Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


25 de agosto de 2012

SOBRE EL SERMON DE NUESTRO SEÑOR EN LA MONTAÑA (I)


John Wesley
Y viendo las gentes, subió al monte; y sentándose, se lle­garon a él sus discípulos. Y abriendo su boca les enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación (Mateo 5: 1-4).

1.    Había nuestro Señor rodeado a toda Galilea (Mateo 4: 23), empezando el día cuando Juan fue aprehendido (v. 12), no sólo “enseñando” en las sinagogas y “predicando el evan­gelio del reino,” sino también “sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.” En consecuencia natural de esto “le siguieron muchas gentes de Galilea, y de Decápolis, y de Jerusalem, y de Judea y de la otra parte del Jordán” (v. 25). “Y viendo las gentes,” la cual multitud no habría cabido en ninguna sinagoga, aunque hubiese habido alguna cerca de allí, “subió al monte,” donde había lugar para todos los que ve­nían de todas partes a oírle. “Y sentándose,” según la costum­bre judaica, “se llegaron a él sus discípulos. Y abriendo su bo­ca,” expresión que denota principio de un discurso solemne, “les enseñaba diciendo.”
2.    Observemos quién es el que habla a fin de saber có­mo debemos escuchar. Es el Señor del cielo y de la tierra; el Creador de todos, quien como tal, tiene derecho a disponer de sus criaturas. El Señor nuestro Gobernador cuyo reino es desde la eternidad y quien gobierna todas las cosas. El gran Legislador que puede hacer ejecutar todas sus leyes; que puede salvar y perder; castigar con eterna perdición desde su pre­sencia y desde la gloria de su potencia. Es la Sabiduría eterna del Padre, quien sabe de lo que hemos sido hechos, y conoce nuestra más íntima naturaleza; la relación que guardamos pa­ra con el Padre; los unos para con los otros; para con todas las criaturas que Dios ha hecho, y que sabe, por consiguiente, el modo de adaptar las leyes que prescribe a todas las circuns­tancias en que nos ha colocado. Es Aquel que ama a todos los hombres y que tiene misericordia de todas sus obras. El Dios de amor, quien habiendo dejado su eterna gloria, vino a declarar la voluntad del Padre a los hijos de los hombres, y después vuelve al Padre; quien vino mandado por Dios a abrir los ojos de los ciegos y a dar luz a los que habitan en tinieblas. Es el gran Profeta de Dios, acerca de quien había declarado desde mucho tiempo antes: “Mas será que cualquiera que no oyere mis palabras que él hablare en mi nombre, yo le residenciaré” (Deuteronomio 18: 19). O como dice el apóstol: “Y será que cualquiera alma que no oyere a aquel profeta, será desarraiga­do del pueblo” (Hechos 3:23).
3.    Y ¿qué cosa está enseñando? El Hijo de Dios que bajó del cielo nos enseña en este sermón el camino del cielo; del lugar que nos ha preparado; de la gloria que tenía desde antes que el mundo existiera. Nos enseña la verdadera vía de la vida eterna; el camino real que va al reino; la única vía verdadera, porque no hay ninguna otra. Todas las demás lle­van a la perdición. No dice nada de más, nada que no haya recibido del Padre; ni omite, por otra parte, declarar nada del consejo de Dios; mucho menos ha dicho nada erróneo o con­trario a la voluntad de Aquel que le envió. Todas sus pala­bras respecto de todas las cosas son rectas y verdaderas, y per­manecerán por siempre jamás.

Fácilmente podemos hacer observar que al explicar y confirmar estas palabras fieles y verdaderas, procura refutar no sólo los errores de los escribas y fariseos, los cuales erro­res eran entonces los falsos comentarios con que los maestros judíos habían pervertido la Palabra de Dios, sino también todos los errores prácticos que no están en consonancia con la salvación, y que habrían de ocurrir después en el seno de la Iglesia Cristiana. Todas las explicaciones con que los maes­tros cristianos (así llamados) de cualquiera edad o nación habrían de pervertir la Palabra de Dios y enseñar a las almas a buscar la muerte en el error de su vida.
4.    Así que naturalmente pasamos a observar a quiénes enseña en este sermón. No se dirige solamente a los apósto­les, porque si este hubiera sido su objeto, no habría subido a la montaña. Los doce discípulos se habrían podido reunir en alguna pieza en casa de Mateo o de cualquiera otro de los apóstoles. No se puede decir, ni hay para ello la menor au­toridad, que los discípulos que se le acercaron hayan sido sola­mente los doce. La frase “sus discípulos,” sin hacerla enfáti­ca, puede significar: todos los que deseaban aprender de El. Pero para poner esto fuera de discusión y hacer evidente­mente claro que cuando dice el evangelista, “Y abriendo su boca, les enseñaba,” el pronombre les incluye a todas las mul­titudes que subieron con El a la montaña, sólo necesitamos fijarnos en los últimos versículos del capítulo séptimo: “Y fue que como Jesús acabó estas palabras, las gentes se admira­ban de su doctrina” o enseñanza, “porque les enseñaba,” a las multitudes, “como quien tiene autoridad, y no como los escribas.”

Ni fue tan sólo a las multitudes que subieron con El a la montaña, a quienes enseñó el camino de la salvación, si­no a todos los hijos de los hombres; a toda la raza humana; a las criaturas que aún no habían nacido; a las generaciones futuras que han de venir hasta el fin del mundo, que habrán de escuchar las lenguas humanas.

5.    Esto se concede generalmente respecto de ciertas par­tes del discurso que sigue. Nadie niega, por ejemplo, que lo que dice de la pobreza de espíritu se refiere a todo el género humano, pero algunos han supuesto que otras partes se re­fieren sólo a los apóstoles, a los cristianos primitivos o a los ministros de Cristo y no a la generalidad de los hombres, quie­nes, por consiguiente, nada tienen que ver con dichas enseñan­zas.
Empero, ¿no será bueno investigar quién les ha enseña­do que algunas partes de este discurso se refieran sólo a los apóstoles, a los cristianos de la época apostólica o a los mi­nistros de Cristo? No bastan simples aserciones para estable­cer un punto de tanta importancia. ¿Acaso nuestro Señor nos ha enseñado que ciertas partes de este discurso no se re­fieren a todo el género humano? Indudablemente que si así fuera, nos lo habría dicho. No es posible creer que hubiese omitido darnos informes tan necesarios. Pero, ¿nos ha dicho tal cosa? ¿Dónde? ¿En el mismo discurso? No; no se en­cuentra ni la menor sugestión de tal cosa. ¿Lo ha dicho en alguna otra parte, en algún otro discurso? No encontramos una sola palabra o mención de esto ni siquiera indirectamen­te en todo lo que habló a las multitudes o a sus discípulos. ¿Ha dejado escrito alguno de los apóstoles o de los escri­tores inspirados, semejante instrucción? Nada de eso: nin­gún aserto de esta clase se encuentra en los Oráculos de Dios. ¿Quiénes son, pues, esos hombres mucho más sabios que Dios, que saben más de lo que está escrito?

6.    Tal vez dirán que lo razonable del asunto mismo requiere que se haga dicha modificación. Si así es, debe ser por una de estas dos razones: ya porque sin esa modificación el discurso resultaría absurdo, o ya porque contradiría otras par­tes de la Sagrada Escritura. Pero esto no es así, sino que al contrario, se verá muy claramente cuando pasemos a exa­minar sus varias particularidades, que no hay absolutamen­te ningún absurdo en aplicar a todo el género humano todo lo que nuestro Señor dijo en este sermón. Más aún, se verá que deben aplicarse a los hombres en general todas las par­tes del discurso o ninguna de ellas, puesto que todas están entrelazadas, unidas como las piedras de un arco del cual no se puede quitar una sola sin destruir todo el edificio.
7.    Consideraremos, por último, la manera de enseñar de nuestro Señor en esta ocasión. Y a la verdad que en todos tiempos, y especialmente en esta ocasión, habla como ningún hombre ha hablado nunca; no corno los hombres santos de Dios, que “hablaron siendo inspirados del Espíritu Santo.” No como Pedro, Santiago, Juan o Pablo, quienes, a la verdad, fueron sabios edificadores en su iglesia, sino que aun en esto, en los grados de su sabiduría celestial, el siervo no es como su Señor. No parece que haya tenido en ningún tiempo ni en ningún lugar, el designio de asentar de una vez por todas el plan completo de su religión; de darnos un prospecto comple­to del cristianismo; de describir extensamente la naturaleza de esa santidad, sin la cual ningún hombre verá al Señor. En miles de ocasiones describió partes especiales, pero en nin­gún tiempo, a excepción de esta vez, dio expresamente una idea general de todo el asunto. En toda la Biblia no se encuen­tra ninguna otra parte semejante a esta—a no ser que excep­tuemos esa corta descripción de la santidad que Dios dio a Moisés en el Sinaí, en las diez palabras o mandamientos. Pe­ro aun aquí mismo, ¡qué diferencia tan grande hay entre uno y otro pasaje! “Porque aun lo que fue tan glorioso, no es glo­rioso en esta parte, en comparación de la excelente gloria” (II Corintios 3: 10).

8.    Sobre todo, ¡con qué amor tan sorprendente el Hijo de Dios revela aquí al hombre la voluntad de su Padre! No nos lleva otra vez “al monte, el cual ardía con fuego, y al tur­bión, y a la oscuridad, y a la tempestad.” No habla como cuando tronó en los cielos Jehová, y el Altísimo “dio su voz;” granizo y brasas de fuego. Ahora nos habla con voz quieta y tranquila: “Bienaventurados,” o dichosos, “los pobres en es­píritu;” ¡dichosos los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los limpios de corazón; dichosos al fin y mientras caminan; dichosos en esta vida y en la vida eterna! Como si hubiera dicho: “¿Quién es el hombre que de­sea vida, que codicia días para ver bien?” ¡He aquí, yo os mues­tro lo que vuestra alma anhela! Ved el camino que hace tanto tiempo habéis estado buscando en vano; el camino de las de­licias, la vía de la paz llena de calma y gozo, del cielo en la tierra, y en la otra vida.
9.    Al mismo tiempo, ¡con qué autoridad enseña! Bien se puede decir: “No como los escribas.” ¡Observad su modo (que no puede expresarse en palabras), la manera en que habla! No como Moisés, el siervo de Dios; no como Abraham, el ami­go de Dios, ni como ninguno de los profetas, ni como los hijos de los hombres. Es algo sobrehumano. Más de lo que puede pertenecer a cualquier ser creado. ¡Revela al Creador de to­das las cosas! ¡Siendo Dios, se manifiesta como Dios! Más aún, el Ser de los seres, Jehová, el que existe por sí mismo; el Ser Supremo, Dios que es sobre todas las cosas, bendito por siem­pre jamás.

10.  General y apropiadamente, este divino sermón—pre­sentado con el mejor método pues cada división ilustra el punto anterior—se divide en tres partes principales: la pri­mera contenida en el capítulo quinto, la segunda en el sexto y la tercera en el séptimo. En la primera se asienta en ocho puntos esenciales, el resumen de toda verdadera religión la que explica y protege en contra de las falsas interpretaciones de los hombres en las partes que siguen del capítulo quinto. En la segunda se dan las reglas de la buena intención que debe acompañar siempre a todas nuestras acciones exteriores, sin mezcla de deseos mundanos ni ansiedades, aun respecto de las cosas necesarias para la vida. En la tercera se dan amo­nestaciones en contra de los principales obstáculos que la re­ligión encuentra, y concluye con una aplicación del todo.
I.      1. Nuestro Señor da, en primer lugar, el resumen de toda verdadera religión en ocho puntos esenciales, los que explica y protege en contra de las falsas glosas de los hom­bres hasta el fin del capítulo quinto.

Algunos han creído que estos puntos se refieren a los diferentes períodos en el curso del cristiano—los pasos que el cristiano va dando sucesivamente en su viaje a la tierra pro­metida. Otros opinan que todos estos puntos esenciales que aquí se asientan, son aplicables a los cristianos de todas épocas. ¿Y por qué razón no hemos de aceptar ambas opiniones? ¿Qué contradicción hay entre ellas? Es indudable que tanto la pobreza de espíritu como todos los demás temperamentos que aquí se mencionan, se encuentran siempre, en mayor o menor grado, en todo verdadero cristiano. Es igualmente cier­to que el verdadero cristianismo empieza siempre con la po­breza de espíritu y se desarrolla en el orden aquí mencio­nado, hasta que “el hombre de Dios sea perfecto.” Empeza­mos con este don de Dios, el menos importante. Pero no es necesario que nos despojemos de él cuando Dios nos invite a pasar más arriba, sino que retengamos aquello a lo que ya hemos llegado mientras caminamos hacia lo que está delante: las más altas bendiciones de Dios en Cristo Jesús.
2.    La pobreza de espíritu es la base de todo. Nuestro Señor empieza por ella naturalmente y dice: “Bienaventu­rados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos.” Nada impropio sería suponer que nuestro Señor al mirar en derredor suyo, viera que no había allí muchos ri­cos sino más bien los pobres del mundo, y aprovechara la oca­sión, pasando de lo temporal a lo espiritual. “Bienaventura­dos,” dijo, (o dichosos, que así debe ser la palabra en éste y los versículos siguientes), “los pobres en espíritu.” No dice que son pobres en las cosas exteriores, puesto que es muy po­sible que alguno de ellos estuviesen tan lejos de la felicidad como un rey en su trono, sino “los pobres en espíritu,” los que tienen esa disposición del corazón que es el primer paso hacia la felicidad verdadera y durable, tanto en este mundo como en el venidero, cualesquiera que sean sus circunstan­cias exteriores.

3.    Algunos han creído que pobres en espíritu significa aquí aquellos que aman la pobreza, que no tienen codicia ni amor del dinero; quienes no desean, sino más bien temen las riquezas. Tal vez este juicio u opinión sea el resultado de li­mitar el pensamiento al significado del término, o de haber meditado sobre aquella madura observación de Pablo: “El amor del dinero es la raíz de todos los males.” De aquí que muchos se hayan despojado enteramente no sólo de sus ri­quezas, sino también de todo lo que poseían. De aquí tam­bién los votos de pobreza voluntaria, que parece se origina­ron en la iglesia romana, habiéndose tomado por sentado que un grado tan eminente de esta gracia fundamental debe constituir un gran paso hacia “el reino de los cielos.”
Empero, estas personas no parecen haber tomado en consideración, primeramente que la expresión de Pablo debe entenderse con cierta restricción puesto que de otra manera no sería cierto. Porque el amor del dinero no es la raíz, la única raíz, de todos los males. Hay en el mundo miles de otras raíces del mal, como nuestra triste experiencia diariamente nos demuestra. Su significado debe ser este: es la raíz de mu­chísimos males; tal vez de mayor número que los que cualquiera otro vicio pueda producir. Ni, en segundo lugar, que este sentido de la expresión, “pobres en espíritu,” no conviene de ninguna manera al designio actual de nuestro Señor, que es echar las bases generales sobre las que ha de edi­ficarse el plan entero del cristianismo—designio que no quedaría satisfecho con evitar un vicio particular. De manera que, aun suponiendo que esto hubiese formado parte de su significado, no pudo serlo en su totalidad. En tercer lugar, que esto no puede suponerse como parte de su significado a no ser que le acusemos de palpable tautología, puesto que si la po­breza de espíritu consistiera en no tener codicia, amor al di­nero o deseo de riquezas, coincidiría con lo que menciona des­pués. Sería tan sólo una parte de la pureza del corazón.

4.    ¿Quiénes son, pues, “los pobres en espíritu”? Indu­dablemente, los humildes; los que se conocen a sí mismos; los que están convencidos de sus pecados; aquellos a quienes Dios ha dado ese primer arrepentimiento que antecede a la fe en Cristo. Una de estas personas ya no puede decir:
“Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa,” puesto que ahora sabe que es “cuitado, y miserable, y pobre, y ciego, y desnudo.” Está persuadido de que en lo es­piritual es muy pobre ciertamente, puesto que ningún bien espiritual permanece en él. “En mí,” dice, “nada bueno hay,” sino todo lo molo y abominable Tiene una conciencia íntima de la lepra asquerosa del pecado, que trajo consigo desde el vientre de su madre, de la cual está contaminada toda su al­ma, y que corrompe por completo todas y cada una de sus facultades Cada día siente más las malas disposiciones de la mente que resultan de esa mala raíz: el orgullo y la sober­bia del espíritu, la tendencia constante a tener más alto concepto de sí que el que se debe tener; la vanidad, la sed del aprecio u honra que viene de los hombres, el odio o la envi­dia, los celos y la venganza, la cólera, la malicia y el rencor, la enemistad innata en contra de Dios y del hombre, que se deja sentir de mil maneras, el amor del mundo, la voluntad propia, los deseos torpes y necios que se adhieren a lo más íntimo del alma. Está conciente de lo mucho que ha ofen­dido de palabra. Si no ha sido profano, inmodesto, falso y poco cortés en sus palabras, se ha permitido conversaciones que no eran buenas “para edificación,” ni propias para dar gracia a los oyentes. Las que, por consiguiente, estaban corrompidas en la presencia de Dios y contristaron su Santo Espíritu. Sus malas obras están igualmente y siempre presentes delante de El. Si pretende mencionarlas, no lo puede hacer porque son sin número. Más fácil le sería contar las gotas de la lluvia, la arena del mar o los días de la eternidad.

5.    Ahora tiene presente su culpabilidad. Sabe el castigo que ha merecido por su mente carnal, la entera y completa corrupción de su naturaleza y mucho más por razón de sus muchos malos deseos y pensamientos, de sus palabras y he­chos pecaminosos. No duda, ni por un momento, que la me­nor de estas culpas merezca la condenación del infierno don­de “el gusano no muere y el fuego nunca se apaga.” Sobre todo, la culpa de no creer en el nombre “del unigénito Hijo de Dios,” le pesa sobremanera. ¿Cómo escaparé—dice—si ten­go en poco una salud tan grande? “El que no cree, ya está condenado,” y “la ira de Dios permanece en él”
6.    Empero, ¿qué cosa dará en cambio por su alma que ha perdido bajo la justa venganza de Dios? ¿Con qué vendrá ante Jehová? ¿Con qué pagará lo que le debe? Si desde este momento pudiese rendir la más perfecta obediencia a todos los mandamientos de Dios, no bastaría para borrar un solo pecado, un solo acto de desobediencia en el pasado, viendo que debe a Dios todos los servicios que puede hacer desde este momento y por toda la eternidad. Aún si pudiese llevar a cabo esto, no satisfaría por todo lo que debió haber hecho en el pasado. Se ve, pues, enteramente desvalido para poder sa­tisfacer por sus pecados pasados; enteramente incapaz de sa­tisfacer a Dios, de pagar el rescate de su alma.

Empero, sabe muy bien que si Dios le perdonase todo lo pasado bajo esta condición: que no había de pecar más; que durante el porvenir obedecería entera y constantemente todos sus mandamientos, de nada le serviría, pues es una condición con la que nunca podría cumplir. Sabe y palpa que no puede obedecer ni los mandamientos exteriores de Dios, puesto que la obediencia es imposible mientras su corazón permanezca en su naturaleza pecaminosa y corrompida, ya que el árbol corrompido no puede producir buenos frutos. Pero él no pue­de limpiar un corazón pecaminoso. Esto es imposible para con los hombres. De manera que no sabe ni siquiera cómo se empieza a caminar en los mandamientos de Dios. No sabe có­mo dar un solo paso adelante. Rodeado de pecados, pesares y temores, y no encontrando modo de escapar, sólo puede ex­clamar: “¡Señor, sálvame, que perezco!”
7.    La pobreza de espíritu, pues, el primer paso que da­mos en la carrera que nos es propuesta, es la conciencia viva de nuestros pecados interiores y exteriores, de nuestra cul­pabilidad y desamparo. Algunos se han atrevido a llamar es­to “la virtud de la humildad,” enseñándonos de esta manera a estar orgullosos por el hecho de que merecemos la conde­nación. Las palabras de nuestro Señor son muy diferentes de esto, trayendo a la mente del que escucha tan sólo la idea de completa necesidad, de pecado nefando, de culpa y com­pleta miseria.

8.    El gran apóstol al tratar de traer a los pecadores a Dios, habla de un modo equivalente: “La ira de Dios,” dice, se manifiesta del cielo “contra toda impiedad e injusticia de los hombres” (Romanos 1:18). Cargo inmediato que hace a los paganos del mundo y con el cual prueba que estaban bajo la ira de Dios. Después demuestra que no eran mejores los judíos y que, por consiguiente, estaban bajo la misma con­denación, y todo esto no con el fin de que llegaran a tener esta virtud de la humildad, sino “para que toda boca se tape, y que todo el mundo se sujete a Dios.” Pasa a demostrar que estaban desamparados además de ser culpables—que es claramente el fin de todas esas expre­siones: “Porque por las obras de la ley ninguna carne se jus­tificará delante de El,” “Mas ahora, sin la ley, la justicia de Dios se ha manifestado,” “Así que, concluimos ser el hombre justificado por la fe sin las obras de la ley” —expresiones to­das que tienden al mismo fin, que es: apartar del varón la soberbia; humillarle hasta el polvo de la tierra sin enseñarle a considerar su humildad como si fuera una virtud.
Inspirarle esa perfecta y profunda convicción de su completa perver­sidad, culpabilidad y desamparo que impulsa al pecador, des­nudo de toda buena obra, perdido y arruinado, a acogerse al fuerte Protector, Jesucristo el Santo.

9.    No puede uno menos de observar que el cristianismo empieza cabalmente donde la moral de los paganos concluye: la pobreza de espíritu, la convicción del pecado, la renuncia de nosotros mismos, el no tener justicia propia (el primer punto en la religión de Jesucristo) dejando muy atrás a la religión pagana. Esto se ocultaba siempre de los sabios de este mundo, puesto que en toda la lengua latina, aun en su desarro­llo durante la era de Augusto, no se encuentra la palabra hu­mildad (la palabra humilitas, de donde se deriva la palabra humildad, significa, como es muy bien sabido, otra cosa muy diferente), ni se encontraba en toda la rica lengua de la Gre­cia, hasta que el gran apóstol la inventó.
10. ¡Oh, que podamos sentir lo que aquellos escritores no pudieron expresar! ¡Pecador, despiértate! ¡Conócete a ti mismo! ¡Sabe y siente que en maldad fuiste formado, y que en pecado te concibió tu madre; que tú mismo has estado acumulando pecado sobre pecado desde que pudiste discer­nir entre el bien y el mal! ¡Póstrate bajo la poderosa mano de Dios, puesto que mereces la muerte eterna! Desecha, re­nuncia, ahuyenta toda esperanza de poder llegar a hacer algo en favor tuyo. Sea toda tu esperanza que Aquel “que llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero,” te lave en su sangre y te regenere con su espíritu omnipotente. Enton­ces testificarás: “Bienaventurados los pobres en espíritu: por­que de ellos es el reino de los cielos.”

11.    Este es aquel reino de los cielos o de Dios que está en nosotros: “justicia, paz, y gozo por el Espíritu Santo.” Y ¿qué cosa es la “justicia,” sino la vida de Dios en el alma; la mente que estaba en Cristo Jesús; la imagen de Dios graba­da en nuestros corazones ahora regenerados conforme a la semejanza de Aquel que los creó? ¿Qué otra cosa es sino el amor de Dios, porque El nos amó primero, y el amor a to­dos los hombres por amor de El?
Y ¿qué cosa es esta “paz,” la paz de Dios, sino esa calma serena del alma, esa dulce confianza en la sangre de Jesús, que no deja la menor duda de que hemos sido aceptados en El; que destruye todo temor, a excepción de ese temor amo­roso y filial de ofender a nuestro Padre que está en los cielos?

Este reino interior significa también ese “gozo por el Es­píritu Santo” que sella nuestros corazones con la “reden­ción que es en Jesús;” la justicia de Cristo que nos es impu­tada para la “remisión de los pecados pasados;” que nos da “las arras de nuestra herencia” —la corona que el Señor, el justo Juez, nos ha de dar en ese día. Bien se le puede llamar “el reino de los cielos,” puesto que es el cielo ya abierto para el alma; el nacimiento de esos ríos de gozo que del trono de Dios fluyen para siempre.
12.    “De ellos es el reino de los cielos.” Quienquiera que seas, oh alma, si Dios te ha concedido ser “pobre en espíritu,” sentir que estás perdida, sabe que tienes derecho a ese reino debido a la gratuita promesa de Aquel que no puede men­tir. Ese reino ha sido comprado para ti con la sangre del Cor­dero. Está muy cerca. Estás a sus puertas. Da un paso más y entrarás en el reino de justicia, y paz y gozo. ¿Eres todo pe­cado? “¡He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!” ¿Eres todo impureza? Mira hacia tu “Abogado para con el Padre...Jesucristo, el justo.” ¿No puedes ofre­cer satisfacción por la menor de tus culpas? “El es la pro­piciación por todos” tus “pecados.” Cree en el Señor Jesu­cristo y todos tus pecados serán borrados. ¿Estás completa­mente manchado de cuerpo y alma? ¡He aquí la fuente para el pecado y la iniquidad! Levántate y lava tus pecados. No per­mitas más que la incredulidad te haga vacilar respecto de esta promesa. ¡Glorifica a Dios! ¡Cree! Exclama con todo tu co­razón:

Sí, al fin vengo a rendirme Y acepto tu preciosa sangre; Con todos mis pecados acójome a Ti, mi Dios y Redentor.
13.    Entonces aprenderás de El a ser “manso de corazón.” Y esta es la verdadera, genuina humildad cristiana, que nace de la conciencia del amor de Dios con quien nos hemos re­conciliado por medio de Jesucristo. La pobreza de espíritu, en este sentido de la palabra, empieza donde la conciencia de la culpa y de la ira de Dios acaba, y significa nuestra total de­pendencia de El para todo buen pensamiento, palabra u obra. Nuestra completa incapacidad de hacer lo bueno—a no ser que El nos ayude a cada momento—y odio a la alabanza de los hombres, sabiendo que ésta pertenece sólo a Dios. A todo esto se añade la vergüenza amorosa, una tierna humillación ante Dios aun por los pecados que sabernos nos ha perdona­do y por los que aún permanecen en nuestros corazones, si bien tenemos la conciencia de que no se nos atribuyen para nuestra condenación. Sin embargo, la conciencia que tene­mos del pecado innato, es cada día más profunda. Mientras más crecemos en gracia, vemos más claramente la tremenda iniquidad de nuestros corazones.

Al paso que más adelantamos en el conocimiento y amor de Dios, por medio de nuestro Se­ñor Jesucristo (por muy grande que parezca este misterio a los que no conocen el poder de Dios para la salvación), dis­cernimos más nuestro enajenamiento de Dios, la enemistad que existe en nuestra mente carnal y la necesidad que tene­mos de ser completamente regenerados en justicia y verda­dera santidad.
II.   1. Es muy cierto que cualquiera que empieza a co­nocer el reino interior de los cielos, apenas tiene una idea de esto. Dijo en su prosperidad: “No seré jamás conmovido. Tú, oh Jehová, has asentado mi monte con fortaleza.” Tan holla­do tiene al pecado bajo sus plantas, que apenas cree pueda permanecer en él. Aun la tentación se calla y no habla más. No se acerca, sino que permanece a gran distancia. Es llevado en brazos del gozo y del amor. Se remonta “como sobre las alas del águila.” Peso nuestro Señor sabía muy bien que este estado de triunfo rara vez continúa por mucho tiempo y, por consiguiente, añade a poco: “Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación.”

2.    Por supuesto que no podemos imaginarnos que esta promesa se refiera a los que lloran sólo por alguna causa mun­danal; que tienen pesares y tristeza por algún fracaso o su­frimiento mundano como la pérdida de su reputación, de sus amigos o el menoscabo de su fortuna. Tampoco se refie­re a los que se afligen, temerosos de algún mal en las cosas temporales; que languidecen por sus ansiedades, o que codi­cian las cosas terrenales, lo que es tormento del corazón. No se crea que éstos han de recibir algo del Señor, puesto que no está en todos sus pensamientos y por consiguiente, ellos son los que andan “en tinieblas;” quienes en vano se inquietan. “De mi mano os vendrá esto,” dijo el Señor, “en dolor seréis sepultados.”
3.    Los que lloran, aquellos a quienes se refiere aquí nuestro Señor, lloran por otra razón muy diferente: son los que lloran deseando a Dios, deseando a Aquel en quien se alegraron “con gozo inefable” cuando les dio a gustar “la buena palabra” del perdón y las virtudes del siglo venide­ro. Pero ahora esconde su rostro y están atribulados—no lo pueden ver a través de la negra nube. Por otra parte ven que la tentación y el pecado, —que llenos de gusto habían su­puesto que no volverían jamás—se vuelven a levantar siguién­dolos de repente y rodeándolos por todas partes. No es nada extraño si sus almas se inquietan dentro de sí mismas, lle­nándose de angustia y pesar, ni que el enemigo malo se apro­veche de la ocasión para preguntar: “¿Dónde está tu Dios?” “¿Qué es de esa bienaventuranza de que hablas, el principio del reino de los cielos?” Más aún, “¿ha dicho acaso el Señor: Tus pecados te son perdonados? Ciertamente que no lo ha dicho Dios: sólo fue un sueño, una mera ilusión, la crea­ción de tu mente. Si tus pecados han sido perdonados, ¿por qué razón te encuentras en este estado? ¿Puede acaso ser tan impuro un pecador que ha sido perdonado?” Y entonces, si en lugar de clamar inmediatamente a su Dios, se ponen a argüir con aquel que es más astuto que ellos, tendrán pesar y dolor, angustias que no pueden expresarse. Aún cuando Dios resplandezca de nuevo en el alma, y ahuyente toda duda res­pecto de su misericordia en el pasado, aquel que todavía está débil en la fe, puede ser tentado—afligirse por lo que pueda suceder, especialmente cuando revive el pecado interior y lo acecha sin descanso a fin de hacerle caer. Bien puede enton­ces exclamar:

“Un pecado me domina: el del temor; Que cuando llegue a la ribera, allí perezca.” No sea que naufrague mi fe y mi postrera condición venga a ser peor que la primera: “Que todo el pan de la vida me llegue a faltar, Y caiga mi alma al infierno sin cambiar.”
4.    “Es verdad” que este castigo al presente no parece ser “causa de gozo, sino de tristeza; mas después da fruto apa­cible de justicia a los que en él son ejercitados.” Bienaventu­rados, pues, los que así lloran, si guardan la voluntad de Dios y no permiten que los míseros consoladores del mundo los des­carríen. Bienaventurados si rechazan resueltamente todos los consuelos del pecado, la torpeza y la vanidad; todas las di­versiones y distracciones ociosas del mundo; todos los pla­ceres que perecen al usarlos, y que sólo tienden a paralizar y a embrutecer el entendimiento de tal manera que llegue a perder toda conciencia de Dios y de sí mismo. Bienaventura­dos los que continúan en el conocimiento del Señor y se niegan absolutamente a recibir algún otro consuelo. Serán consolados con la consolación de su Espíritu; con una nueva manifes­tación de su amor; con tal testimonio de que han sido acep­tados en el Amado, cual nunca se les arrebatará.” Esta “ple­na certidumbre de fe,” ahoga por completo toda duda y todo temor que atormenta, puesto que Dios da una esperanza fir­me de una sustancia imperecedera, y fortísimo consuelo por medio de la gracia. Sin entrar a discutir sobre la posibilidad de que los que una vez fueron iluminados y hechos partícipes del Espíritu Santo puedan caer o no, asentamos el hecho de que por medio del poder que permanece en ellos, pueden decir: “¿Quién nos apartará del amor de Cristo?...Estoy cierto que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni po­testades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna criatura nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 8:35-39).

5.    Esta experiencia toda del que lamenta la ausencia de Dios y el gozo de volver a ver su semblante, parece estar pro­nosticada en lo que nuestro Señor dijo a sus apóstoles la no­che anterior al principio de su pasión: “¿Preguntáis entre vosotros de esto que dije: un poquito, y no me veréis, y otra vez, un poquito y me veréis? De cierto, de cierto os digo, que vosotros lloraréis y lamentaréis,” cuando ya no me veréis, pero “el mundo se alegrará;” triunfará sobre vosotros, como si vuestras esperanzas hubieran fallado. “Estaréis tristes” por causa de la duda, el temor, la tentación, el deseo vehemente, pero “vuestra tristeza se tornará en gozo,” con motivo del regreso de Aquel a quien vuestro corazón ama. “La mujer cuando pare, tiene dolor, porque es venida su hora; mas des­pués que ha parido un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo…Vosotros ahora, ciertamente, tenéis tristeza;” lloráis y no en­contráis consuelo; “mas otra vez os veré, y se gozará vues­tro corazón,” con un gozo interior lleno de calma, “y nadie quitará de vosotros vuestro gozo” (Juan 16: 19-22).
6.    Empero, si bien este llanto toca a su fin y se pierde en santo regocijo por la vuelta del Consolador, sin embargo, hay otro llanto bendito que permanece en los hijos de Dios: aún lloran con motivo de los pecados y las miserias del género humano, lloran “con los que lloran.” Lloran por aquellos que no lloran por sí mismos. Lloran por aquellos que pecan en contra de sus propias almas. Lloran con motivo de las de­bilidades y falta de fe en aquellos que, hasta cierto punto, han sido salvados de sus pecados. ¿Quién es débil y ellos no son débiles? ¿Quién no se ofende y ellos no se queman? Les afli­gen las cosas que constantemente están deshonrando a la Ma­jestad de los cielos y la tierra, y a toda hora tienen una conciencia viva de esto que les causa una profunda seriedad de espíritu: seriedad que ha aumentado, y no poco, desde que se abrieron los ojos de su entendimiento, al ver constante­mente el océano de la eternidad, sin fondo ni orilla, que se ha tragado ya tantos millones y millones de hombres, y que aun está tratando de devorar a los que quedan. Ven por una parte la casa de Dios eterna en los cielos, y, por otra, el infierno y la destrucción sin cubierta de ninguna clase. Entonces sien­ten lo precioso de cada momento que apenas llega, desaparece para siempre.

7.    Empero, toda esta sabiduría de Dios, es necedad pa­ra con el mundo: el llorar y la pobreza de espíritu es, en su opinión, estupidez y torpeza. Más aún, esta opinión todavía parece algo favorable, pues tal vez llamen a esas bienaventu­ranzas abatimiento y melancolía, si es que no las califican de enajenación y locura. Nada extraño es, después de todo, que aquellos que no conocen a Dios pasen semejantes juicios. Su­pongamos que dos personas van andando juntas y que repen­tinamente una de ellas se para, y llena de sobresalto y temor, grita: ¡Al borde de qué precipicio nos encontramos! ¡Ved, estamos a punto de estrellarnos! ¡Un paso más y hubiéramos caído en el fondo de ese abismo! Paráos, no seguiré por nada de esta vida. La otra persona, que cree tener una vista tan buena como la de su compañero, mira y no ve absolutamen­te nada de todo esto, y ¿qué se figurará al oír este lenguaje? Creerá indudablemente que su compañero ha perdido el jui­cio; que su inteligencia se ha trastornado; que su mucha re­ligión, si acaso no tiene mucha sabiduría, le ha enloquecido.
8.    Que los hijos de Dios, los que lloran en Sión, no se dejen mover por estas cosas. Vosotros, cuya vista ha sido es­clarecida, no dejéis que los que aún caminan en las tinieblas, os perturben. No estáis caminando en una vana esperanza. Dios y la eternidad existen realmente. El cielo y la tierra es­tán de hecho ante vosotros, y os encontráis en la orilla del gran golfo: el golfo que ya se ha tragado a un número mayor del que se puede expresar con palabras—naciones y linajes, pueblos y lenguas. Y aún abre su boca para devorar a los po­bres y míseros hijos de los hombres, ya sea que éstos le vean o no. ¡Oh, clamad a grandes voces! ¡No os demoréis! ¡Elevad vuestra petición a Aquel que tiene en sus manos el tiem­po y la eternidad! Pedid por vosotros y por vuestros herma­nos que seáis tenidos por dignos de escapar de la destrucción que ha de venir como un torbellino, que podáis pasar todas las olas y tempestades y llegar al puerto de salvación. Llorad por vosotros mismos hasta que El enjugue las lágrimas de vuestros ojos. Y aún entonces, llorad por las miserias que vie­nen sobre la tierra hasta que el Señor de todas las cosas pon­ga fin a la miseria y al pecado, y enjugue las lágrimas de todos los ojos y la tierra sea llena “del conocimiento de Jehová, co­mo cubren la mar las aguas.”

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 SERMON 21 - John Wesley

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"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry