Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


5 de junio de 2012

EL ESPIRITU DE SERVIDUMBRE Y EL ESPIRITU DE ADOPCION


John Wesley

Porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre pa­ra estar otra vez en temor; mas habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos, Abba, Padre (Romanos 8:15).

1.    El apóstol Pablo se dirige a los que por medio de la fe son hijos de Dios, y les dice: Vosotros que sois sus hijos, habéis recibido el Espíritu; mas no el espíritu de servidumbre para estar otra vez en temor, sino que por la misma razón de que sois hijos de Dios, el Altísimo derramó el Espíritu de su Hijo en vuestros corazones y “habéis recibido el espíritu de adopción por el cual clamamos Abba, Padre.”

2.    Muy lejos está el espíritu de servidumbre y temor de este espíritu amante de adopción. A los que están bajo la in­fluencia de este temor servil, no se les puede llamar “hijos de Dios;” si bien algunos de ellos son siervos que no están “lejos del reino de Dios.”

3.    Se puede y debe con razón temer que la gran parte del género humano que se llama mundo cristiano no haya lle­gado ni siquiera a este estado, sino que esté muy distante de Dios y no tenga a Dios en todos sus pensamientos. Podrán darse unos cuantos nombres de los que aman a Dios; unos cuantos más de los que le temen; pero la gran mayoría de los hombres ni temen a Dios ni lo aman en sus corazones.

4.    Tal vez muchos de vosotros quienes, por la miseri­cordia de Dios, estáis en la actualidad bajo la influencia de un espíritu mejor, recordáis la época cuando estabais en el mismo caso en que ahora se encuentran aquéllos, justamen­te bajo la misma condenación sin temor ni amor. Al princi­pio no lo sabíais, si bien caminabais diariamente en vuestros pecados, hasta que, a debido tiempo, “habéis recibido el es­píritu de temor” (habéis recibido, porque también este es un don de Dios); y después el temor desapareció y el espíritu de amor llenó vuestros corazones.

5.  A una persona que se encuentra en la primera de es. las condiciones, se le llama en las Sagradas Escrituras “hombre natural;” de los que se encuentran bajo el espíritu de servi­dumbre y temor se dice que están “bajo la ley” (si bien esa expresión se refiere con mayor frecuencia a los que esta­ban bajo la dispensación judaica, o se creían obligados a ob­servar los ritos y ceremonias de la ley judaica); pero del que ha dejado el espíritu de temor y ha recibido el espíritu de amor se dice que está “bajo la gracia.”

Por cuanto nos interesa mucho saber de qué espíritu so­mos, trataré de demostrar claramente: primero, el estado del “hombre natural;” segundo, del que está “bajo la ley” y ter­cero, del que está “bajo la gracia.”

I.   1. En primer lugar, el estado del hombre natural. Las Sagradas Escrituras representan esta condición como un sue­ño; la voz de Dios se deja oír diciéndole: “Despiértate tú que duermes,” porque su alma está sumergida en profundo sueño; sus sentidos espirituales están dormidos y no pueden discernir entre lo bueno y lo malo. Los ojos de su entendimiento están cerrados, sellados, como quien dice, y no ven. Tinieblas y oscuridad le rodean constantemente, porque se encuentra en el valle de las sombras de la muerte, de manera que no habiendo entrada para las cosas espirituales, estando todos los caminos que van a su alma cerrados, está en una ignorancia crasa y torpe respecto de todas aquellas cosas que debería saber. Está en la más profunda ignorancia respecto a Dios y nada sabe de El, como debería saberlo. La ley de Dios es para él una cosa enteramente extraña y nada alcanza respecto de su sentido verdadero, interno y espiritual; no tiene la menor idea de esa santidad evangélica sin la cual ninguno verá al Señor, ni de la felicidad de que sólo gozan aquellos cuya “vida está es­condida con Cristo en Dios.”

2.   Cabalmente, por esa misma razón de que está muy dormido, en cierto sentido, goza de descanso. Está ciego y en su ceguedad se cree muy seguro; ha dicho: “Ninguna adver­sidad me acontecerá.” La oscuridad que por todas partes le rodea parece proporcionarle cierta clase de tranquilidad, has­ta donde puede existir la tranquilidad o paz mezclada con las obras del demonio y una mente mundana y carnal. No ve que está a la orilla del precipicio y por consiguiente, no teme. No puede temblar ante el peligro, porque no tiene conciencia de él. No tiene suficiente inteligencia para abrigar temores. ¿Cómo se explica que no tiene el menor temor de Dios? Porque está en completa ignorancia de quién es Dios, pues que dice en su corazón: “no hay Dios,” o “El está asentado sobre el globo de la tierra,” y no se humilla a mirar en el cielo y en la tierra; por otra parte, queda satisfecho al decir con los epi­cúreos: “Dios es misericordioso,” confundiendo e incluyendo en esa simple sentencia y falsa concepción de la misericor­dia divina, la santidad de Dios y su natural odio al pecado; su justicia, sabiduría y verdad.

No tiene temor de la venganza que amenaza a los que desobedecen la ley bendita de Dios, porque no la comprende; se figura que lo más importante es hacer tal o cual cosa y estar exteriormente sin culpa, sin per­cibir que la ley se refiere a la disposición, deseos, pensamien­tos y móviles del corazón. Otras veces se imagina que las obligaciones de la ley han cesado; que Cristo vino a destruir la ley y los profetas; a salvar a su pueblo en sus pecados y no de ellos; a pesar de aquellas palabras del Señor Jesús: “ni una jo­ta, ni un tilde perecerá de la ley, hasta que todas las cosas sean hechas,” y “no todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos: mas el que hiciere la voluntad de mi Pa­dre que está en los cielos.”

3.   Se cree seguro porque está en las más completa igno­rancia de sí mismo y por consiguiente, dice que se arrepenti­rá dentro de algún tiempo; no sabe a punto fijo cuándo, pero con seguridad antes de morir, suponiendo, por supuesto, que está en su mano hacerlo; porque: ¿qué podrá estorbarlo? Si alguna vez se resuelve, ¡no cabe la menor duda de que se arre­pentirá!

4.  A ninguno deslumbra tanto la ignorancia como a los que se llaman hombres de saber. Si el hombre, en el estado natural de que venimos hablando, es uno de éstos, puede ha­blar extensamente de sus facultades intelectuales; de su libre albedrío; de la necesidad que hay de dicho albedrío para que pueda existir el agente moral. Lee, arguye y prueba, casi de­mostrando que a cada hombre asiste el derecho de hacer su voluntad, de desarrollar lo bueno o lo malo que haya en su corazón y de obrar como mejor le pareciere. Así es como el dios de este mundo extiende un denso velo delante de sus ojos no sea que la luz del glorioso Evangelio de Cristo le alumbre.

5.   Como resultado de esta ignorancia de sí mismo y de Dios, nace algunas veces en el corazón del hombre natural, cierto grado de regocijo y se congratula por razón de su sabi­duría y bondad; poseyendo lo que, según el mundo, se llama regocijo. Tal vez goza del placer de diferentes maneras: Satisfaciendo los deseos de la carne o las concupiscencias del ojo; las vanidades de la vida, especialmente si tiene muchas posesiones, si goza de una gran fortuna; en el cual caso pue­de vestirse de púrpura y lino fino y hacer banquete esplén­dido cada día. Mientras esté en la prosperidad y se trate con suntuosidad, los hombres hablarán bien de él; dirán: dichoso él, porque a la verdad esta es la esencia de la felicidad munda­nal: vestirse y visitar; hablar, comer y beber; levantarse a ju­gar.

6.   Nada extraño es, por consiguiente, que una persona en tales circunstancias, embriagada con el opio del pecado y la adulación, se imagine, en su soñar despierto, que goza de una gran libertad. Con qué facilidad se figura que está libre de todos los errores vulgares y de los perjuicios de una edu­cación atrasada, y que puede ejercer en todas las cosas un sano criterio y un juicio acertado. —Estoy libre, —dice—del entusiasmo característico de las almas débiles y cuitadas: de la superstición, enfermedad de necios y cobardes siempre de­masiado justos; del fanatismo que es el pan cotidiano de los que no poseen una inteligencia libre y liberal. —En verdad que está libre de esa sabiduría “que viene de lo alto,” de la santi­dad, de la religión de corazón, de la mente y disposición que están en Cristo.

7.  Mientras tanto, es el siervo del pecado. Comete la ini­quidad poco más o menos diariamente; y sin embargo, no sien­te el menor remordimiento ni está “bajo de servidumbre” co­mo algunos dicen; no siente ninguna condenación. Aunque acepte y confiese la revelación cristiana como venida de Dios, se contenta en decir: El hombre es una criatura frágil, todos somos débiles, cada uno tiene su lado flaco. Tal vez coteje las Sagradas Escrituras; a Salomón quien dice: “siete veces cae el justo.” Según su opinión, los que pretenden ser me­jores que sus semejantes, no son sino hipócritas o entusias­tas, y si alguna vez pensamientos serios brotan en su mente, los ahoga inmediatamente con las palabras: ¿Por qué he de temer, si Dios es misericordioso y Cristo murió por los peca­dores? Así que voluntariamente continúa siendo siervo del pecado y contento en la sabiduría de la iniquidad, impuro interior y exteriormente, sin hacer ningún esfuerzo por triun­far del pecado en general ni de esa trasgresión en particular, que a cada paso lo está venciendo.

8.   Tal es el estado de todo hombre en su condición natural; ya sea un trasgresor descarado y escandaloso o un peca­dor decente y de buena reputación, que tiene la forma, pero no el poder de la santidad. ¿Cómo se convencerá semejante individuo de su pecado? ¿Cuándo se arrepentirá? ¿Cómo po­drá recibir “el espíritu de servidumbre” para tener temor? Este es el punto que pasamos a considerar.

II.   1. Por medio de algún acto de su inescrutable pro­videncia o de su Palabra, Dios toca, con la ayuda del Espíritu, el corazón del que está durmiendo en las tinieblas o la som­bra de muerte. Recibe pues el pecador una gran sorpresa, y al despertar comprende por primera vez el gran peligro en que se encuentra.

Ya sea en un instante, ya sea paulatinamen­te, su vista intelectual se despeja y, habiéndose removido el velo en parte, puede discernir la verdadera condición en que se encuentra. Una luz aterradora alumbra de lleno su alma, una luz que sale del profundo abismo, del lago de fuego ar­diente. Al fin comprende que el Dios amante y misericor­dioso es también un “fuego consumidor,” un ser justo y terri­ble que recompensa a cada hombre conforme a sus obras, en­trando en juicio con los impíos por toda palabra ociosa y aun por las imaginaciones del corazón. Ahora descubre que ese Dios grande y santo es demasiado puro para “mirar la iniqui­dad;” que se venga de todos los que contra El se rebelan y pa­ga a los inicuos según sus merecimientos y que “horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo.”

2.    El sentido espiritual y profundo de la ley de Dios em­pieza a manifestársele y percibe que “ancho sobremanera es tu mandamiento” y que “no hay nada que se le esconda.” Se convence de que todas y cada una de sus partes se refieren no solamente al pecado exterior y a la desobediencia, sino a lo que pasa en lo más recóndito y secreto del corazón y adonde sólo el ojo de Dios puede penetrar. Cuando oye el manda­miento: “No matarás,” escucha también la voz de Dios, que en medio de los truenos, dice: “Cualquiera que aborrece a su hermano es homicida;” “cualquiera que dijere, Fatuo, será culpado del infierno del fuego.” Si la ley dice: “No cometerás adulterio,” la voz del Señor se deja escuchar en sus oídos, diciendo: “Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón;” y así a cada momento siente que “la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más pene­trante que toda espada de dos filos: y que alcanza hasta partir el alma, y aun el espíritu, y las coyunturas y tuétanos.” Es­cucha con tanto más temor, por cuanto tiene la conciencia de haber despreciado esta gran salvación; de haber hollado bajo sus plantas “al Hijo de Dios,” quien lo habría salvado de sus pecados; y de haber tenido “por inmunda la sangre del Tes­tamento.”

3.    Sabiendo que “todas las cosas están desnudas y abier­tas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta,” se ve enteramente desnudo, no teniendo siquiera las hojas de hi­guera que había cosido para cubrir su desnudez; desnudo de todas sus pobres pretensiones de religión y virtud y de sus miserables disculpas por haber pecado en contra de Dios. Se ve a sí mismo como los antiguos sacrificios, partido de medio a medio, de manera que todas las entrañas y el interior están a la vista. Su corazón está descubierto y ve que es todo pe­cado; que es engañoso más que todas las cosas, y perverso; que está enteramente corrompido y es abominable, más de lo que con palabras se puede expresar; que no existe en él nada bueno, sino por el contrario está lleno de toda clase de injusti­cia e impureza, siendo todos sus pensamientos e impulsos ma­los y perversos.

4.    No sólo ve, sino que siente en sí mismo, por medio de cierta emoción de su alma que no puede describir, que de­bido a los pecados de su corazón, aun cuando su propia vida fuese inmaculada—lo que no es ni puede ser porque el árbol malo no puede dar buen fruto—merece ser echado en “el fue­go que nunca se apagará.” Comprende que “la paga,” la justa recompensa “del pecado,” de su pecado sobre todo, es “muer­te,” la segunda muerte, la muerte que no cesa: la destrucción del cuerpo y del alma en el infierno.

5.    Así concluyen sus agradables sueños, su descanso ilu­sorio, su paz imaginaria, su falsa seguridad. Desvanécese su regocijo como la nube que se evapora, y los placeres que antes amaba ya no le deleitan, sino que le cansan, fatigan y fasti­dian. Desaparecen las sombras de felicidad en el abismo del olvido, de manera que se encuentra destituido de todo y va­ga de aquí para allá, buscando descanso sin poder encontrarlo.

6.    Los humos de su embriaguez habiendo pasado, siente la angustia de un corazón herido y ve claramente que el pe­cado—ya sea orgullo, ira, malos deseos, obstinación, malicia, envidia, venganza o cualquiera otro—cuando domina el alma, produce la más completa miseria. Se llena de dolor al consi­derar las bendiciones que no ha alcanzado y al sentir la mal­dición que pesa sobre él; el remordimiento de haberse destruido a sí mismo y despreciado la misericordia que lo habría salvado; el temor de la cólera de Dios y de sus consecuencias, del castigo que justamente merece y que ve acumularse sobre su cabeza; el miedo de la muerte que para él es la puerta del infierno, el principio de la muerte eterna; el temor del demo­nio que es el verdugo de la justa ira y venganza de Dios; el temor de los hombres quienes, si pudieran matar el cuerpo, echarían ambos su cuerpo y alma en el infierno; el temor que algunas veces sube tal grado, que la pobre alma culpable y pecaminosa se aterroriza de todo y cualquiera cosa la espanta, aun las sombras o una hoja movida por el viento. Algunas ve­ces casi llega a perder el juicio y parece, “ebrio, si bien no de vino,” y pierde el uso de la memoria, la inteligencia y sus de­más facultades naturales. Otras ocasiones, casi se acerca a la desesperación: de manera que, como aquellos que tiemblan al oír hablar de la muerte, “tuvo por mejor el ahogamiento, y quiso la muerte más que sus huesos.” Bien puede el hombre en tal estado angustiarse con toda la agonía de su corazón; bien puede exclamar: “El ánimo del hombre soportará su enfermedad: mas ¿quién soportará el ánimo angustiado?”

7.     Con toda sinceridad desea romper con el pecado y empieza la lucha; pero aunque pelea con todas sus fuerzas, no puede vencer; el pecado es más fuerte que él. Desea esca­parse, pero está en una prisión de la que no puede huir; hace firmes resoluciones de no pecar más, pero continúa pecando; ve la red que se le tiende y que tanto odia, pero corre hacia ella. La facultad de su razón, de la que tanto alarde ha hecho, sólo le sirve para acrecentar su culpa y aumentar su mise­ria. Tal es la facultad de su libre albedrío, libre para beber la iniquidad “como agua,” para alejarse más y más del Dios viviente, y despreciar la gracia del Espíritu.

8.     Mientras más se esfuerza, trabaja y lucha por liber­tarse, más siente el peso de sus cadenas: de las cadenas del pecado de que Satanás lo ha cargado y con las que lo lleva cautivo según su voluntad. Es su esclavo, mal que le pese. Aunque se rebele, no puede prevalecer. Aún permanece en servidumbre y temor por razón del pecado, generalmente de algún pecado exterior para el cual tiene una disposición es­pecial, ya sea por naturaleza, hábito o circunstancias pecu­liares, pero siempre de alguna trasgresión interior, mal ge­nio o alguna inclinación impura. Mientras más se molesta por razón de dicho pecado, más prevalece éste; puede torcer la cadena, pero no llega a romperla. Trabaja sin cesar, arrepintiéndose y volviendo a pecar; hasta que por fin el pobre, desgraciado y miserable pecador no sabe qué hacer y apenas puede exclamar: “¡Miserable hombre de mí! ¿quién me libra­rá del cuerpo de esta muerte?”

9.    Esta lucha del que está “bajo la ley,” y de “el espíritu de servidumbre, y temor,” el apóstol la ha descrito muy bien en el capítulo anterior, al hablar del que ha despertado. “Así que, yo sin la ley vivía por algún tiempo” (verso 9); tenía mucha sabiduría, fuerza y virtud, según me figuraba, “mas venido el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí.” Cuan­do el mandamiento, en todo su sentido espiritual, tocó mi co­razón con el poder de Dios, mis pecados más recónditos se conmovieron, se rebelaron, y todas mis virtudes desaparecie­ron; “y hallé que el mandamiento, intimado para vida, para mí era mortal; porque el pecado, tomando ocasión, me engañó por el mandamiento, y por él me mató” (vrs. 10, 11), me sor­prendió, destruyó todas mis esperanzas y muy claramente me demostró que, en medio de la vida, estaba yo en la muer­te. “De manera que la ley a la verdad es santa, y el manda­miento santo, y justo, y bueno” (v. 12); y por consiguiente ya no culpo a la ley, sino a la corrupción de mi corazón. Reco­nozco que “la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido a sujeción del pecado” (v. 14). Ahora veo con claridad la natu­raleza espiritual de la ley y mi corazón carnal y diabólico, “vendido a sujeción del pecado,” por completo esclavizado (como los esclavos que se compran con dinero y están absolu­tamente a la disposición de su dueño): “porque lo que hago no lo entiendo; ni lo que quiero hago; antes lo que aborrezco, aquello hago” (v. 15); tal es el yugo bajo el cual gimo; tal es la tiranía de mi cruel dueño. “Tengo el querer, mas efectuar el bien, no 1o alcanzo; porque no hago el bien que quiero; mas el mal que no quiero, este hago” (vrs. 18, 19). “Hallo esta ley,” un poder interior que me constriñe, “que queriendo yo hacer el bien...el mal está en mí; porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (vrs. 21, 22); o en mi mente (este es el sentido de las palabras del apóstol: ho esoo ánthroopos, el hombre interior y de otros escritores griegos); “mas veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi espíritu, y que me lleva cautivo a la ley del pecado,” o poder del pecado (v. 23), arrastrándome, como quien dice, hacia aque­llo que mi alma aborrece tanto. “¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?” (v. 24). ¿Quién me librará de esta vida desamparada, moribunda; de este yu­go del pecado y de miseria? Hasta que alguien me liberte, “yo mismo” (o mejor dicho, ese yo a quien ahora represento), “con la mente sirvo a la ley de Dios;” mi mente, mi concien­cia está con Dios; “mas con la carne,” con mi cuerpo, “a la ley del pecado,” (v. 25) siendo impulsado por una fuerza que no puedo resistir.

10.  ¡Qué descripción tan viva es ésta de uno que “esta bajo la ley;” que siente una carga que no puede tirar; que tiene sed de libertad, poder y amor; pero que aún permane­ce en la servidumbre y el temor, hasta el día en que Dios es­cucha a ese desgraciado que grita: “¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?” y le contesta: La gracia de Dios por medio de Jesucristo tu Señor.

III.  1. Se acaba entonces esa mísera servidumbre y el pecador pasa del yugo de la ley a estar “bajo la gracia.” Pa­samos, pues, a considerar este tercer estado del hombre: la condición del que ha encontrado gracia o favor con Dios, y que tiene la gracia o poder del Espíritu Santo reinando en su co­razón; quien ha recibido, como dice Pablo, “el espíritu de adopción” por medio del cual clama “Abba, Padre.”

2.    En su angustia invocó a Jehová y clamó a su Dios; El oyó su voz desde su templo, y su clamor “llegó delante de él, a sus oídos.” De una manera desconocida de él hasta en­tonces, sus ojos fueron abiertos, aun para poder contemplar al Dios de amor y misericordia.

No bien exclama: “Ruégote que me muestres tu gloria,” cuando en lo más íntimo de su alma escucha la voz del Señor que le dice: “Yo haré pasar to­do mi bien delante de tu rostro, y proclamará el nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para el que seré clemente.” An­tes de mucho, el Señor desciende en la nube y proclama el nombre del Señor. Entonces el pecador ve, mas no con los ojos del cuerpo, y exclama: “Jehová, Jehová fuerte, mise­ricordioso y piadoso, tardo para la ira y grande en benignidad y verdad; que guarda la misericordia en millares, que per­dona la iniquidad, la rebelión y el pecado.”

3.    Una luz celestial y consoladora inunda su corazón; ve a Aquel al cual ha traspasado y Dios, que mandó a la luz alum­brar en medio de las tinieblas, alumbra en su corazón. Ve la luz del sublime amor de Dios en la persona del Señor Jesús, tiene una evidencia divina de las cosas “que no se ven;” la conciencia de las cosas profundas de Dios; muy especialmen­te del amor de Dios, de su amor abundante en misericordia para los que creen en Jesucristo. Abrumado con semejante perspectiva, su alma exclama: “¡Señor mío y Dios mío!” porque ve todas sus iniquidades pesando sobre Aquel que en su cuerpo las llevó al madero de la cruz, al Cordero de Dios que borra sus pecados. Muy claramente discierne ahora que “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí,” que “al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” y que él mismo está reconciliado con Dios por medio de la sangre del pacto.

4.   En este punto concluyen la culpa y el poder del peca­do. Ahora puede decir: “Con Cristo estoy juntamente cruci­ficado, y vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne (en este cuerpo mortal) lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó a sí mismo por mí.” Desaparecen el remordimiento, el dolor del corazón y angustia del alma herida, pues Dios hace que su tristeza se con­vierta en gozo; concluyen la servidumbre y el temor, porque su corazón está firme, “creyendo en el Señor.” Ya no teme la ira de Dios, porque sabe que ya no pesa sobre él y ya no ve en El un Juez airado sino un Padre amante. Ya no teme al de­monio, porque sabe que éste no tiene ninguna potestad, a no ser que le sea dada “de arriba.” No teme el infierno, porque es heredero del cielo; ni la muerte que, en lo pasado y por mu­chos años, le tuvo “sujeto a servidumbre.” Por el contrario, sabiendo: “que si la casa terrestre de nuestra habitación se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos; y por esto también gemimos, deseando ser sobrevestidos de aquella nuestra habitación ce­lestial.” El gime deseando desprenderse de su habitación te­rrestre, anhelando que su mortalidad sea absorbida en “la victoria,” pues sabe que el que lo hizo para esto mismo, es Dios, el cual le ha dado “la prenda del Espíritu.”

5.   “Y donde hay el Espíritu del Señor, allí hay liber­tad;” libertado no sólo de la culpa y temor, sino del pecado: del yugo más pesado, de la más degradada servidumbre. No son en vano sus trabajos; habiendo roto la red, está libre. No sólo se esfuerza, sino que vence; no sólo pelea, sino que triun­fa; “no sirve más al pecado;” (6:6, etc.). Está muerto al pe­cado y vivo a Dios; no reina pues el pecado (ni aun) en su cuerpo mortal, ni le obedece en sus concupiscencias. Ni tam­poco presenta sus miembros “al pecado por instrumentos de iniquidad;” sino como instrumentos de justicia a Dios, porque habiendo sido libertado del pecado, es hecho siervo de la justicia.

6.   Así que, teniendo paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, regocijándose en la esperanza de la gloria de Dios, y teniendo el poder de dominar toda clase de peca­dos, deseos impuros, mal genio, malas palabras y obras, es un testimonio viviente de la gloriosa libertad de los hijos de Dios quienes, siendo partícipes de esta fe tan preciosa, testifican a una voz que han recibido “el espíritu de adopción, por el cual clamamos, Abba, Padre.”

7.   Este es el Espíritu que constantemente en ellos “obra así el querer como el hacer por su buena voluntad;” que de­rrama en sus corazones el amor de Dios y de todo el género humano; purificándolos a la vez de los afectos mundanales, la lujuria de la carne, y la soberbia o vanidad de la vida. El los libra de la cólera y del orgullo; de todos los apetitos viles y desordenados. Están, por consiguiente, libres de palabras y obras malas, de toda impureza en su conversación y, lejos de hacer mal a sus semejantes, se muestran celosos en el de­sempeño de toda buena obra.

8.   Resumiendo: el hombre, en su condición natural no teme ni ama a Dios; bajo la ley le teme, y bajo la gracia, lo ama. En la primera condición, no tiene la menor luz respecto a las cosas de Dios, sino que anda en la más completa oscuridad; en el segundo estado, ve los reflejos del infierno, y en el tercero, la luz sublime del cielo. Quien duerme el sueño de la muerte espiritual goza de una paz falsa. Quien ha despertado no tiene paz alguna, mas el que cree tiene la verdadera paz, la paz de Dios que inunda y gobierna su corazón. Los paga­nos, ya estén o no bautizados, gozan de una libertad imagi­naria que cuando la ponen en práctica, se convierte en liberti­naje; el judío, o una persona bajo la dispensación mosaica, se encuentra bajo una servidumbre dura y pesada; el cristiano goza de la verdadera libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Un hijo del diablo que no ha despertado de su sueño, peca voluntariamente; el que ha despertado, peca contra su volun­tad; un hijo de Dios “no hace pecado,” sino que “se guarda a sí mismo, y el maligno no le toca.” En conclusión: el hom­bre, en su condición natural, no pelea ni vence; estando bajo la ley, pelea, pero no triunfa; bajo la gracia, pelea y vence: más aún, es más que vencedor “por medio de aquel que nos amó.”

IV. 1. Según se desprende de esta descripción franca de las tres condiciones del hombre: natural, legal, y evangélica, parece que no basta dividir el género humano en dos grandes clases: la una de las almas sinceras y la otra de las que no lo son. Algunos hombres pueden ser sinceros en cualquiera de estas tres condiciones; no sólo cuando tienen “el espíritu de adopción,” sino aun cuando están bajo el “espíritu de ser­vidumbre” y de temor, más aún cuando no tienen temor ni amor, porque no cabe duda de que debe haber paganos tan sinceros como los judíos y los cristianos que lo son. La cir­cunstancia, pues, de que un hombre sea sincero, no prueba que haya sido aceptado por Dios.

Examinaos a vosotros mismos para ver no sólo si sois sinceros, sino también “si estáis en fe.” Examinaos escrupu­losamente, porque en ello os va mucho, y tratad de descu­brir qué principio gobierna vuestra alma. ¿Es el amor de Dios? ¿Es su temor? ¿O ni uno ni otro? ¿No es más bien el amor al mundo, el amor de los placeres, las ganancias, las comodidades o la reputación? Si así es, no habéis llegado ni siquiera a la condición de judío. Sois como los paganos. ¿Tenéis el cielo en vuestro corazón? ¿Tenéis el espíritu de adopción cla­mando siempre en vosotros: Abba, Padre? ¿O clamáis a Dios como desde el vientre del sepulcro, abrumados de dolor y te­mor? ¿Suena este asunto en vuestros oídos como enteramen­te extraño y no podéis comprender a lo que me refiero y lo que digo? Paganos, ¡quitaos la máscara! ¡No estáis en Cris­to! ¡Descubrid vuestros rostros! ¡Ved hacia el cielo y confe­sad ante Aquel que vive para siempre, que no tenéis parte entre los hijos ni los siervos de Dios!

Quienquiera que seas, oh alma que me escuchas, dime: ¿cometes el pecado o no? Si es que pecas, ¿lo haces volunta­ria o involuntariamente? En cualquier caso que te encuentres, Dios te ha dicho ya a quién perteneces. “El que hace pecado es del diablo.” Si pecas voluntariamente, eres su siervo de tu propia voluntad, y él no dejará de recompensar tus servi­cios; si pecas contra tu voluntad, también eres su esclavo. ¡Dios te libre de sus manos!

¿Estás luchando diariamente en contra de toda clase de pecados y vences más cada día? Pues entonces te reconozco como a un hijo de Dios. Permanece firme en tu gloriosa li­bertad. ¿Estás luchando y no consigues vencer, tratando de dominar, mas sin poder conseguirlo? Entonces, aún no crees verdaderamente en Cristo; pero continúa, persevera y cono­cerás al Señor. ¿Estás sin pelear absolutamente, mas llevando una vida fácil, indolente y mundanal? ¿Cómo te atreves a pronunciar el nombre del Señor Jesús para hacerlo reproche ante los paganos? ¡Despiértate tú que duermes! ¡Clama al Se­ñor antes de hundirte en la profundidad de tu miseria!

2.   Tal vez una de las razones por la que algunos tengan de sí mismos una opinión más elevada de lo que deberían y no puedan discernir en qué condición se hallan, sea porque algunas veces, estas diferentes condiciones del alma se mezclan y, en cierto sentido, se reúnen en una misma persona. La ex­periencia nos enseña que muy frecuentemente la condición legal o estado de temor, está unido con el estado natural; por­que son muy raras las almas tan profundamente dormidas, que no despierten de cuando en cuando. Aunque el Espíri­tu de Dios no espera el llamamiento del hombre, algunas ve­ces se hace escuchar. Los llena de temor, de manera que aun­que sea por un poco de tiempo, los paganos reconocen que no son sino hombres; sienten el peso de sus pecados y anhe­lan con todo su corazón huir de la ira que vendrá. Rara vez, sin embargo, dejan que las flechas agudas de la convicción entren profundamente en sus corazones, sino que se endure­cen con presteza, rechazan la gracia de Dios y vuelven a re­volcarse en su cieno.

De la misma manera, la condición evangélica o de amor, muy a menudo está mezclada con la legal, porque muy po­cos de los que están bajo la servidumbre y temor permanecen mucho tiempo sin esperanzas. Dios en su sabiduría y mise­ricordia, rara vez permite esto, porque “acuérdase que somos polvo” y no desea que decaigan ante El el espíritu y las almas que ha criado. Por consiguiente, cuando lo cree necesario man­da rayos de su divina luz a los que están en tinieblas; los hace sentir su bondad y les demuestra que es un Dios “que oye la oración.” Ven la promesa que hay por la fe en Cristo Jesús, si bien a una gran distancia, y cobran ánimo para correr con paciencia la carrera que se les ha propuesto.

3.   Otra razón por la que muchos se engañan, es que no reflexionan debidamente hasta dónde puede ir un alma, y sin embargo, permanecer en la condición natural o cuando más, pasar el estado legal.

Un hombre puede muy bien ser benévolo y compasivo, afable y atento, cortés y amable; pue­de tener cierto grado de humildad, paciencia, templanza y muchas otras virtudes; puede sentir vivos deseos de aban­donar sus vicios y de cultivar otras virtudes; tal vez se abs­tenga mucho del mal, tal vez de todo aquello que sea abiertamente contrario a la verdad, justicia y equidad; quizá haga mucho bien, alimente al hambriento, vista al desnudo, pro­teja a la viuda y al huérfano; probablemente asista con pun­tualidad a los cultos públicos, ore en secreto y lea libros de de­voción, y a pesar de todo esto, siga en su estado natural y no conozca a Dios ni se conozca a sí mismo; siendo extraño al es­píritu de amor y de temor, no habiéndose arrepentido ni creí­do al Evangelio.

Pero supongamos que a todo lo arriba expresado se aña­de una profunda convicción del pecado, con mucho temor de la ira de Dios y deseos vehementes de abandonar sus trans­gresiones y de cumplir con todos los preceptos de Dios; con movimientos frecuentes de regocijo en la esperanza e impul­sos pasajeros de amor en el alma; sin embargo, nada de esto prueba que el alma haya llegado al estado de gracia, que ten­ga una fe viva y verdadera en Cristo, a no ser que el Espíritu de adopción more en su corazón y le mueva a clamar constan­temente: “Abba, Padre.”

4.   Cuidad pues, vosotros que os llamáis con el nombre de Cristo, de merecerlo. Cuidad de no descansar, como mu­chos que se llaman buenos cristianos, en el estado natural; o, como otros, que son muy estimados de los hombres, en el es­tado legal. Mejores cosas ha preparado Dios para ti, que re­cibirás si te mueves y las buscas. No has sido llamado al te­mor y temblor como los diablos, sino al regocijo y al amor, como los ángeles de Dios. “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma y de todo tu entendimiento.” Te regocijarás siempre, orarás “sin cesar” y en todas las cosas darás gracias; harás la voluntad de Dios en la tierra como se hace en el cielo. Prueba cuán “buena, agradable y perfecta es la voluntad de Dios.” Preséntate a Dios como un sacri­ficio razonable, santo y vivo; “retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona” hasta que el Dios de paz te haga apto en toda buena obra para que hagas su voluntad, hacien­do El en ti lo que es “agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea gloria por siglos de siglos. Amén.”

www.campamento42.blogspot.com

 SERMON 9 - John Wesley

No hay comentarios.:

"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry