John Wesley
Bienaventurados los mansos: porque ellos recibirán la tierra por
heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos
serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán
misericordia (Mateo5:5-7).
I. 1. Cuando ha pasado el invierno, cuando el
tiempo de la canción es venido y en nuestro país se ha oído la voz de la
tórtola, cuando Aquel que consuela a los que lloran ha vuelto para estar con
ellos “para siempre;” cuando a la luz de su presencia las nubes se
dispersan—las negras nubes de la duda y de la incertidumbre—y las tempestades
del temor huyen; las olas del pesar se calman, y el espíritu se regocija otra
vez en Dios, su Salvador, entonces se cumplen evidentemente estas palabras.
Entonces aquellos a quienes El ha consolado pueden dar testimonio y decir:
“Bienaventurados,” o dichosos, “los mansos: porque ellos recibirán la tierra
por heredad.”
2. Pero, ¿quiénes son “los mansos”? No son
aquellos que se afligen sin necesidad, porque nada saben; que ven con
indiferencia los males que existen, porque no pueden discernir entre el bien y
el mal. No son aquellos a quienes una torpe insensibilidad protege en contra
de los golpes de la vida, ni los que, por naturaleza o artificio, tienen la
índole de zoquetes o piedras, y a quienes nada lastima porque no sienten nada.
Esto no concierne en manera alguna a los filósofos insensatos. La apatía está
tan distante de la mansedumbre como de la benevolencia. De manera que no
llegamos a concebir cómo pudieron algunos cristianos de las edades más puras,
especialmente ciertos Padres de la Iglesia, confundir uno de los errores más
crasos del paganismo con una de las ramas del verdadero cristianismo.
3. La mansedumbre cristiana tampoco significa falta de celo
por las cosas de Dios, como no significa ignorancia o insensibilidad. No,
evita todos los extremos, ya de exceso, ya de falta. No destruye, sino que
equilibra esas afecciones que el Dios de la naturaleza nunca ha determinado que
la gracia desarraigue, sino traiga y someta a ciertas reglas. Procura una norma
para la mente. Usa una balanza fiel para pesar la ira, el dolor y el miedo,
procurando el término medio en todas las circunstancias de la vida, sin
inclinarse a la derecha ni a la izquierda.
4. Propiamente hablando, parece que la
mansedumbre se refiere a nosotros, pero puede tener referencia a Dios y a
nuestros prójimos. Cuando esta debida actitud de la mente concierne a Dios, por
lo general se llama “resignación”—una conformidad llena de calma en todo lo que
sea su voluntad respecto de nosotros—aunque no sea agradable a nuestra naturaleza—y
que impulsa constantemente a decir: “El Señor es; haga lo que bien le
pareciere.” Cuando consideramos esta virtud más estrictamente con referencia a
nosotros mismos, la llamamos paciencia o conformidad. Cuando se ejerce con los
demás, se llama afabilidad para con los buenos, clemencia para con los malos.
5. Los que son verdaderamente mansos pueden muy
fácilmente discernir el mal, y también lo pueden sufrir. Todas las cosas malas
los lastiman, pero la mansedumbre los hace contenerse. Tienen “el celo de
Jehová de los ejércitos,” pero un celo guiado siempre por el conocimiento y
templado, en cada pensamiento palabra y obra, por el amor del hombre, lo mismo
que el de Dios. No desean extinguir ninguna de esas pasiones que con sabios
fines Dios ha dado a su naturaleza, pero pueden dominarlas todas y tenerlas
bajo sujeción, usándolas solamente como medios para esos fines. Así es que aun
las pasiones más vehementes y desagradables pueden usarse para los fines más
nobles. Aun el odio, la ira y el temor cuando se emplean en contra del pecado
y están bajo la norma de la fe y el amor, son como trincheras y fortalezas del
alma, de manera que el enemigo no puede acercarse y hacerle daño.
6. Cosa evidente es que este temperamento divino
debe no sólo permanecer, sino aumentar en nosotros de día en día. Mientras
permanezcamos en la tierra nunca faltarán las oportunidades de ejercitarlo y
aumentarlo. La paciencia nos es necesaria para que habiendo hecho y sufrido la
voluntad de Dios, “obtengamos la promesa.” Necesitamos la resignación para
poder decir en todas las circunstancias: “Empero, no mi voluntad, sino la
tuya.” Necesitamos la “benignidad para con todos los hombres,” pero
especialmente para con los malos e ingratos; de otra manera el mal nos vencerá
en lugar de que nosotros venzamos con el bien el mal.
7. La mansedumbre no constriñe tan sólo las
acciones exteriores, como los escribas y fariseos de la antigüedad enseñaban,
y como no dejan de enseñar los miserables maestros en todas épocas, a quienes
Dios no ha enseñado. El Señor nos amonesta en contra de esto y señala la
verdadera extensión del asunto en las palabras siguientes: “Oísteis que fue
dicho a los antiguos: No matarás; mas cualquiera que matare, será culpado del
juicio. Mas yo os digo que cualquiera que se enojare locamente con su hermano,
será culpado del juicio; y cualquiera que dijere a su hermano: Raca, será
culpado del concejo; y cualquiera que dijere: Fatuo, será culpado del infierno
del fuego” (Mateo 5: 21-22).
8. Incluye nuestro Señor aquí bajo el homicidio,
aun esa cólera que no pasa del corazón; que no se deja ver en ningún acto
exterior de poca cortesía, ni siquiera en una palabra vehemente. “Cualquiera
que se enojare locamente con su hermano,” con cualquiera hombre viviente,
puesto que todos somos hermanos; cualquiera que sienta mala disposición en su
corazón—cualquier temperamento contrario al amor—; cualquiera que se enojare
sin causa justa, “locamente,” o al menos más de lo razonable, será culpado del
juicio. En ese mismo momento se expone al justo juicio de Dios.
Empero, ¿no es natural preferir las versiones que omiten las palabras
sin causa? ¿No son enteramente superfluas? Porque si la cólera en contra de
los hombres es un temperamento contrario al amor, ¿cómo puede haber una causa
suficiente para irritarse, una causa que justifique la ira en 1a presencia de
Dios?
Concedemos que pueda haber cólera en contra del pecado: en este sentido
podemos irritamos sin pecar por ello. Nuestro Señor mismo se enojó una vez,
según está escrito: “Y mirándolos al derredor con enojo, condoleciéndose de la
ceguedad de su corazón.” Se condolió de los pecadores y se enojó en contra del
pecado. Indudablemente que esta ira es justa en la presencia de Dios.
9. “Y cualquiera que dijere a su hermano: Raca”—cualquiera
que se dejare dominar de la cólera hasta el grado de usar palabras
descompuestas. Los intérpretes hacen observar que Raca es una palabra siríaca
que significa: vacío, vano, tonto. De manera que es la palabra menos ofensiva
que podemos usar cuando nos enojamos con una persona y sin embargo, cualquiera
que la use “será culpado del concejo,” como nos asegura el Señor. Mejor dicho:
estará en peligro de ser culpado: correrá el riesgo de recibir una sentencia
más severa del Juez de toda la tierra.
“Y cualquiera que dijere: Fatuo,” cualquiera que se dejare dominar del
diablo hasta el grado de ultrajar, usando a sabiendas palabras injuriosas y
llenas de insulto, se expone a ser “culpado del fuego del infierno.” Corre
riesgo desde ese momento de recibir la más severa condenación. Debe observarse
que nuestro Señor describe todas estas faltas como merecedoras de la pena
capital. La primera merece la horca, que era la pena de aquellos que salían
condenados por los tribunales inferiores. Los que cometían la segunda morían
apedreados—pena que se aplicaba a los que eran condenados por el gran Concilio
de Jerusalén. Los culpables de la tercera falta eran quemados vivos. Esto sólo
se aplicaba a los grandes criminales en “el valle de los hijos de Hinnom:” la
cual palabra es indudablemente la que traducimos como “infierno.”
10. Y puesto que los hombres naturalmente se figuran que
Dios disimulará sus defectos en el cumplimiento de alguno de sus deberes,
tomando en consideración su exactitud en otros, nuestro Señor tiene cuidado en
cortar de raíz esa vana, si bien común, esperanza. Demuestra lo imposible que
es para un pecador el permutar con Dios, quien no aceptará el cumplimiento de
un deber en lugar de otro, ni la obediencia en parte en vez de la completa.
Nos advierte que el hecho de que cumplamos para con Dios no nos servirá de
disculpa si no hacemos nuestro deber para con nuestros prójimos; que si no
tenemos caridad, las obras piadosas, así llamadas, lejos de recomendarnos con
Dios, se convierten, por esa falta de caridad, en obras abominables en la presencia
del Señor.
“Por lo tanto, si trajeres tu presente al altar, y allí te acordares
que tu hermano tiene algo contra ti,” por razón del mal trato que le hayas
dado, o por haberle llamado “Raca” o “Fatuo,” no te figures que tu presente
satisfará por tu ira, ni que Dios lo aceptará mientras tu conciencia esté
manchada con la culpa de un pecado del cual no te has arrepentido; “deja allí
tu presente delante del altar, vete; vuelve primero en amistad con tu hermano,”
al menos, haz todo lo que esté de tu parte por reconciliarte “y entonces ven y
ofrece tu presente” (Mateo 5: 23, 24).
11. No permitas demora de ninguna clase en lo que tan de
cerca concierne a tu alma. “Concíliate con tu adversario presto,” ahora, en
este momento, “entretanto que estás con él en el camino,” si es posible, antes
que lo pierdas de vista; “no acontezca que el adversario te entregue al juez;”
no sea que apele a Dios, el Juez de todos los hombres, “y el juez te entregue
al alguacil,” a Satanás, el verdugo de la justicia de Dios, “y seas echado en
prisión,” al infierno, para esperar allí el juicio del gran día. “De cierto te
digo, que no saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante;” lo que
nunca podrás hacer, puesto que no tienes nada con qué pagar, y por
consiguiente, si entras una vez en esa prisión el humo de tu tormento deberá
ascender por siempre jamás.
12 Mientras tanto, “los mansos recibirán la
tierra por heredad.” ¡Qué torpe es la sabiduría humana! Los sabios de este
mundo los habían amonestado repetidas veces que si no se resentían de ese mal
trato, que si permitían con tanta mansedumbre que abusaran de ellos, no
podrían vivir sobre la tierra; nunca llegarían a proveerse de las cosas
necesarias para la vida, ni siquiera conservar lo que tenían; que no podrían
esperar gozar de paz, poseer tranquilamente, ni gozar de ninguna cosa.
Enhorabuena, suponiendo que no existiese Dios en el mundo, o que no se ocupara
de los hijos de los hombres. Pero cuando Dios se levanta al juicio para salvar
a todos los mansos de la tierra, ¡cómo se ríe de toda esta sabiduría pagana y
cómo se burla de ella! ¡Cómo convierte “el furor de los hombres” en alabanza
suya! Procura muy especialmente proveerlos de todas las cosas necesarias para
la vida y la santidad; les asegura la provisión que ha hecho a pesar de la
fuerza, el fraude y la malicia de los hombres, y lo que asegura les da muy
abundantemente para que gocen de ello; les es agradable, ya sea mucho o poco.
Así como poseen sus almas en paciencia, poseen verdaderamente todo lo que Dios les
da; siempre están contentos y satisfechos con lo que tienen y les agrada porque
agrada a Dios. De manera que si bien su corazón, su deseo y su gozo están en
el cielo, se puede muy bien decir que “reciben la tierra por heredad.”
13. Pero estas palabras tienen un sentido todavía más profundo:
que ellos tendrán una parte más prominente en la tierra nueva, en la cual “mora
la justicia;” en esa heredad cuya descripción general (y los pormenores de la
cual sabremos después) ha dado Juan en el capítulo veinte del libro del
Apocalipsis: “Y vi un ángel descender del cielo...y prendió al dragón, aquella
serpiente antigua...y le ató por mil años…Y vi las almas de los degollados por
el testimonio de Jesús, y por la palabra de Dios, y que no habían adorado la
bestia, ni a su imagen, y que no recibieron la señal en sus frentes, ni en sus
manos, y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Mas los otros muertos no
tornaron a vivir hasta que sean cumplidos mil años. Esta es la primera resurrección.
Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la
segunda muerte no tiene potestad en éstos; antes serán sacerdotes de Dios y de
Cristo, y reinarán con él mil años.”
II. 1. Hasta aquí nuestro Señor se ocupó más inmediatamente
en quitar los estorbos que la verdadera religión encuentra, tales como la
soberbia, que es su primer gran obstáculo y que se elimina con la pobreza de
espíritu; la liviandad y la irreflexión que no dejan a la religión echar
raíces en el corazón, sino hasta que un clamor santo arranca esas malas
pasiones tales como la ira, la impaciencia, el descontento que apacigua la
mansedumbre cristiana. Y siempre que se quitan estos obstáculos—estas
enfermedades malignas del alma que estaban despertando continuamente apetitos
enfermizos en ella—vuelve el apetito natural del espíritu que ha nacido del
cielo; tiene hambre y sed de justicia, y “Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos.”
2. La justicia, como ya hemos hecho observar, es
la imagen de Dios, la mente que estaba en Cristo Jesús. Es el conjunto en una
sola mente de todo deseo santo y celestial, que brota del amor de Dios y vuelve
a El como a nuestro Padre y Redentor, y el amor a todos los hombres por amor a
El.
3. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed.” Para
poder entender bien esta frase, debemos tener presente, en primer lugar, que el
hambre y la sed son los apetitos más fuertes de nuestro cuerpo. De la misma
manera esta hambre del alma, esta sed de la imagen de Dios, una vez despierta
en el corazón, es el apetito espiritual más fuerte; absorbe todos los demás en
un gran deseo: el de ser regenerado a la semejanza de Aquel que nos creó.
Debemos observar, en segundo lugar, que desde el momento en que empezamos a
tener hambre y sed, esos apetitos, lejos de calmarse, son más fuertes e
importunos, hasta que si no comemos o bebemos, morimos. Y aún así, desde la
hora en que comenzamos a tener hambre y sed de toda la mente que está en
Cristo, estos apetitos espirituales no cesan, sino que exigen alimento con más
y más importunidad; no pueden cesar antes de ser satisfechos, mientras quede
algo de vida espiritual. Podemos observar, en tercer lugar, que el hambre y la
sed no se satisfacen sino con el alimento y la bebida. En vano le daréis a
aquel que tiene hambre todo el mundo, los vestidos más elegantes, adornos de
gran gala, todos los tesoros de la tierra, muchísima plata y oro. Si le
rindieseis muchos homenajes, de nada le servirían: todas estas cosas de nada
le valen. Después de todo, aún diría: No quiero nada de esto; dadme de comer o
me muero. Lo mismo sucede con toda alma que verdaderamente tiene hambre y sed
de justicia: en ninguna otra cosa encuentra consuelo; nada más puede
satisfacerla. Cualquiera otra cosa que le ofrezcáis, será apreciada en poco—-ya
sean riquezas, honra, placeres, aún os dirá: Esto no es lo que quiero. ¡Dadme
amor o me muero!
4. Y tan imposible es el satisfacer a tal alma,
un alma que está sedienta de Dios, el Dios viviente, con lo que el mundo llama
religión, como con lo que llama felicidad. La religión del mundo significa
tres cosas:
(1) El no hacer daño, abstenerse del pecado exterior, al menos del que
causa escándalo como el robo, el hurto, la blasfemia, la embriaguez. (2) El
hacer bien y proteger a los pobres; ser caritativo, como se dice. (3) El usar
de los medios de gracia, al menos ir a la iglesia y participar de la Cena del
Señor. El mundo llama “hombre religioso” a cualquiera que llena estos
requisitos, pero, ¿satisfará esto al que tiene hambre de Dios? No. Eso no es
alimento para su alma. Necesita una religión más noble, más elevada y más
profunda que esta. No puede alimentarse de esta religión superficial, pobre y
formal, como no puede henchir su vientre de “viento solano.” Es muy cierto que
procura evitar la apariencia del mal, es celoso en buenas obras; cumple con
todas las ordenanzas de Dios, pero nada de esto es lo que anhela—esto es sólo
la cáscara de esa religión, por la que tiene un hambre tan insaciable. El
conocimiento de Dios en Cristo Jesús; esa vida que está “escondida con Cristo
en Dios;” el estar junto con el Señor en un Espíritu; el tener comunión con el
Padre y con el Hijo; el andar en luz, “como él está en luz;” purificarse, “como
él también es limpio;” todo esto constituye la religión de la que esa alma
tiene hambre, y no puede descansar sino hasta que descanse en Dios.
5. “Bienaventurados los que tienen” esta “hambre
y sed de justicia: porque ellos serán hartos.” Serán hartos de las cosas que
desean, aun de la justicia y de la verdadera santidad. Dios los satisfará con
las bendiciones de su bondad, con la felicidad de sus escogidos; los alimentará
con el pan del cielo, con el maná de su amor; les dará de beber de sus placeres
como de un río, del que cualquiera que bebiere no volverá a tener sed, sino
del agua de la vida: sed que durará para siempre. “La gran sed, el profundo
deseo Tu presencia bendita satisfará; Pero mi alma siempre deseará De amor toda
una eternidad.”
6. Quienquiera que seas, tú a quien Dios
ha dado el tener “hambre y sed de justicia,” clama hacia El para que no
pierdas nunca tan inestimable don; para que este apetito divino nunca cese. Si
muchos te regañan y te dicen que te calles, no les hagas caso; antes al
contrario, clama mucho más: “Señor Jesús, ten misericordia de mí. No permitas
que viva yo, sino para ser santo como tú eres santo.” Ya no gastes tu dinero en
lo que no es pan, ni tu trabajo en lo que no es hartura. ¿Crees acaso poder
encontrar la felicidad cavando en la tierra, o hallarla en las cosas de este
mundo? Holla, pues, bajo de tus plantas todos los placeres, desprecia sus
honores, considera sus riqueza como si fueran basura y estiércol, y aun todas
las cosas que existen bajo el sol, por tal de obtener la excelencia “del
conocimiento de Cristo Jesús,” para que tu alma sea por completo regenerada en
la imagen de Dios, conforme a la cual fuiste creado en un principio. Guárdate
de no apagar esa bendita hambre y sed con eso que el mundo llama religión;
religión de forma, de exterioridad, que deja el corazón tan mundano y sensual
como siempre. No te satisfagas con nada, sino con el poder de la santidad; con
una religión que sea espíritu y vida; con habitar en Dios y que Dios more en
ti; con ser un habitante de la eternidad; con entrar del otro lado del velo,
por el rociamiento de la sangre, y sentarte en “lugares celestiales con Cristo
,Jesús.”
III. 1. Mientras más llenos estén éstos de la vida de
Dios, más tierna será su compasión para los que, aun muertos en sus pecados e
iniquidades, todavía viven sin Dios en el mundo. No quedará sin recompensa
este cuidado respecto de los demás. “Bienaventurados los misericordiosos:
porque ellos alcanzarán misericordia.”
La palabra que nuestro Señor usa significa más inmediatamente: los
compasivos, los de tierno corazón; aquellos que, lejos de despreciar, se
afligen muy sinceramente por los que no tienen hambre de Dios.
Esta parte tan esencial del amor fraternal, por medio de una figura de
retórica muy común, representa aquí el todo; de manera que “los
misericordiosos,” en el sentido completo de la palabra, significa en este
lugar: los que aman a sus prójimos como a sí mismos.
2. Siendo este amor de una importancia tan
vasta—sin el cual, aunque hablásemos lenguas humanas y angélicas, y tuviésemos
profecía, y entendiésemos todos los misterios y toda ciencia, y tuviésemos toda
la fe de tal manera que traspasásemos los montes; más aún, si repartiésemos
toda nuestra hacienda para dar de comer a los pobres, y si entregásemos
nuestros cuerpos para ser quemados, de nada nos serviría— Dios ha querido en su
sabiduría darnos, por medio de su apóstol Pablo, una relación especial y
completa de él. Y al meditar sobre dicha relación, podremos comprender muy claramente
quiénes sean los misericordiosos que han de alcanzar misericordia.
3. “La caridad”—o el amor, como
desearíamos se hubiese traducido esta palabra puesto que es más clara y menos
ambigua, el amor de nuestro prójimo, como Cristo nos amó primero—”todo lo
sufre,” tiene paciencia para con todos los hombres; aguanta las debilidades,
ignorancia, errores, flaquezas, todas las petulancias y nimiedades de fe en los
hijos de Dios; toda la malicia y maldad de los hijos del mundo.
Y sufre todo esto no sólo por un poco de tiempo, por unos cuantos días,
sino hasta el fin; aun dando de comer al enemigo cuando tiene hambre, o de
beber si está sediento; amontonando así constantemente “ascuas de fuego” de
verdadero amor “sobre su cabeza.”
4. Y en cada uno de los pasos que se dan
hacia este fin tan deseable—de vencer “con el bien el mal,”—”el amor es benigno”
(eta?, palabra de difícil traducción, significa: suave, dulce, benigno).
Está sumamente lejos de la morosidad, de toda dureza y actitud de espíritu, e
inspira desde luego en el que sufre, una dulce amabilidad y la más tierna y
ferviente afección.
5. Por consiguiente, el amor “no tiene envidia.” Sería
imposible que la tuviera, puesto que está diametralmente opuesto a esa
disposición tan funesta. No se puede concebir que quien tiene esta disposición
tan tierna para con todos—que desea sinceramente todas las bendiciones temporales
y espirituales, todas las cosas buenas de este mundo y de la vida futura para
todas las almas que Dios ha criado—sienta la menor pena al conceder cualquier
don a alguno de los hijos de los hombres. Si él mismo ha recibido idéntico
favor, lejos de afligirse, se goza de que otros participen del beneficio
común; si no lo ha recibido, bendice a Dios porque su hermano lo ha obtenido y
es más feliz que él. Mientras mayor es su amor, más se regocija en las
bendiciones de que goza todo el género humano; más lejos está de toda clase y
grado de envidia para con cualquiera criatura.
6. El amor “no hace sinrazón,” o más bien,
según el verdadero sentido de la palabra, no se apresura ni precipita a juzgar;
a ninguno condena arrebatadamente. No pasa una sentencia severa fundándose en
una opinión ligera o repentina de las circunstancias. Pesa primeramente toda
la evidencia, especialmente la que está a favor del acusado. Quien verdaderamente
ama a su prójimo, no es como la generalidad de los hombres—quienes, aun en los
casos más sencillos, ven un poco, suponen mucho y se apresuran a formar su
juicio—sino que procede con cautela y precaución, obrando con mucho cuidado y
aceptando de buen grado la regla de aquel antiguo pagano: “tan lejos estoy de
creer fácilmente lo que un hombre dice en contra de otro, que no creo ni lo que
dice en contra de sí mismo. Pienso que puede cambiar de opinión y obrar con más
acierto.” (¿Cuándo obrarán así los cristianos modernos?).
7. Sigue diciendo: “El amor no se
ensancha,” no induce a ningún hombre, ni le permite tener “más alto concepto de
sí que el que debe,” sino que más bien le hace pensar con templanza; más aún,
humilla el alma hasta el polvo de la tierra; destruye toda vana soberbia que
engendra el orgullo, y hace que nos regocijemos en ser como la nada, pequeños y
viles, los más bajos y los siervos de todos. Aquellos que se “aman los unos a
los otros con caridad fraternal,” no pueden menos que prevenirse “con honra los
unos a los otros.” Los que tienen el mismo amor y están de acuerdo, en humildad
se estiman “inferiores los unos a los otros.”
8. “No es injurioso,” no es descortés, ni ofende a ninguno
intencionalmente. “Paga a todos lo que debe: al que temor, temor; al que honra,
honra.” Rinde cortesía, afabilidad, sentimientos humanitarios a todo el mundo,
“honrando a todos los hombres,” según sus respectivas dignidades. Un escritor
define la buena crianza, es decir, la cortesía, en su más alto grado, con estas
palabras: “Un continuo deseo de agradar que se manifiesta en todo el
comportamiento.” Si esto es cierto, no hay persona tan bien criada como un
cristiano, uno que ama al género humano, porque no puede menos que agradar a
su prójimo en bien, a edificación. Este deseo no puede ocultarse, tiene que
manifestarse en todas sus relaciones con los hombres. Su amor es sin
fingimiento, y se dejará sentir en todas sus acciones y conversaciones, y aun
le constreñirá, sin ninguna malicia, a hacerse “todo a todos, para que de todo
punto salve a algunos.”
9. Y al hacerse todo a todos, el amor “no
busca lo suyo.” Al procurar agradar a todos los hombres, aquel que ama al
género humano no procura su propio bien; no codicia la plata, el oro, ni los
vestidos de ningún hombre; nada desea sino la salvación de su alma. Más aún, se
puede decir que en cierto sentido, no procura ni su propio bien espiritual,
como no busca las ventajas temporales, porque a la vez que se empeña hasta
donde le alcanzan las fuerzas en salvar almas de la muerte, se olvida de sí
mismo. No piensa en su persona mientras que el celo por la gloria de Dios le
absorbe. Algunas veces aun parece que debido a un exceso de amor, se rinde
absolutamente en cuerpo y alma, al exclamar con Moisés: “Este pueblo ha
cometido un gran pecado, ruégote, sin embargo, perdones ahora su pecado, y si
no, ráeme ahora de tu libro que has escrito” (Éxodo 32:31, 32); o con Pablo:
“Porque deseara yo mismo ser apartado de Cristo por mis hermanos, los que son
mis parientes según la carne” (Romanos 9: 3).
10. Nada extraño es que tal amor no se irrite. Obsérvese
que la palabra fácilmente, introducida de una manera extraña en la
versión (inglesa), no se encuentra en el original. Las palabras de Pablo son
absolutas: “El amor no se irrita,” no es descortés para con ninguna persona. A
la verdad que la ocasión se presentará con frecuencia, vendrán las
provocaciones exteriores de varias clases, pero el amor no se dejará superar de
la provocación: triunfará sobre todo. En todas las pruebas mira a Jesús, y
viene a ser más que vencedor.
Nada improbable es que nuestros traductores hayan introducido esa
palabra para disculpar, como quien dice, al Apóstol, quien, como ellos
supusieron, no parece tener ese amor que con tanta perfección describe. Parece
que deducen esto de una frase en los Hechos de los Apóstoles, la que también
está incorrectamente traducida. Cuando Pablo y Bernabé se disgustaron con
motivo de Juan, dice la traducción: “Hubo tal contención entre ellos, que se
apartaron el uno del otro” (Hechos 15: 39). Esto naturalmente induce al lector
a suponer que el uno se molestó tanto como el otro; que Pablo, quien
indudablemente tenía la razón en esta cuestión puesto que no era justo llevar
con ellos a Juan quien se había separado de ellos antes, se enojó tanto como
Bernabé, quien dejó llevarse de su enojo hasta tal punto que abandonó la obra
para la cual había sido separado por el Espíritu Santo. El texto original no
contiene semejante idea, ni afirma que Pablo se haya enojado. Simplemente dice:
“y hubo contención,” un paroxismo de cólera, en consecuencia del cual Bernabé
se separó de Pablo, y se fue, llevándose consigo a Juan. Pablo entonces,
“escogiendo a Silas, partió encomendado de los hermanos a la gracia del Señor”
(lo que no se dice de Bernabé) “y anduvo la Siria y la Cilicia confirmando las
iglesias.” Pero volvamos al asunto.
11. El amor evita mil provocaciones que de otra manera
se presentarían, porque “no piensa el mal.” A la verdad que el hombre
misericordioso no puede dejar de saber muchas cosas que son malas; no puede
menos que verlas y oírlas, porque el amor no le priva de su vista de manera que
no pueda ver las cosas que pasan, ni le quita su entendimiento, como no le
quita sus sentidos; de manera que no puede menos de saber que esas cosas son
malas. Por ejemplo, cuando ve a un hombre golpeando a su prójimo, o le oye
blasfemar el nombre de Dios, no puede dudar de lo que pasa, ni de las palabras
que oye, ni del hecho de que todo esto es malo. La palabra “piensa,” no se
refiere a la acción de ver u oír, o a los primeros actos involuntarios de la
inteligencia, sino al hecho de pensar voluntariamente aquello que no debernos
pensar, a deducir el mal de donde no existe; a nuestro raciocinio respecto de
las cosas que no vemos, o a nuestra suposición acerca de lo que no hemos visto
ni oído. Esto es lo que el amor destruye por completo: arranca las raíces y las
ramas, el imaginar aquello que no hemos sabido. Desecha toda clase de celos,
toda mala suposición; esa prontitud en creer el mal en nuestros prójimos. Es
franco, abierto; no es sospechoso y como no imagina el mal, tampoco lo teme.
12. “No se huelga de la injusticia,” por más que esto sea tan
común aun entre aquellos que llevan el nombre de Cristo, que no tienen
escrúpulos de regocijarse cuando sus enemigos tienen alguna aflicción o caen
en algún error o pecado. Y a la verdad ¿cómo podrán evitar esto los que con
celo se afilian a un partido? ¡Qué cosa tan difícil es para ellos el no sentir
gusto cuando descubren una falta en cualquiera de los del partido contrario,
con cualquiera mancha verdadera o supuesta ya en sus principios, ya en su
práctica! ¿Qué defensor ardiente de cualquiera causa está libre de esto? Más
aún, ¿quién tiene tanta calma que pueda decir que está enteramente libre?
¿Quién no se regocija al ver que su adversario da un paso en falso, y que esto
puede resultar en provecho de su propia causa? Sólo el hombre amante, sólo él
llora el pecado y la torpeza de su enemigo, no encuentra placer en escucharlo o
repetirlo, sino que más bien desea que se olvide para siempre.
13. “Mas se huelga de la verdad,” dondequiera que ésta
se encuentre —”la verdad que es según la piedad” —produciendo sus frutos naturales:
santidad del corazón y pureza en la conversación. Se regocija al descubrir que,
aun sus oponentes, ya sea respecto de opiniones o ya en algunos puntos de
práctica, son, sin embargo, amantes de Dios, e irreprochables en otros
respectos. Se alegra al escuchar lo que se dice en su favor y de decir todo el
bien que puede respecto de ellos, sin faltar a la verdad ni a la justicia.
Ciertamente que su gloria en general y su gozo consisten en encontrar el bien
dondequiera que se halle diseminado en la raza humana. Como uno de los
ciudadanos del mundo, reclama la parte que le pertenece de la felicidad de sus
habitantes. Por la misma razón de que es hombre, se ocupa del bienestar de los
hombres y se regocija en todo aquello que promueve la gloria de Dios y la paz y
la buena voluntad entre los hombres.
14. Este amor “todo lo sufre” (como indudablemente se
debe traducir toda la frase, porque de otra manera sería lo mismo que “todo lo
soporta”); porque el hombre misericordioso no se regocija en la iniquidad, ni
la menciona voluntariamente. Cualquier pecado que ve, oye o sabe, trata de
ocultarlo hasta donde puede, “sin comunicar en pecados ajenos.”
Dondequiera que se halla y con cualquiera persona que se encuentra, si
ve algo que no aprueba, a nadie le dice nada como no sea a la persona a quien
concierne el asunto, por si tal vez pueda ganar a su hermano. Tan lejos está de
tomar las culpas o faltas de los demás por tema de su conversación, que nunca
habla de los ausentes a no ser que pueda hablar bien. Los chismosos,
calumniadores, murmuradores, y en general los que hablan mal de sus semejantes,
son para él como los asesinos. No puede destruir la reputación de su prójimo,
como no podría asesinarlo. Más fácil le sería divertirse incendiando la casa
de su vecino que echar llamas, saetas y muerte, y decir: “Ciertamente me
‘chanceaba.’”
Sólo hace una excepción: algunas veces cree que la gloria de Dios o, lo
que es lo mismo, el bienestar de su prójimo, exige que un mal no siga
encubierto y en tal caso, en bien de los inocentes se ve obligado a señalar al
culpable. Pero aún así: (1) no habla sino hasta que el amor, el amor superior,
le constriñe; (2) no lo hace por un deseo confuso de hacer el bien o de
promover el amor de Dios, sino en vista de algún fin especial, de algún bien
determinado que intenta hacer. (3) Todavía así no habla hasta no estar
persuadido de que estos medios son necesarios a ese fin; que no se puede obtener
el mismo resultado, o al menos, no de una manera tan eficaz, con otros medios. (4)
Lo hace entonces con mucho dolor y repugnancia, como quien aplica el último y
peor remedio, un remedio desesperado para un mal desesperado; una especie de
veneno que sólo se usa para extirpar otro veneno; y por consiguiente, (5) lo
usa con la mayor moderación en temor y temblor, no sea que quebrante la ley
del amor, hablando demasiado cuando tal vez no debería ni siquiera hablar.
15. “El amor todo lo cree.” Siempre está pronto a
creer lo mejor; a pensar de todas las cosas lo mejor que se pueda. Siempre está
listo a creer todo aquello que sea en favor del carácter de cualquiera persona.
Se convence fácilmente, puesto que lo desea con fervor, de la inocencia e
integridad de cualquier hombre o al menos de la sinceridad de su arrepentimiento,
si es que alguna vez se ha separado del camino recto. Se alegra de perdonar
cualquiera cosa que haya sido mal hecha, de condenar al ofensor lo menos que
se pueda y de tomar en consideración la debilidad humana hasta donde pueda hacerlo
sin contradecir la verdad de Dios.
16. Y cuando ya no puede creer, el amor “todo lo
espera.” ¿Se dice algo malo de cierta persona? El amor abriga la esperanza de
que no sea cierto; que el hecho que se refiere no haya acontecido. ¿Es cierto
lo que la gente dice? Tal vez no haya sucedido con todas las circunstancias que
se mencionan; de manera que, aún concediendo que el hecho haya sucedido, hay
razón para esperar que no haya sido tan malo como se cree. ¿Fue el hecho malo e
innegable en apariencia? El amor desea que la intención no lo haya sido. ¿Es
claro que también la intención fue mala? Sin embargo, tal vez no haya sido el
impulso de la condición normal del corazón, sino de un momento de pasión, o de
una tentación muy vehemente que hizo que el hombre se olvidase de sí mismo. Y
aún cuando no quepa duda de que todas las acciones, designios, y aun el genio,
son igualmente malos, todavía abriga la esperanza de que al fin Dios levante
su brazo y se tome la victoria, y de que haya más gozo en el cielo por este
“pecador que se arrepiente, que de noventa y nueve justos que no necesitan
arrepentimiento.”
17. Por último, “todo lo soporta.” Esto es lo que completa
el carácter de aquel que es verdaderamente misericordioso: soporta no sólo
algunas ni muchas cosas, sino absolutamente todo. Cualquiera que sea la
injusticia, la malicia, la crueldad que los hombres puedan inferir, tiene la
habilidad de soportarlo todo. A nada llama intolerable. Nunca dice: “esto ya
no se puede aguantar.” No sólo puede hacer todas las cosas, sino también
sufrirlo todo por medio de Cristo, que lo fortalece. Y todo lo que sufre no
destruye su amor ni lo debilita en lo más mínimo. Está a prueba de todo; es una
llama que arde aun en medio del gran océano. “Las muchas aguas no podrán
apagar” su “amor, ni le ahogarán los ríos.” Triunfa sobre todas las cosas.
“Nunca deja de ser,” ni en este siglo ni en el venidero.
Según el decreto del cielo, Todo saber se acabará Y toda profecía cesará
Por siempre jamás. Pero el amor es durable, Nada puede limitarlo Ni la muerte
sujetarlo Por siempre jamás. Triunfante y feliz vivirá, Infinito bien
derramando Y alabanzas escuchando, Por siempre jamás.
Así alcanzarán misericordia los misericordiosos. No sólo por medio de la
bendición de Dios sobre todos sus caminos, pagando el amor que tienen a su
hermanos con un amor mil veces más abundante, sino también con “un alto y
eterno peso de gloria” en el reino preparado para ellos “desde antes de la
fundación del mundo.”
18. Tal vez digáis durante algún tiempo: “¡Ay de mí!
que estoy obligado a peregrinar en Mesech, y a habitar entre las tiendas de
Kedar.” Podéis derramar vuestra alma y lamentar la pérdida sobre la tierra del
amor verdadero y genuino. ¡Perdido, en verdad! Bien podéis decir (empero, no
en el sentido de los antiguos): “Ved cómo estos cristianos se aman mutuamente.”
¡Estos reinos cristianos que se están despedazando y desolando los unos
a los otros con el fuego y la espada; estos ejércitos cristianos que están
mandándose con presteza al infierno por millares y millares! ¡Estas naciones
cristianas que están en el fuego de los disturbios internos, teniendo partidos
en contra de partidos, facciones en contra de facciones! ¡Estas ciudades
cristianas en cuyas calles nunca faltan el engaño y el fraude, la opresión y la
maldad, más aún, el robo y el asesinato! ¡Estas familias cristianas separadas
por la envidia, los celos, la ira, los innumerables disgustos domésticos! Y lo
que es todavía más terrible, lo que se debe lamentar más que todo, ¡estas
iglesias cristianas! ¡Iglesias (no lo digáis en Gath; mas ¿cómo lo podremos
ocultar de los judíos, turcos o paganos?) que llevan el nombre de Cristo, el
Príncipe de paz, y que están siempre en guerra, que convierten a los pecadores
quemándolos vivos; que están embriagadas con la sangre de los santos!
¿Es “Babilonia la grande, la madre de las fornicaciones y de las
abominaciones de la tierra,” la única que merece estas alabanzas? Ciertamente
que no. Las iglesias reformadas, así llamadas, han aprendido muy bien a seguir
el ejemplo. Las iglesias protestantes también saben perseguir cuando tienen el
poder de hacerlo, aun hasta derramar sangre. Y mientras tanto, ¡cómo se
anatematizan las unas a las otras y se mandan mutuamente a los más profundos
infiernos! ¡Qué ira, qué contiendas, qué malicias, se encuentran en todas
ellas, aun cuando estén de acuerdo en las cosas esenciales y sólo difieran en
opiniones o cosas secundarias respecto de la religión! ¿Quién es aquel que
únicamente “sigue lo que hace a la paz y a la edificación los unos de los
otros”? Dios santo, ¿hasta cuándo? ¿Dejará de cumplirse tu promesa? No temáis
pequeñitos. Esperad aun contra la esperanza. A vuestro Padre place renovar la
faz de la tierra. Ciertamente que todas estas cosas llegarán a su fin y los
habitantes de la tierra aprenderán la justicia. “No alzará espada gente contra
gente, ni se ensayarán más para la guerra.” “El monte de la casa de Jehová
será confirmado por cabeza de los montes,” y “los reinos del mundo vendrán a
ser los reinos de nuestro Señor.” “No harán mal, ni dañarán en todo mi santo
monte,” sino que a “sus muros llamarán Salud, y a sus puertas, Alabanza.” No
tendrán ningún defecto ni mancha. Se amarán mutuamente como Cristo nos ha
amado. Sé pues, de los primeros frutos, si es que el tiempo de la cosecha aún
no ha llegado. Ama a tu prójimo como a ti mismo. ¡Pluga a Dios llenar tu
corazón de tal amor para con todas las almas, que estés listo aun a sacrificar
tu vida por ellas! Que rebose tu corazón continuamente de amor, destruyendo
todo lo desagradable e impuro de tu genio, hasta que te llame a la región del
amor para reinar con El por los siglos de los siglos.
www.campamento42.blogspot.com
SERMON 22 - John Wesley
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