a quien concierne el asunto, por si tal vez pueda ganar a su hermano. Tan lejos está de tomar las culpas o faltas de los demás por tema de su conversación, que nun­ca habla de los ausentes a no ser que pueda hablar bien. Los chismosos, calumniadores, murmuradores, y en general los que hablan mal de sus semejantes, son para él como los asesinos. No puede destruir la reputación de su prójimo, co­mo no podría asesinarlo. Más fácil le sería divertirse incen­diando la casa de su vecino que echar llamas, saetas y muerte, y decir: “Ciertamente me ‘chanceaba.’”

Sólo hace una excepción: algunas veces cree que la glo­ria de Dios o, lo que es lo mismo, el bienestar de su prójimo, exige que un mal no siga encubierto y en tal caso, en bien de los inocentes se ve obligado a señalar al culpable. Pero aún así: (1) no habla sino hasta que el amor, el amor superior, le constriñe; (2) no lo hace por un deseo confuso de hacer el bien o de promover el amor de Dios, sino en vista de algún fin especial, de algún bien determinado que intenta hacer. (3) Todavía así no habla hasta no estar persuadido de que estos medios son necesarios a ese fin; que no se puede obte­ner el mismo resultado, o al menos, no de una manera tan eficaz, con otros medios. (4) Lo hace entonces con mucho do­lor y repugnancia, como quien aplica el último y peor reme­dio, un remedio desesperado para un mal desesperado; una especie de veneno que sólo se usa para extirpar otro veneno; y por consiguiente, (5) lo usa con la mayor moderación en te­mor y temblor, no sea que quebrante la ley del amor, hablando demasiado cuando tal vez no debería ni siquiera hablar.

15.    “El amor todo lo cree.” Siempre está pronto a creer lo mejor; a pensar de todas las cosas lo mejor que se pueda. Siempre está listo a creer todo aquello que sea en favor del carácter de cualquiera persona. Se convence fácilmente, pues­to que lo desea con fervor, de la inocencia e integridad de cualquier hombre o al menos de la sinceridad de su arrepen­timiento, si es que alguna vez se ha separado del camino recto. Se alegra de perdonar cualquiera cosa que haya sido mal he­cha, de condenar al ofensor lo menos que se pueda y de tomar en consideración la debilidad humana hasta donde pueda ha­cerlo sin contradecir la verdad de Dios.

16.     Y cuando ya no puede creer, el amor “todo lo es­pera.” ¿Se dice algo malo de cierta persona? El amor abri­ga la esperanza de que no sea cierto; que el hecho que se re­fiere no haya acontecido. ¿Es cierto lo que la gente dice? Tal vez no haya sucedido con todas las circunstancias que se men­cionan; de manera que, aún concediendo que el hecho haya sucedido, hay razón para esperar que no haya sido tan malo como se cree. ¿Fue el hecho malo e innegable en apariencia? El amor desea que la intención no lo haya sido. ¿Es claro que también la intención fue mala? Sin embargo, tal vez no haya sido el impulso de la condición normal del corazón, si­no de un momento de pasión, o de una tentación muy vehe­mente que hizo que el hombre se olvidase de sí mismo. Y aún cuando no quepa duda de que todas las acciones, designios, y aun el genio, son igualmente malos, todavía abriga la esperan­za de que al fin Dios levante su brazo y se tome la victoria, y de que haya más gozo en el cielo por este “pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento.”

17.    Por último, “todo lo soporta.” Esto es lo que com­pleta el carácter de aquel que es verdaderamente misericor­dioso: soporta no sólo algunas ni muchas cosas, sino abso­lutamente todo. Cualquiera que sea la injusticia, la malicia, la crueldad que los hombres puedan inferir, tiene la habili­dad de soportarlo todo. A nada llama intolerable. Nunca di­ce: “esto ya no se puede aguantar.” No sólo puede hacer to­das las cosas, sino también sufrirlo todo por medio de Cristo, que lo fortalece. Y todo lo que sufre no destruye su amor ni lo debilita en lo más mínimo. Está a prueba de todo; es una llama que arde aun en medio del gran océano. “Las muchas aguas no podrán apagar” su “amor, ni le ahogarán los ríos.” Triunfa sobre todas las cosas. “Nunca deja de ser,” ni en este siglo ni en el venidero.

Según el decreto del cielo, Todo saber se acabará Y toda profecía cesará Por siempre jamás. Pero el amor es durable, Nada puede limitarlo Ni la muerte sujetarlo Por siempre jamás. Triunfante y feliz vivirá, Infinito bien derramando Y alabanzas escuchando, Por siempre jamás.

Así alcanzarán misericordia los misericordiosos. No sólo por medio de la bendición de Dios sobre todos sus caminos, pagando el amor que tienen a su hermanos con un amor mil veces más abundante, sino también con “un alto y eterno peso de gloria” en el reino preparado para ellos “desde antes de la fundación del mundo.”

18.    Tal vez digáis durante algún tiempo: “¡Ay de mí! que estoy obligado a peregrinar en Mesech, y a habitar en­tre las tiendas de Kedar.” Podéis derramar vuestra alma y lamentar la pérdida sobre la tierra del amor verdadero y ge­nuino. ¡Perdido, en verdad! Bien podéis decir (empero, no en el sentido de los antiguos): “Ved cómo estos cristianos se aman mutuamente.”

¡Estos reinos cristianos que se están des­pedazando y desolando los unos a los otros con el fuego y la espada; estos ejércitos cristianos que están mandándose con presteza al infierno por millares y millares! ¡Estas naciones cristianas que están en el fuego de los disturbios internos, teniendo partidos en contra de partidos, facciones en contra de facciones! ¡Estas ciudades cristianas en cuyas calles nunca faltan el engaño y el fraude, la opresión y la maldad, más aún, el robo y el asesinato! ¡Estas familias cristianas separadas por la envidia, los celos, la ira, los innumerables disgustos do­mésticos! Y lo que es todavía más terrible, lo que se debe lamentar más que todo, ¡estas iglesias cristianas! ¡Iglesias (no lo digáis en Gath; mas ¿cómo lo podremos ocultar de los judíos, turcos o paganos?) que llevan el nombre de Cristo, el Príncipe de paz, y que están siempre en guerra, que con­vierten a los pecadores quemándolos vivos; que están embria­gadas con la sangre de los santos!

¿Es “Babilonia la grande, la madre de las fornicaciones y de las abominaciones de la tierra,” la única que merece es­tas alabanzas? Ciertamente que no. Las iglesias reformadas, así llamadas, han aprendido muy bien a seguir el ejemplo. Las iglesias protestantes también saben perseguir cuando tie­nen el poder de hacerlo, aun hasta derramar sangre. Y mien­tras tanto, ¡cómo se anatematizan las unas a las otras y se mandan mutuamente a los más profundos infiernos! ¡Qué ira, qué contiendas, qué malicias, se encuentran en todas ellas, aun cuando estén de acuerdo en las cosas esenciales y sólo difieran en opiniones o cosas secundarias respecto de la religión! ¿Quién es aquel que únicamente “sigue lo que hace a la paz y a la edificación los unos de los otros”? Dios santo, ¿hasta cuándo? ¿Dejará de cumplirse tu promesa? No temáis peque­ñitos. Esperad aun contra la esperanza. A vuestro Padre place renovar la faz de la tierra. Ciertamente que todas estas cosas llegarán a su fin y los habitantes de la tierra aprenderán la justicia. “No alzará espada gente contra gente, ni se ensaya­rán más para la guerra.” “El monte de la casa de Jehová será confirmado por cabeza de los montes,” y “los reinos del mundo vendrán a ser los reinos de nuestro Señor.” “No harán mal, ni dañarán en todo mi santo monte,” sino que a “sus muros lla­marán Salud, y a sus puertas, Alabanza.” No tendrán ningún defecto ni mancha. Se amarán mutuamente como Cristo nos ha amado. Sé pues, de los primeros frutos, si es que el tiempo de la cosecha aún no ha llegado. Ama a tu prójimo como a ti mismo. ¡Pluga a Dios llenar tu corazón de tal amor para con todas las almas, que estés listo aun a sacrificar tu vida por ellas! Que rebose tu corazón continuamente de amor, des­truyendo todo lo desagradable e impuro de tu genio, hasta que te llame a la región del amor para reinar con El por los siglos de los siglos.

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 SERMON 22 - John Wesley

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Matthew Henry