Leonard Ravenhill
Una mirada a la Iglesia hoy día nos hace pensar cuánto tardará un Dios santo en cumplir su amenaza de vomitar esta Laodicea de su boca, pues si en algo están de acuerdo los comentadores del Apocalipsis es que nos hallamos en la edad de Laodicea en cuanto a la Iglesia.
Sin embargo, aun cuando pende sobre nuestras cabezas la espada de Damocles del rechazamiento, los creyentes somos endebles, perezosos, amantes de los placeres, sin amor, y faltos en el más amplio sentido.
Aun cuando nuestro misericordioso Dios perdonará nuestros pecados, limpiará nuestra iniquidad y se apiadará de nuestra ignorancia, nuestros corazones tibios son una abominación a su vista. Debemos ser fríos o calientes, ardientes o helados. Dios aborrece la falta de calor y de amor.
Cristo es ahora «herido en la casa de sus amigos». El santo Libro del Dios viviente sufre más ahora de sus expositores que de sus opositores.
Somos descuidados en el uso de frases escriturales, parciales al interpretarlas y perezosos hasta la impotencia para apropiarnos sus inconmensurables riquezas. El señor predicador derramará elocuencia y fervor hablando de las excelencias de la Biblia y de su valor como Palabra de Dios; sin embargo, pocos momentos después empezará con calma mortal a racionalizar la misma Palabra inspirada, negando autenticidad a sus milagros y declarando con tono infalible: «Este texto no es para nosotros hoy día.» Así la fe ardiente del nuevo creyente es apagada con el agua fría de la incredulidad del predicador.
Sólo la Iglesia puede «poner límites al santo de Israel» y hoy día lo hace con extraordinaria habilidad. Si hay grados en la muerte, entonces la peor muerte que conozco es predicar acerca del Espíritu Santo sin la unción del Espíritu Santo.
Al orar asumimos la imperdonable arrogancia de clamar que venga el Espíritu Santo con su gracia, pero no con sus dones.
Hoy es el día de la restricción y relegación del Espíritu Santo, aun en círculos fundamentalistas. Necesitamos decir que queremos el cumplimiento pleno de Joel 2. Clamamos: «Señor, derrama tu Espíritu sobre toda carne», pero añadimos —si no en palabras, en intención secreta—: «pero no hagas que nuestras hijas profeticen y que nuestros hijos vean visiones».
Dios mío, si nuestra culta incredulidad, nuestra oscuridad teológica y nuestra espiritual pobreza te han agraviado y continúan agraviando tu Santo Espíritu, entonces, con misericordia, Señor, escúpenos de tu boca!
¡Si no puedes hacer nada de nosotros ni por nosotros, por favor, Dios Todopoderoso, haz algo sin nosotros! Abandónanos y toma otro pueblo que ahora no te conoce; sálvalo, santifícalo y capacítale con tu Santo Espíritu para un ministerio del milagros. ¡Envíales, «hermosos como la luna, claros como el sol y terribles como un ejército en orden», a reavivar una iglesia enferma y a transformar un mundo sumergido en el pecado!
Tengamos esto en cuenta. Dios ya no tiene nada más que dar a este mundo. Dio a su unigénito Hijo por los pecadores; dio la Biblia para todos los hombres, dio el Espíritu Santo para convencer al mundo de pecado y capacitar a la Iglesia; pero ¿de qué sirve un libro de cheques si están sin firmar? ¿Que vale una buena reunión, aun cuando sea fundamentalista, si el Señor viviente esta ausente de ella? Debemos trazar, o sea, exponer bien la Palabra de Verdad.
El texto: «He aquí yo estoy a la puerta y llamo» (Apocalipsis 3:20) no tiene nada que ver con los pecadores. Aquí encontramos el trágico retrato de nuestro Señor a la puerta de su iglesia laodicense tratando de entrar.
Imagínatelo. En la mayoría de reuniones de oración el texto que más se emplea es: «Donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos»; pero con demasiada frecuencia El no está en medio, sino a la puerta. Cantamos sus alabanzas, pero rehusamos su persona.
Con una buena biblioteca a nuestro lado y una Biblia con notas, nos ahorramos de escudriñar la verdad en la inmutable Palabra de Dios.
No debe maravillarnos la paciencia del Señor con los corazones empedernidos de los pecadores de nuestro tiempo; después de todo, ¿no somos nosotros pacientes con nuestros prójimos sordos o ciegos? Así son los pecadores. Pero lo que me maravilla es la paciencia del Señor con esta iglesia somnolienta, egoísta y perezosa. Una iglesia pródiga en un mundo pródigo es el verdadero problema de Dios.
¡Oh creyentes en bancarrota, ciegos, y todavía alabándose de sus virtudes! Estamos desnudos y no nos damos cuenta de ello; somos ricos (nunca había tenido la iglesia mejores equipos que ahora), pero somos pobres (nunca había tenido menos unción espiritual que al presente). No tenemos necesidad de ninguna cosa (y, sin embargo, nos faltan casi todas las cosas que caracterizaron a la iglesia apostólica). ¿Puede El estar «en medio de nosotros» mientras nosotros mostramos sin ninguna vergüenza nuestra desnudez espiritual?
¡Oh, cuánto necesitamos el fuego! ¿Dónde está el poder del Espíritu Santo que rinde a los pecadores y llena los antepúlpitos de penitentes? Hoy día estamos mucho más interesados en tener iglesias con aire acondicionado que llenas del fuego del Espíritu Santo. Sin embargo, «nuestro Dios es fuego consumidor». Dios y el fuego son inseparables. Todos tenemos que ver con el fuego: los pecadores, con el fuego del infierno; los creyentes, con el fuego del juicio. Porque la Iglesia ha perdido el fuego del Espíritu Santo, millones tendrán que ir al fuego del infierno.
El profeta Moisés «fue llamado por fuego»; Elías hizo bajar fuego del cielo; Elíseo hizo un fuego; Miqueas profetizó fuego; Juan el Bautista clamó: «El os bautizará con Espíritu Santo y fuego.» Jesús dijo: «Fuego vine a meter en la tierra.» Si fuéramos tan cuidadosos en obtener el bautismo de fuego como lo somos en no descuidar el bautismo de agua, tendríamos una iglesia llena de ardor y otro Pentecostés. La vieja naturaleza puede sentirse halagada por el bautismo de agua, pero es totalmente destruida con el bautismo de fuego, pues El destruirá la paja con fuego que no se apagará. Hasta que no fueron purificados con el fuego de Pentecostés, los discípulos que vieron su gloriosa resurrección fueron mantenidos fuera del ministerio de la cruz.
¿Con qué autoridad ministran hoy día los pastores de nuestros días, tanto aquí como en los países de misión, si no han tenido la experiencia del aposento Alto? No nos faltan predicadores especialistas en profecías, pero nos faltan en gran manera predicadores profetas. Con esto no queremos decir predicadores que hagan predicciones sensacionales. Poco queda para predecir, puesto que tenemos el Libro de Dios que nos lo declara, pero necesitamos hombres que hablen por Dios. Nadie puede monopolizar al Espíritu Santo, pero el Espíritu Santo puede monopolizar a algunos hombres. Tales son los profetas. Nunca éstos fueron esperados, nunca fueron anunciados e introducidos, simplemente llegaron.
Fueron enviados y sellados para tal objeto. Juan el Bautista no hizo milagros. Las multitudes no acudieron a él para obtener su toque de sanidad; sin embargo, hizo el milagro de levantar a una nación espiritualmente muerta.
Uno se maravilla de nuestros evangelistas que sin rubor alguno anuncian que tuvieron un maravilloso despertamiento con miles de personas dando testimonio; y añaden, para dar crédito de su inmaculado fundamentalismo: «Pero no hubo nada sensacional ni fuera de orden.»
Pero ¿es que puede haber un terremoto sin causar sensación o un tornado sin desorden? ¿No produjo sensación y manifestaciones externas el ministerio de Wesley? La Iglesia de Inglaterra cerró todas sus puertas a «un hombre enviado de Dios el cual se llamaba Juan» —Wesley—. Pero aquellas «precauciones religiosas» de la iglesia oficial no pudieron poner dique al despertamiento del Espíritu Santo.
Este bendito hombre de Dios que se llamaba Wesley salió de la Universidad de Oxford habiendo «fallado completamente», según sus propias palabras. Carecía del cerebro de un erudito, del fuego de un zelote y de la lengua de un orador; pero salió a conducir multitudes al Cordero de Dios. ¿Cómo podía hacerlo? Llegó el 24 de mayo de 1738, cuando Juan Wesley, en una reunión de oración que tuvo lugar en la calle de Aldersgate, fue nacido del Espíritu, y más tarde fue lleno del Espíritu.
En trece años este hombre, bautizado con el Espíritu Santo, sacudió tres naciones. Del mismo modo Savonarola sacudió Florencia entera, hasta el punto de que el rostro de un monje loco vino a ser motivo de terror a los florentinos de sus días y motivo de burla a los religionistas de su tiempo.
Hermanos, a la luz del «tribunal de Cristo» nos habría sido mejor vivir seis meses con un corazón hecho un volcán, denunciando el pecado en lugares altos y bajos y volviendo la nación del poder de Satanás a Dios (como dice Juan el Bautista), que morir cargados de honores eclesiásticos y de títulos teológicos, habiendo sido el hazmerreír del infierno por nuestra nulidad espiritual. El adular a millonarios borrachos y maldecir a jefes de estado de naciones lejanas, no traerá el fuego del Cielo sobre nuestras cabezas. Podemos hacer ambas cosas y preservar nuestras cabezas y nuestros pulpitos. Los profetas fueron martirizados por denunciar la religión, no en términos vagos, sino bien precisos. Y cuando vemos «religiones engañosas» estafando a los hombres en la vida y en la muerte, conduciendo multitudes al infierno bajo la bandera de una religiosidad nominal, deberíamos arder de santa indignación y traer una Reforma del siglo xx aun cuando tuviéramos que arder como los mártires.
Trae lágrimas a nuestros ojos leer noticias como éstas: Sacerdotes católicos recomiendan a los evangelistas protestantes.» ¿Podríais imaginaros a tales religionistas aplaudiendo a Lutero si él estuviera vivo y no fuera una mera figura histórica? ¿Sería recomendado de ellos un Jerónimo Savonarola? ¡Oh Dios, envíanos predicación profética que sondee a las almas hasta lo más recóndito! ¡Envíanos una raza de predicadores mártires, hombres abrumados en sus corazones y quebrantados ante la visión del juicio que pende sobre un mundo impenitente que va a un infierno sin Cristo!
Los grandes predicadores hacen famosos los pulpitos, los profetas hacen famosas las prisiones. ¡Que el Señor nos envíe profetas, hombres terribles que alcen la voz y no callen, lanzando ungidos ayes sobre naciones corrompidas; hombres demasiado ardientes para ser aceptados, demasiado duros para ser oídos, demasiado justicieros para ser tolerados!
¡Estamos cansados de hombres adornados con vestidos suaves y suave lengua, que usan ríos de palabras con unas gotas de espiritualidad, que saben más de competencia que de consagración, y de promoción que de oración! ¡Pastores que sustituyen la propagación por propaganda y se cuidan más de la diversión de la iglesia que de su santidad!
¡Oh, en comparación con la Iglesia del Nuevo Testamento nosotros somos mucho peor que subapostólicos, pues nuestros ideales son tan bajos!
Doctrinar a las gentes les hace dormir, pues la letra no basta, tiene que ser letra encendida. Es la letra más el Espíritu lo que da vida. Un sermón teológicamente sano, en un lenguaje impecable, puede ser tan sin sabor como un puñado de arena. Para enfrentarse con los sistemas anticristianos necesitamos una iglesia bautizada con fuego. Moisés tenía un rostro brillante por haber estado con Dios. Necesitamos una iglesia brillante por la misma razón, para atraer al mundo, a fin de que por su medio oigan la voz del Dios vivo.
Dejadme arder para Dios, De todo lo que Dios puede aprobar, la oración es lo mejor. ¡Oh, dejadme ser un hombre de oración!
Henry Martyn
El amor es una llama, y el ardor su vida. Llama es la atmósfera de la verdadera experiencia cristiana. Una débil llama puede encender un fuego que lo consuma todo; pero cuando la atmósfera que la rodea es frígida o impura, muere por falta de alimento vital. La oración DEBE ser ardiente.
E. W. Bounds
Es la pasión por las almas Una compasión activa, Un amor que nunca muere, Fuego que la fe aviva. La oración que prevalece, Una llama de amor es Clamando por el perdido: Que venga un PENTECOSTÉS.
Amy Wilson Carmichael
Por que no llega el Avivamiento - Leonard Ravenhill
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