Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


5 de junio de 2012

LOS PRIMEROS FRUTOS DEL ESPIRITU


John Wesley

Ahora pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, mas conforme al Espíritu (Romanos 8:1).

1.   Con las palabras: “los que están en Cristo Jesús,” in­dudablemente se refiere el Apóstol a los que creen con sin­ceridad; los que justificados por la fe “tienen paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.” Los que de tal manera creen, ya no andan “conforme a la carne,” no siguen los movimientos de su naturaleza corrompida, sino que an­dan conforme al Espíritu: de modo que sus pensamientos, pa­labras y obras están bajo la dirección del Espíritu Santo.

2.    “Ahora pues, ninguna condenación hay para” éstos. Ninguna condenación por parte de Dios; porque El los ha justificado “por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús.” El ha perdonado todas sus iniquidades y borrado to­das sus transgresiones. No hay condenación para ellos por parte de su conciencia, porque no han recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que es de Dios, para que conozcan lo que Dios les ha dado (I Corintios 2:12), el cual Espíritu da testimonio a su espíritu de que son “hijos de Dios.” A esto se añade el testimonio de su conciencia, “que con simplicidad y sinceridad de Dios, no con sabiduría carnal, mas con la gracia de Dios,” han “conversado en el mundo” (II Corintios 1:12).

3.    Pero siendo que muchos han entendido mal esta Es­critura, y a veces de una manera tan peligrosa; siendo que hay infinidad de hombres “indoctos e inconstantes,” (hombres que no han sido enseñados de Dios), quienes, por consiguiente, no están firmes en la verdad, que es la santidad, y la han tor­cido para perdición de sí mismos; me propongo demostrar, lo más claramente que pueda, primero: quiénes son “los que están en Cristo Jesús, que no andan conforme a la carne, mas conforme al Espíritu,” y en segundo lugar, cómo no hay “con­denación” para éstos. Concluiré con algunas deducciones prác­ticas.

1.   1. Primeramente, ¿quiénes son los que están en Cris­to Jesús? ¿No son los que creen en su nombre, los que son hallados en El, no teniendo su justicia que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo? Los que han alcanzado la reden­ción “por su sangre,” son los que, hablando propiamente, se hallan en El, porque moran en Cristo y Cristo mora en ellos. Están unidos al Señor por medio de un mismo Espíritu. Han sido injertados en El como las ramas a la vid; están unidos co­mo los miembros a la cabeza, de tal manera que las palabras no llegan a expresar; y que sus corazones, antes de ser rege­nerados, no podían ni siquiera concebir.

2.   “Cualquiera que permanece en él, no peca;” no anda según “la carne;” la que, en el lenguaje de Pablo significa la naturaleza corrompida. En este sentido usa la palabra cuan­do escribe a los gálatas: “manifiestas son las obras de la car­ne” (Gálatas 5: 19), y en el verso 16, “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis la concupiscencia de la carne.” Para probar lo cual, es decir: que los que andan en el Espíritu no satisfacen “la concupiscencia de la carne,” añade inmediatamente: “por­que la carne codicia contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne: y estas cosas se oponen la una a la otra, para que no hagáis lo que quisiereis.”

3.   Los que están en Cristo, que moran en El, “han cru­cificado la carne con los deseos y concupiscencias,” y se abs­tienen de las obras de la carne: “adulterio, fornicación, in­mundicia, disolución, idolatría, hechicerías, enemistades, plei­tos, celos, iras, contiendas, envidias, homicidios, borracheras, banqueteos;” de todos los designios, palabras y obras a que naturalmente guía la corrupción. Si bien sienten en sí mismos la amargura de estas tendencias, sin embargo, les es dado el poder de hollarlas continuamente bajo sus pies, de manera que no brotarán para impedirlos; puesto que en cada asalto que sufren, tienen de nuevo la oportunidad de alabar a Dios, diciendo: “Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor nuestro Jesucristo.”

4.   Andan “conforme al Espíritu,” tanto en sus corazones como en sus vidas. El Espíritu les inspira el amor a Dios y a sus semejantes; amor que es como “una fuente de agua que salte para vida eterna;” les infunde deseos santos, les da un genio bueno y generoso, de manera que todos los deseos que surgen de su mente, son “Santidad al Señor.”

5.   Los que andan “conforme al Espíritu,” son asimismo guiados a la santidad en su conversación. Su palabra es “siempre con gracia, sazonada con sal;” con el amor y temor de Dios; “ninguna palabra torpe salga de vuestra boca, sino la que sea buena para edificación, para que dé gracia a los oyen­tes.” En esto también se ejercitan de noche y de día, para ha­cer solamente lo que agrada a Dios; para seguir en toda su conducta exterior a Aquel que nos dejó un ejemplo para que sigamos sus pisadas; para andar en justicia, misericordia y verdad en todos sus tratos con sus prójimos, y para hacer todo, en todas las circunstancias y detalles de la vida diaria, para la gloria de Dios.

6.   Estos son los que en verdad “andan conforme al Es­píritu.” Estando llenos de fe y del Espíritu Santo, tienen en sus corazones y muestran en sus vidas, con sus palabras y acciones, los frutos genuinos del Espíritu Santo: caridad, go­zo, paz, tolerancia, benignidad, bondad, fe y todo lo que es bueno y digno de alabanza. Adornan toda la doctrina de nues­tro Salvador Dios, y dan pruebas a todos los hombres de que están verdaderamente movidos del mismo Espíritu “que le­vantó de los muertos a Jesús.”

II.   1. Me propongo demostrar, en segundo lugar, que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Je­sús,” y que, por consiguiente, “no andan conforme a la carne, mas conforme al espíritu.”

Primeramente, para los que creen en Jesús “ninguna con­denación hay” por razón de sus pecados pasados. Dios no los condena por tales pecados porque son como si nunca hubie­ran sido—como la piedra que ha sido arrojada a lo profundo de la mar—y de los cuales ya no se acuerda. Habiendo Dios dado a su Hijo para que fuese una propiciación por ellos, “por su sangre,” les ha declarado “su justicia, atento a haber pa­sado por alto, en su paciencia, los pecados pasados.” No les imputa ninguna de sus iniquidades, cuya memoria misma ha desaparecido.

2.   No hay condenación para ellos en su corazón, conciencia de pecado, ni temor de la ira de Dios. Tienen el testi­monio en sí mismos, y la conciencia de haber sido partícipes de la sangre que por ellos fue derramada; no han recibido “el espíritu de servidumbre para estar otra vez en temor,” duda e incertidumbre, sino el espíritu de adopción por medio del cual su corazón clama: “Abba, Padre.” Así que, estando “justifi­cados por la fe,” la paz de Dios reina en sus corazones; fluye de la persuasión constante de esa misericordia que perdona, y de una “buena conciencia delante de Dios.”

3.   Si se me dice que algunas veces los que creen en Cris­to pierden de vista la misericordia de Dios; que se ven de tal oscuridad rodeados que no pueden ver a Aquel que es invisi­ble; que ya no sienten en sí mismos el testimonio de ser partí­cipes de la sangre del sacrificio y que se creen interiormente condenados; que tienen otra vez la sentencia de muerte sobre sí; contesto que suponiendo que todo esto sea cierto, suponien­do que ya no sientan la misericordia de Dios, entonces no serán creyentes, porque la fe significa la luz: la luz divina que alum­bra el alma. El que temporalmente pierde esta luz, pierde su fe. No cabe duda que un verdadero creyente en Cristo puede perder la luz de la fe, y en tanto que la pierde, cae temporal­mente en condenación. Pero éste no es el caso de los que aho­ra “están en Cristo Jesús,” que creen en su nombre; porque mientras creen y andan conforme al Espíritu, ni Dios ni su corazón los condena.

4.   No los condena la conciencia de pecados actuales o transgresiones de los mandamientos de Dios, pues no los que­brantan; no andan “conforme a la carne, sino conforme al es­píritu.” La prueba continua de su amor a Dios, es que guar­dan sus mandamientos. Juan dice: “Cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado, porque su simiente está en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios.” No puede pecar mien­tras la simiente de Dios, esa fe santa y amante, permanezca en él; “se guarda a sí mismo, y el maligno no le toca.” Es cosa evidente que no puede ser condenado por los pecados que no comete y, por consiguiente, los que son guiados del Espíritu no están “bajo la ley” (Gálatas 5:18), ni bajo de su conde­nación o maldición; porque sólo condena a los que la que­brantan. Así por ejemplo el mandamiento de Dios: “No hur­tarás,” sólo condena a los que roban; “Acordarte has del día de reposo, para santificarlo,” sólo condena a los que lo que­brantan; pero en contra de los frutos del Espíritu, “no hay ley” (verso 23), como más ampliamente lo declara el após­tol en las palabras memorables de su Primera Epístola a Timo­teo: “Sabemos empero que la ley es buena, si alguno usa de ella legítimamente; conociendo esto: (no que la ley no haya sido hecha para los justos, sino) que la ley no es puesta para el justo;” no tiene fuerza en contra de él ni poder de conde­narlo, “sino para los injustos y para los desobedientes, para los impíos y pecadores, para los malos y profanos...según el evangelio de la gloria del Dios bendito” (1 Timoteo 1:8, 9, 11).

5.   No los condena, en tercer lugar, ningún pecado in­terior, si bien éste aún permanece. Que la corrupción de la naturaleza permanece aún en aquellos que son hijos de Dios por la fe; que tienen en sí mismos la simiente del orgullo y la vanidad, de la cólera y la gula, de los deseos depravados y de toda clase de pecado, es un hecho que nuestra experiencia dia­ria nos hace palpar. Es por esto que el apóstol Pablo, hablan­do a los que acababa de reconocer como en “nuestro Señor Jesucristo,” (1 Corintios 1:2, 9), como “llamados a la parti­cipación de su Hijo Jesucristo nuestro Señor,” declara que son niños, diciendo: “De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a ni­ños en Cristo” (I Corintios 3: 1). “Niños en Cristo;” estaban “en Cristo,” aunque eran creyentes de bajo grado y esto, a pesar del mucho pecado que permanecía en ellos; de esa “men­te carnal” que no está sujeta a la ley de Dios.

6.   A pesar de todo esto, no están condenados. Aunque sienten su naturaleza pecaminosa, aunque cada día se per­suaden más de que su corazón es engañoso “más que todas las cosas y perverso,” sin embargo, mientras no cedan a sus instintos, mientras no den oídos al demonio, mientras perma­nezcan luchando con el pecado, el orgullo, la ira, los malos de­seos, de manera que la carne no se enseñoree de ellos, sino que anden “conforme al Espíritu,” “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.” Dios está complacido con su sincera obediencia—por más que ésta sea imperfecta—y tienen confianza en Dios, sabiendo que están en El y El en ellos “por el Espíritu que nos es dado” (1 Juan 3:24).

7.   En cuarto lugar, aunque están plenamente convenci­dos de que todo lo que hacen está mancillado por el pecado, si bien tienen la conciencia de que no cumplen perfectamente con la ley, de palabra, obra ni pensamiento; a pesar de que sa­ben que no aman al Señor su Dios de todo su corazón, men­te, alma y fuerzas; si bien sienten, poco más o menos, el or­gullo, capricho y vanidad que se introduce y mezcla en el de­sempeño de sus más altos deberes; si bien aun en su comu­nión más íntima con Dios, cuando se reúnen con la gran con­gregación, y cuando en secreto desahogan sus corazones con Aquel que ve todos los pensamientos secretos y las más re­cónditas intenciones del alma, se avergüenzan continuamente de sus pensamientos vagos, o de la torpeza e insensibilidad de sus afecciones; sin embargo, no hay condenación para ellos de parte de Dios o de su corazón. La consideración de estos varios defectos les hace sentir aún más profundamente, la ne­cesidad que tienen de la “sangre del esparcimiento,” que ha­bla por ellos en la presencia de Dios, y de ese Abogado para con el Padre, que vive siempre para hacer intercesión por ellos. Lejos de separarlos de Aquel en quien han creído, estas debilidades los hacen acercarse más al que satisface sus necesi­dades. Y mientras más profunda es la persuasión que tienen de necesitarlo, más sincero es su deseo y más firmes sus es­fuerzos; pues que habiendo recibido al Señor Jesús, desean caminar con El.

8.   En quinto lugar, no los condenan los pecados llama­dos de debilidad. Más a propósito sería llamarlos flaquezas, a fin de no parecer que atenuamos o disculpamos el pecado en ningún grado, aunándolo de esta manera con las debilida­des. Pecados de debilidad (si es que hemos de usar la frase ambigua y peligrosa) son esas caídas involuntarias como: el decir de buena fe que tal o cual cosa es cierta, cuando de he­cho, resulta ser falsa; o cuando perjudicamos a nuestro pró­jimo, no teniendo la intención de injuriarle, sino por el con­trario deseando protegerle. Si bien al desviarse de esta u otra manera, se separan de la ley santa, aceptable y pura de Dios, estos desvíos no son, propiamente dicho, pecados; ni traen la conciencia de culpabilidad a los que “están en Cristo Jesús.” No se interponen entre Dios y ellos, ni obscurecen la luz de su rostro; puesto que estas flaquezas no son inconsecuentes con el hecho de que andan, “no conforme a la carne, mas con­forme al Espíritu.”

9.   Por último, no hay “condenación” para ellos por cau­sa de ninguna cosa que no puedan evitar; ya sea de una natu­raleza interior o exterior; ya sea haciendo lo que no deben hacer o dejando de hacer lo que deberían hacer. Por ejem­plo: se administra la Santa Cena del Señor; pero algunos de vosotros no participáis. ¿Por qué? Estáis enfermos y por tal motivo no podéis asistir al culto; por consiguiente no estáis condenados. No hay culpa porque no hay albedrío; porque si primero hay la voluntad pronta, será aceptada por lo que tiene, no por lo que no tiene.

10. Algunas veces los creyentes se afligen porque no pue­den hacer lo que desean; pueden exclamar cuando están im­posibilitados de ir a la casa de Dios, a adorar con la gran congregación: “Corno el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¡Cuándo vendré y pareceré delante de Dios!” Pueden desear ardientemente ir “hasta la casa de Dios, con voz de alegría y de alabanza, haciendo fiesta la mul­titud” y decir al mismo tiempo: “Hágase tu voluntad;” sin embargo, si no pueden ir, no sienten ninguna condenación, ninguna culpa ni el desagrado de Dios, sino que pueden con alegría rendir sus deseos diciendo: “Oh alma mía...espera a Dios; porque aun le tengo de alabar, es él salvamento de­lante de mí, y el Dios mío.”

11.       Cosa más difícil es determinar acerca de los pecados por lo general llamados de sorpresa: por ejemplo, cuando una persona, que por lo general se sabe dominar, cediendo a una tentación repentina, habla u obra de manera poco consecuen­te con el mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No es fácil fijar una regla general respecto a transgre­siones de esta naturaleza, o decir si los hombres son o no con­denados por los pecados que, sorprendidos por la tentación, cometen; pero es indudable que existe más o menos conde­nación en las faltas que cometen los cristianos, sorprendidos por la tentación, según el mayor o menor consentimiento de su libre albedrío. Según la voluntad participe más o menos de un deseo, palabra o acción pecaminosa, podemos concebir el mayor o menor grado del disgusto que causará a Dios; por la cual razón hay culpabilidad en el alma.

12.       Si esto es cierto, debe haber algunos pecados de sor­presa que acarrean mucha culpabilidad y gran condenación, porque algunas veces nos sorprende el pecado, debido a nues­tra voluntaria y culpable negligencia, o a la pereza de nues­tra alma, que bien pudimos haber evitado o sacudido antes de que se acercase la tentación. Algunas veces recibimos amo­nestaciones de Dios o de los hombres, anunciándonos que se aproximan los trabajos y los peligros; y sin embargo, decimos en nuestro interior: “un poco de dormitar, y cruzar por un poco las manos para reposo.” Si en tales circunstancias algu­no cae, aunque sea por sorpresa, en la tentación que muy bien pudo haber evitado, no tiene disculpa; debió haber previsto y evitado el peligro. La caída en el pecado, aun cuando fue­re por sorpresa, como en el ejemplo anterior, es, en realidad de verdad, un pecado de la voluntad; y como tal, debe expo­ner al pecador a ser condenado por Dios y su conciencia.

13.       Por otro lado, pueden venir asaltos repentinos por parte del mundo o del dios de este mundo; y con frecuencia, de nuestros corazones corrompidos, que no previmos ni pu­dimos anticipar. Estas tentaciones pueden sumergir a un cris­tiano débil en la fe en una tentación peligrosa, como por ejem­plo: la ira o pensar mal de su prójimo, sin que su libre albe­drío preste su consentimiento. En tal caso, Dios, que es un Dios celoso, indudablemente le mostrará que ha hecho mal, y el cristiano quedará convencido de que se ha separado de la ley perfecta y, por consiguiente, se apesadumbrará con un dolor santo, y se avergonzará ante la presencia de Dios. Sin embargo, no sufrirá condenación. Dios no le culpa, sino le compadece, como “el padre se compadece de sus hijos.” Su corazón no le condena; en medio de su dolor y vergüenza puede decir: “He aquí Dios es salud mía; aseguraréme y no temeré; porque mi fortaleza y mi canción es Jehová, el cual ha sido salud para mí.”

III. 1. Réstame solamente deducir de las consideracio­nes anteriores algunas advertencias prácticas.

Y, primeramente, si “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la car­ne, mas conforme al Espíritu,” por sus pecados pasados; en­tonces ¿por qué tienes temor, oh hombre de poca fe? Aun­que tus pecados hayan sido más numerosos que la arena del mar, ¿qué te importa eso, si ahora estás en Cristo Jesús? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que los justifica. ¿Quién es el que los podrá condenar? Todos los pe­cados que has cometido desde tu niñez hasta la hora en que fuiste aceptado en el Amado, han sido esparcidos como la pa­ja, han volado, desaparecido, ya no existen ni en la memoria. Ahora ya has “nacido del Espíritu.” ¿Te ocuparás de investi­gar lo que te amenazaba antes de nacer? Desecha tus temo­res; “porque no nos ha dado Dios el espíritu de temor, sino el de fortaleza, y de amor, y de templanza.” Conoce tu lla­mamiento. Regocíjate en Dios tu Salvador y por medio de El, da gracias a tu Padre celestial.

¿Dirás pues: “pero he pecado después de haber sido he­cho partícipe de la redención, por medio de su sangre; y por tanto, me aborrezco y me arrepiento en el polvo de la ce­niza”? Muy justo es que te aborrezcas, y sabe que Dios es quien ha despertado tu conciencia. Pero, ¿no crees? Te ha ayudado a decir: “Yo sé que mi Redentor vive” y “vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios.” Pues entonces, esa fe cancela todo lo pasado, y “ninguna condenación hay” para ti. En el momento en que creas verdaderamente en el Hijo de Dios, todos tus pecados pasados se desvanecerán como el ro­cío de la mañana. Por consiguiente, “estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres.” Te ha librado otra vez del poder del pecado, como de la responsabilidad y del castigo que merecías. No vuelvas otra vez a ser preso en “el yugo de servidumbre,” ni en el yugo vil y diabólico del pe­cado, de los deseos impuros, del mal genio, malas palabras u obras que constituyen el yugo más pesado que fuera del in­fierno puede haber, ni en el yugo del temor servil y tortu­rante de la culpa y condenación de sí mismo.

2. Pero, en segundo lugar, ¿todos los que están “en Cris­to Jesús...no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”? Entonces podemos deducir que quienquiera que co­mete pecado, no tiene parte en esta bendición, sino que ahora mismo está condenado por su propio corazón. Pero si “nues­tro corazón no nos reprendiere,” si nuestra conciencia nos diere testimonio de que somos culpables; indudablemente que Dios también nos condenará; “porque si nuestro corazón nos reprendiere, mayor es Dios que nuestro corazón, y conoce to­das las cosas;” de manera que, aunque nos engañemos a noso­tros mismos, a El no le podemos engañar. No penséis en de­cirme: “he sido una vez justificado; mis pecados me fueron perdonados;” no lo sé ni deseo disputar contigo sobre este asunto. Tal vez, después del tiempo que ha pasado, sea imposi­ble saber con alguna certeza, si fue una obra genuina y verda­dera de Dios, o si solamente tu alma se engañó; pero una cosa sé con el mayor grado de certeza: que “el que hace pecado, es del diablo.” Por consiguiente, eres de tu padre, el diablo; no lo puedes negar; porque las obras de tu padre el diablo haces. No te engañes con vanas esperanzas, ni digas a tu alma: “paz, paz;” porque no hay paz. Grita, clama a Dios desde los pro­fundos donde estás, que tal vez tengas la fortuna de que oiga tu voz. Acércate a El como lo hiciste la primera vez: pobre, miserable, lleno de pecado, ciego, desnudo. Ten cuidado de no dar descanso a tu alma hasta que este amor que perdona, te sea revelado otra vez; hasta que sane tus rebeliones, y te llene de nuevo de esa “fe que obra por el amor.”

3.   Tercero. ¿No hay condenación para los que andan “conforme al Espíritu,” debido al pecado interior que aún per­manece, mientras no siguen sus impulsos, ni por razón del pe­cado que se difunde en todo lo que hacen? Pues entonces, no te congojes por causa de la iniquidad que aún permanece en tu corazón. No te entristezcas porque aún te encuentres muy lejos de la gloriosa imagen de Dios; ni porque el orgullo, la soberbia y la incredulidad leuden todas tus palabras y accio­nes. No temas el conocer toda esta corrupción de tu corazón, y conocerte a ti mismo como eres conocido. Pídele a Dios que te ayude a no tener una opinión de ti mismo más elevada de la que debes tener. Sea tu oración continua:

Muéstrame, oh Señor, Hasta dónde pueda soportar Lo profundo de mi pecado innato; Declara toda la incredulidad, La soberbia que se oculta en mí.

Y cuando escuche tu oración y te revele tu propio cora­zón, cuando te muestre qué clase de espíritu tienes; cuida de que no te falte la fe, de que no te arrebaten tu escudo. Humílla­te, póstrate en el polvo; mira que no eres sino miseria y vani­dad; sin embargo, no dejes que tu corazón se turbe ni tenga miedo. Persevera en tu intento y di: aun yo tengo un Abogado para con el Padre, “Jesucristo el justo.” Como son más altos los cielos que la tierra, así su amor es más grande aún que mis mis­mos pecados. Por lo tanto, Dios tiene misericordia de ti, oh pecador, por más malo que seas. Dios es amor, y Cristo mu­rió; por consiguiente, el Padre te ama; tú eres su hijo y no te negará ninguna cosa que sea buena. ¿No sería bueno que todo el cuerpo de pecado, que ahora está crucificado en ti, fuese destruido? Lo será. Serás limpiado de toda tu “inmundicia de carne y de espíritu.” ¿No sería bueno que sólo el amor de Dios quedase en tu corazón? Anímate. “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todo tu entendi­miento y de todas tus fuerzas.” “Fiel es el que os ha llamado; el cual también lo hará.” Por tu parte, debes continuar con pa­ciencia en el trabajo de la fe, del amor y de la paz con alegría; con humilde confianza, con esperanza resignada y al mismo tiempo sincera, hasta que el Señor de los ejércitos tenga a bien obrar en ti su santa voluntad.

4.  Cuarto. Si los que “están en Cristo” y “andan confor­me al Espíritu,” no son condenados por pecados de debilidad, ni por caídas involuntarias, ni por transgresiones que no pue­den evitar, ten cuidado, ya que tienes fe en su sangre, no sea que Satanás se valga de esto para engañarte. Aun todavía eres débil y torpe, ciego e ignorante; mucho más débil de lo que se puede expresar con palabras, o de lo que tu corazón puede imaginar, pues todavía no sabes nada como lo deberías saber.

Sin embargo, no dejes que tu debilidad, torpeza o cualquiera de sus frutos, que no puedes evitar, haga vacilar tu fe, tu es­peranza filial en Dios, o que interrumpa tu paz y gozo en el Señor. La regla que algunos dan respecto a los pecados de la voluntad y que, en tal caso, puede ser peligrosa, es indudable­mente buena y segura, si sólo se aplica a las debilidades hu­manas. ¿Has caído, oh hombre de Dios? No permanezcas pos­trado, lamentándote y desesperado de tu debilidad, sino di con humildad: “Señor, caeré a cada instante a no ser que tú me sostengas y me des la mano.” Levántate, enderézate y anda. Camina pues, corre con paciencia la carrera que te es pro­puesta.

5.   Finalmente, puesto que un creyente no viene a conde­nación, aunque le sorprenda aquello que su alma aborrece (suponiendo que esta sorpresa no se deba a su descuido o neg­ligencia voluntaria); si tú que crees, caes en alguna falta, ape­sadúmbrate en el Señor; esto será para ti un bálsamo. Desaho­ga tu corazón con El y presenta tu dolor a sus pies; ruega con todo tu corazón a Aquel que “se puede compadecer de nues­tras flaquezas,” para que afirme, fortifique y establezca tu alma y no permita que vuelvas a caer. Sin embargo no te con­dena.

¿Por qué has de temer? No tienes necesidad de ningún temor que tenga pena. Amarás al que te ama y esto basta; más amor traerá mayores fuerzas, y tan luego como lo ames con todo tu corazón, serás perfecto y cabal, sin que te falte ningu­na cosa. Espera con paciencia la hora en que el Dios de paz te santifique en todo, para que tu “espíritu, y alma, y cuerpo, sea guardado entero, sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo.”

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 SERMON 8 - John Wesley

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Matthew Henry