Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


2 de junio de 2012

LA JUSTICIA POR LA FE


John Wesley

Porque Moisés describe la justicia que es por la ley: Que el hombre que hiciere estas cosas, vivirá por ellas. Mas la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo). O ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para volver a traer a Cristo de los muertos). Mas, ¿qué? Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe, la cual predicamos (Ro­manos 10:5-8).

1.    El Apóstol no contrapone el pacto dado por Moisés al que Cristo dio. Si alguna vez nos hemos figurado semejante cosa, ha sido por falta de meditación, pues tanto la primera como la última parte de estas palabras fueron dichas por Moi­sés al pueblo de Israel respecto al pacto que existía en aquel tiempo (Deuteronomio 30:11, 12, 14). Dios estableció el pac­to de la gracia con todos los hombres por medio de Jesucristo, tanto antes y bajo la dispensación judaica como después que Dios se manifestó en la carne, el cual pacto Pablo pone en contraste con el pacto de las buenas obras, hecho con Adán en el paraíso; pero que por lo general se supone, y especial­mente por los judíos de quienes el Apóstol escribe, que fue el único que Dios hizo con el hombre.

2.    Estos son de los que tan cariñosamente habla al prin­cipio de este capítulo. “Hermanos, ciertamente la voluntad de mi corazón y mi oración a Dios sobre Israel, es para salud. Porque yo les doy testimonio que tienen celo de Dios, mas no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios,”—de la justificación que procede de su mera gracia y mise­ricordia, perdonando gratuitamente nuestros pecados por me­dio del Hijo de su amor, por medio de la redención que hay en Jesús—”y procurando establecer la suya propia”—su propia santidad anterior a la fe en Aquel que justifica al impío, co­mo la base de su perdón y aceptación—”no se han sujetado a la justicia de Dios” y, por consiguiente, sumergidos en el error de su vida, están en peligro de morir espiritualmente.

3.    Ignoraban que “el fin de la ley es Cristo, para justi­cia a todo aquel que cree;” que por medio de la oblación de sí mismo una vez ofrecida la primera ley o pacto—que en rea­lidad no fue dado por Dios a Moisés, sino a Adán en su estado de inocencia—era sin disminución alguna: “haz esto y vivi­rás.” Ignoraban también que Cristo al mismo tiempo obtu­vo para nosotros este pacto mucho mejor de: “Cree y vivi­rás,” cree y serás salvo, salvo en esta vida de la culpa y del poder del pecado, y por consiguiente, de sus consecuencias.

4.    ¡Cuántos hay que ignoran esto, aun entre aquellos que se llaman cristianos! ¡Cuántos hay que tienen “celo de Dios,” pero que aún procuran establecer su propia justicia como la base de su perdón y para ser aceptados, y que se re­husan con vehemencia a sujetarse a la justicia de Dios! Cier­tamente el deseo de mi corazón y mi oración a Dios, her­manos míos, es que seáis salvos. A fin de quitar de vuestro camino esta gran piedra de tropiezo, voy a procurar mostra­ros: primero, qué cosa es la justicia que es por la ley, y “la justicia que es por la fe.” Segundo: la torpeza de confiar en la justicia que es por la ley y la sabiduría de someterse a la justicia que es por la fe.

I.     1. La justicia que es por la ley dice: “Que el hom­bre que hiciere estas cosas, vivirá por ellas.” Haz estas cosas constante y perfectamente y vivirás para siempre. Esta ley o pacto (llamado por lo general el pacto de obras), dado por Dios al hombre en el paraíso, exigía una obediencia perfecta en todas sus partes, completa, como la condición para que pudiese continuar por siempre jamás en la santidad y felici­dad en que fue creado.

2.    Exigía el cumplimiento por parte del hombre, de to­da justicia interior y exterior, negativa y positiva; no sólo que se abstuviese de toda palabra ociosa y evitase toda mala obra, sino que tuviese todas sus afecciones, todos sus deseos, y aun sus pensamientos en sujeción a Dios; que continuase siendo santo, como Aquel que lo creó es santo, tanto de co­razón como en sus costumbres; que fuese limpio de corazón, como Dios es puro; perfecto como su Padre que está en los cielos es perfecto; que amase al Señor su Dios con todo su corazón, y con toda su alma, y con todo su entendimiento; que amase a todas las almas que Dios ha criado, como Dios lo ama a él; de manera que por medio de esta perfecta bene­volencia, pudiese vivir en Dios, que es amor, y Dios en él; que sirviese al Señor su Dios con todas sus facultades y que en todas las cosas procurase la gloria de su Creador.

3.    Estas eran las exigencias de la justicia que es por la ley para que quien cumpliese con todos sus requisitos pudie­ra vivir. Exigía además, que esta completa obediencia a Dios, esta santidad interior y exterior, esta conformidad de cora­zón y de vida con su santa voluntad, fuese perfecta en grado.

Ninguna disculpa podía admitirse, absolutamente ninguna ex­cusa, por haber faltado en un solo punto, grado o tilde a la ley exterior o interior. No bastaba obedecer todos los manda­mientos que se referían a las cosas exteriores, a no ser que se obedeciese cada uno de dichos mandamientos con todas las fuerzas del alma, del modo más completo y la manera más perfecta. Según las exigencias de este pacto, no bastaba amar a Dios con todas las facultades y todo el entendimiento; era preciso amarlo con toda la energía y potencia del alma.

4.    Otra cosa más exigía irremisiblemente la justicia que es por la ley, y era que esta plena obediencia, esta perfecta santidad de corazón y de vida, no debería interrumpirse ja­más, sino continuar desde el momento en que Dios creó al hombre y sopló en él aliento de vida, hasta el día en que con­cluyese su prueba y fuese sellado para la vida eterna.

5.    La justicia pues, que es por la ley, habla de esta mane­ra: “Oh tú, hombre de Dios, permanece firme en el amor, en la imagen de Dios en que fuiste creado. Si quieres permanecer vivo, guarda los mandamientos que están escritos en tu co­razón. Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón. Ama a to­das sus criaturas como te amas a ti mismo. No desees otra cosa sino a Dios. Busca a Dios en cada pensamiento, cada pa­labra, cada obra. No te apartes de El con ningún movimiento del cuerpo o del alma. El es el centro de tus deseos y el ob­jeto de tu alta vocación; que todo tu ser, todas tus facultades de alma e inteligencia, cada instante de tu existencia, alaben su santo nombre. Haz esto y vivirás, tu luz alumbrará, tu amor aumentará más aún, hasta que seas recibido en la casa de Dios, en los cielos para reinar con El por toda la eternidad.”

6.    Mas la justicia que es por la fe dice así: “No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? esto es para traer aba­jo a Cristo,” (como si Dios exigiese que hiciésemos alguna cosa imposible, antes de aceptarnos); “o ¿quién descenderá al abismo? esto es para volver a traer a Cristo de los muer­tos,” como si quedase todavía por hacer alguna cosa por me­dio de la cual podáis ser aceptados. Mas ¿qué dice? “Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de la fe, la cual predicamos;” el nuevo pacto que Dios ha he­cho con el hombre pecador por medio de Jesucristo.

7.    La “justicia que es por la fe” significa ese estado de justificación, cuya consecuencia es nuestra salvación actual y futura si permanecemos fieles hasta el fin, que Dios ha con­cedido al hombre caído por los méritos y la mediación de su único Hijo. En parte esto fue revelado a Adán poco des­pués de su caída, en la primera promesa que se le hizo y en él a su simiente, respecto de la simiente de la mujer que ha­bía de herir la cabeza de la serpiente (Génesis 3:15). Con algo más de claridad se lo reveló el ángel a Abraham, diciendo: “Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único, bendicien­do te bendeciré, y multiplicando multiplicaré tu simiente co­mo las estrellas del cielo, y como la arena que está a la orilla del mar; y tu simiente poseerá las puertas de sus enemigos; en tu simiente serán benditas todas las gentes de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz” (Génesis 22: 16-18). Moisés, David y los profetas que vinieron después recibieron mayor luz, y por medio de ellos, en sus respectivas generaciones, multitudes del pueblo de Dios; pero, sin embargo, la gran mayoría de estas generaciones ignoraba la gran profecía, muy pocos la entendían con claridad. Las ideas de la vida y de la inmortalidad no fueron para los judíos de la antigüedad tan claras como lo son para nosotros por medio del Evangelio.

8.    Este pacto no dice al hombre pecador: sé obediente hasta la perfección y vivirás. Si tal fuera la condición, de nada le aprovecharía todo lo que Cristo hizo y sufrió por él; sería como si se le exigiese que subiera al cielo “para traer a Cristo abajo,” o que descendiera al abismo, es decir: al mun­do invisible, “para volver a traer a Cristo de los muertos.” No exige que se haga ninguna cosa imposible (si bien para el hombre aislado y sin la ayuda de Dios, sería imposible ha­cer lo que de él se requiere); eso sería burlarse de la debili­dad humana. Hablando estrictamente, nada nos exige el pacto de la gracia que hagamos, como cosa indispensable o absolu­tamente necesaria para nuestra justificación; simplemente que creamos en Aquel que por amor de su Hijo y la propicia­ción que éste hizo, “justifica al impío que no obra” y cuenta su fe por justicia. Abraham creyó a Jehová y “contóselo por justicia” (Génesis 15:6). “Y recibió la circuncisión, para que fuese padre de todos los creyentes no circuncida­dos para que también a ellos les sea contado por justicia” (Ro­manos 4:11). Y no solamente por él fue escrito que (la fe) le haya sido así imputada, sino también por nosotros a quienes la fe será imputada por justicia; fe en lugar de la perfecta obe­diencia, para ser por Dios aceptados, “a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro; el cual fue entregado por nuestros delitos, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:23-25), para asegurarnos la re­misión de nuestros pecados y la vida eterna, a todos aque­llos que creemos.

9.    ¿Qué dice, pues, el pacto del perdón, del amor no merecido, de la misericordia que perdona? “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo.” El día en que creyeres ciertamente vivirás. Dios te concederá de nuevo su gracia, y en agradarlo encontrarás la verdadera vida; serás salvo de su maldición y de su ira; resucitarás de la muerte del pecado a la vida de la santidad, y si permaneces fiel creyendo en el Señor Jesús no probarás jamás la segunda muerte, sino que habiendo sufrido con el Señor, vivirás y reinarás con El por los siglos de los si­glos.

10.  Ahora te está cercana la palabra; la condición pa­ra obtener la vida es bien clara, fácil, y siempre está a la ma­no. Está en tu boca y en tu corazón, por la obra del Espíritu de Dios. En el momento en que “creyeres en tu corazón,” en aquel a quien Dios “levantó de los muertos,” y “confesa­res con tu boca al Señor Jesús” como tu Señor y tu Dios, “se­rás salvo” de la condenación, de la culpa y del castigo de tus pecados pasados, y tendrás el poder de servir a Dios en ver­dadera santidad todos los días que te queden de vida.

11.  ¿Qué diferencia hay, pues, entre “la justicia que es por la ley” y la “justicia que es por la fe;” entre el primer pac­to, de las obras y el segundo, de la gracia? La diferencia esen­cial, inmutable, es ésta: el primero supone al hombre que lo recibe, ya puro y feliz, creado en la imagen de Dios y gozando de su favor; y señala la condición para que pueda continuar en amor y felicidad, en la vida e inmortalidad. El otro pacto lo supone pecaminoso y desgraciado, habiendo perdido la ima­gen gloriosa de Dios, constantemente bajo la ira de Dios y apresurándose, por medio del pecado, que ha causado la muerte de su alma, a la muerte del cuerpo y eterna; le señala la condición para poder obtener de nuevo la perla de gran pre­cio que ha perdido—el favor y la semejanza de Dios, la vida de Dios en su alma—y recibir el amor y conocimiento de Dios que es el principio de la vida eterna.

12.  Además, para que el hombre pudiese continuar en el favor de Dios, en su conocimiento y amor, en santidad y dicha, el pacto de las obras exigía del hombre perfecto una obediencia no interrumpida y perfecta de todas y cada una de las partes de la ley de Dios; mientras que el pacto de la gracia, para que el hombre pueda obtener otra vez el favor de Dios y con él la vida, sólo exige la fe: fe en Aquel quien, por medio de Dios, justifica a los que no han sido obedien­tes según el pacto de las obras.

13.  Más aún: el pacto de las obras exigía de Adán y de todos sus descendientes que ellos mismos pagasen el precio de las futuras bendiciones que habían de recibir de Dios; pero en el pacto de la gracia, viendo Dios que no tenemos nada con qué pagar, nos perdona todo, con la única condición de que creamos en Aquel que pagó el precio por nosotros; que se dio a sí mismo como propiciación por nuestros pecados y los pecados de todo el mundo.

14.  El primer pacto, por consiguiente, exigía lo que los hombres no tenían, ni remotamente podían tener: la obedien­cia perfecta, que está muy lejos de aquellos que son concebi­dos y nacidos en pecado. Mientras que el nuevo pacto exige algo que está al alcance de todos, a la mano; parece decir: “¡Tú eres pecador! ¡Dios es amor! Tú, por causa de tu pecado, has caído del favor de Dios; sin embargo, con El hay miseri­cordia. Ven pues ante Dios con todos tus pecados y se des­vanecerán como la nube que se evapora; si no fueras pecador no habría necesidad de que El te justificara; acércate pues, lleno de confianza, con toda la certeza de la fe. No temas, cree solamente; Dios es justo y justifica a todos los que creen en Jesús.”

II. 1. Si todo lo que hemos dicho es cierto, fácil cosa nos será demostrar, en segundo lugar, como nos propusimos, la torpeza de confiar en “la justicia que es por las obras,” y la sabiduría de someterse a “la justicia que es por la fe”

La torpeza de los que confían en “la justicia que es por  la ley,” cuya condición es “haz esto y vivirás,” se hace muy patente por lo que sigue: su principio es erróneo; su primer paso es una gran equivocación, porque mucho antes de po­der alegar derecho a estas bendiciones, se suponen estar en el mismo estado de pureza de aquel con quien se hizo pacto. Y ¡qué vana es esta suposición! El pacto fue hecho con Adán, es cierto, pero cuando éste era aún inocente. ¡Qué débil de­be ser ese edificio fabricado sobre una base tan movible! ¡ Qué torpes son los que edifican en la arena, quienes nunca han considerado, según parece, que el pacto de las obras no fue dado al hombre “muerto en transgresiones y pecados,” sino cuando vivía en Dios, no conociendo lo que era el pecado, sino siendo puro como Dios es puro; que se olvidan de que ese pacto no fue dado para recobrar el favor de Dios y la in­mortalidad una vez perdidos, sino para que esos dones con­tinuasen y aumentasen hasta entrar a la vida eterna!

2.    Ni consideran los que de tal modo tratan de estable­cer “su propia justicia según la ley,” qué clase de obediencia y justicia requiere la ley como indispensables. Plenas y per­fectas deben ser en todas sus partes, de otra manera no sa­tisfacen las exigencias de la ley.

Pero, ¿quién puede rendir semejante obediencia y vivir de una manera consecuente con ella? ¿Quién de vosotros cumple con todos los requisitos y las tildes de los mandamientos de Dios? ¿Quién de vosotros no hace algo de lo que Dios prohíbe hacer, o deja de hacer algo de lo que El manda? ¿No habláis palabras ociosas, sino sólo las que son buenas para edificación? ¿Hacéis todo, ya sea que co­máis o bebáis, para la gloria de Dios? Mucho menos podéis cumplir con los mandamientos de Dios que se refieren a lo es­piritual, según los cuales todos los impulsos y la disposición toda de vuestra alma debe ser “santidad al Señor.” ¿Podéis amar al Señor con todo vuestro corazón, a todo el género hu­mano con toda vuestra alma? ¿Oráis sin cesar? ¿En todo dais gracias? ¿Tenéis a Dios siempre en vuestros pensamientos? ¿Sujetáis todos vuestros afectos, deseos y pensamientos en obediencia a Dios?

3.    Debéis considerar además, que la justicia que la ley exige consiste no solamente en obedecer todos los manda­mientos de Dios, negativos o positivos, interiores y exteriores, sino que este cumplimiento debe ser en grado perfecto. La voz de la ley respecto de todas las cosas es: Servirás al Se­ñor tu Dios con todas tus fuerzas. No disculpa cansancio de ninguna clase; no perdona ningún defecto; condena cualquiera imperfección en la obediencia e inmediatamente pronuncia la maldición sobre el ofensor; su único criterio son las leyes inmutables de la justicia y dice: No sé mostrar misericordia.

4.    ¿Quién pues, podrá comparecer ante tal juez que es severo para mirar a los pecados? Qué débiles son los que pre­tenden presentarse ante el tribunal de la justicia, siendo así que ante el gran Juez “no se justificará ningún viviente,” ninguno de los descendientes de Adán. Porque, suponiendo que podamos ahora guardar todos los mandamientos con to­das nuestras fuerzas, si alguna vez hemos faltado en uno solo, esto bastaría para echar por tierra todas nuestras pretensio­nes a la vida eterna. Si alguna vez hemos ofendido en un solo punto, la justicia concluye; puesto que la ley condena a to­dos los que no practican la obediencia sin interrupción y de una manera perfecta. De modo que, según la terrible senten­cia, no hay para aquel que ha pecado en cualquier grado, “sino una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” de Dios.

5.    Al pretender el hombre obtener la vida eterna por me­dio de su propia justicia—el hombre que fue engendrado en iniquidad y a quien su madre concibió en pecado, que por naturaleza es mundano, sensual y pecaminoso, enteramente corrompido y abominable; en quien, mientras no se halla gracia, “no existe nada bueno;” que no puede pensar nada bueno; que es todo pecado, una completa masa de iniquidad y quien comete el pecado con la misma frecuencia con que respira; cuyas transgresiones de palabra y de obra son ma­yores en número que los cabellos de su cabeza— ¿no comete la mayor de las locuras? ¡Qué torpeza! ¡Qué necedad la de es­te gusano inmundo, culpable y desgraciado, el soñar que pue­da ser aceptado por medio de su propia santidad, que podrá adquirir la vida por “la justicia que es por la ley”!

6.    Al mismo tiempo, las mismas razones que demuestran la torpeza de confiar en “la justicia que es por la ley,” prueban igualmente la sabiduría de someterse a “la justicia de Dios por medio de la fe.” Fácil cosa sería desarrollar este aserto basándolo en las consideraciones anteriores, mas sin tener que hacerlo, vemos claramente que al rechazar la idea de que te­nemos santidad por nosotros mismos, obramos conforme a la verdad y a la naturaleza real de las cosas. No hacemos más que reconocer en nuestro corazón, lo mismo que con nuestros labios, nuestra verdadera condición; confesar que venimos al mundo con una naturaleza corrompida y pecaminosa; más corrompida de lo que se puede concebir o expresar con pala­bras; que estamos propensos a todo lo malo y opuestos a todo lo bueno; que estamos llenos de soberbia, orgullo, pasiones, deseos ilícitos, afecciones desordenadas y viles; que amamos el mundo y los placeres más que a Dios y la virtud; que nues­tras vidas no han sido mejores que nuestros corazones y nues­tras costumbres impías y criminales, de tal manera que nues­tros pecados actuales de palabra y de obra son tan numerosos como las estrellas del cielo; que por todas estas razones desa­gradamos a Aquel cuya pureza no le permite “ver la iniqui­dad,” y que no merecemos sino su indignación e ira—la muer­te que es la paga del pecado; que no podemos con nuestra pro­pia justicia, la que verdaderamente no tenemos, ni con nues­tras obras, que son como el árbol en que crecen, aplacar la ira de Dios o evitar el castigo que tan justamente merecemos; que si quedamos abandonados a nosotros mismos, solamente nos volveremos peores, nos sumergiremos más y más en el pecado con nuestras malas obras y nuestra naturaleza carnal hasta que, habiendo llenado la medida de nuestras iniquida­des, atraigamos sobre nosotros con presteza nuestra comple­ta destrucción. ¿No es éste el verdadero estado en que nos encontramos? El reconocer, pues, todo esto en nuestro cora­zón y con nuestros labios, es decir, el no pretender que tene­mos santidad, “la justicia que es por la ley,” es obrar confor­me a la naturaleza real de las cosas y, por consiguiente, con verdadera sabiduría.

7. Más aún, la sabiduría de someternos a “la justicia que es por la fe” consiste en que esa es la justicia de Dios; quiero decir, es el método de reconciliación con Dios que El mismo ha escogido y establecido, no sólo como el Dios infi­nitamente sabio, sino como el Soberano del cielo y de la tierra y de todas las criaturas que ha creado. ¿Será justo que el hom­bre diga a Dios: “Por qué haces esto?” Sólo un loco, falto de todo juicio, podría argüir con Aquel que gobierna todas las cosas. Por consiguiente, la verdadera sabiduría consiste en someterse a todo lo que El ha decretado y decir respecto a este solemne asunto como en todos los demás. “El Señor es: hágase su voluntad.”

8. También se puede y debe considerar el hecho de que al ofrecer Dios al hombre el medio de reconciliarse, lo hizo movido por su amor, misericordia infinita y gratuitamente, cuando pudo habernos abandonado a nuestra propia suerte, con lo cual nos habría aniquilado para siempre. Por consi­guiente, no cabe duda de que hay sabiduría en aceptar cualquier método que, movido por su tierna misericordia y su infinita bondad, El se digne señalar para que los que se han separado de El y por tanto tiempo han permanecido rebeldes en su contra, puedan aún encontrar el remedio.

9. Un punto más debemos mencionar. Hay sabiduría en tratar de obtener no solamente lo bueno, sino lo mejor, y eso por medio de los mejores medios. Lo mejor que podemos tra­tar de adquirir es la felicidad en Dios. Lo mejor que la cria­tura caída puede tratar de encontrar es recobrar el favor y la semejanza de Dios. Pero el mejor y único medio que el hom­bre tiene en la tierra para volver a obtener el favor de Dios, que es mejor que la vida misma; o la imagen de Dios que es la verdadera vida del alma, es someterse a “la justicia que es por la fe,” creer en el Unigénito Hijo de Dios.

III.  1. Quienquiera que seas, oh alma, ansiosa de sal­varte, de ser perdonada y reconciliarte con Dios, no digas en tu corazón: “Primero debo hacer tal o cual cosa; debo domi­nar el pecado; evitar toda palabra u obra mala y hacer bien a todos los hombres. O primero debo ir a la iglesia y recibir la Santa Cena, oír más sermones y decir más oraciones.” ¡Ay her­mano mío! te has separado por completo del camino; ignoras aún “la justicia de Dios” y estás pretendiendo establecer tu propia justicia como la base de la reconciliación. ¿No sabes que no puedes hacer otra cosa sino pecado hasta que no te re­concilies con Dios? ¿Por qué pues, dices: Primero, debo hacer esto y después creer? Cree primero. Cree en el Señor Jesu­cristo que se ofreció a sí mismo como propiciación por tus pecados. Echa primero este buen cimiento y después todo lo que puedas hacer bien.

2. Ni digas en tu corazón: No puedo ser aceptado por­que no soy suficientemente bueno. ¿Quién es o ha sido algu­na vez suficientemente bueno como para merecer la acepta­ción de Dios? ¿Ha existido alguna vez o existirá antes de la consumación de todas las cosas, un solo descendiente de Adán que sea bastante bueno para merecer dicha aprobación? Con respecto a ti, no eres nada bueno; no existe en ti nada que sea digno de llamarse bueno; ni jamás lo serás hasta que no creas en el Señor Jesús. Por el contrario, serás peor y peor cada día. Mas, ¿hay alguna necesidad de ser peor de lo que eres? ¿No eres suficientemente malo? Ciertamente que lo eres y Dios lo sabe; tú mismo no lo puedes negar. No te demores pues. Todo está listo. Levántate, lávate de tus pecados. La fuente está abierta. Ahora es cuando te debes lavar en la sangre del Cordero hasta que quedes limpio; ahora El te rociará con hiso­po y serás purificado: te lavará y quedarás más blanco que la nieve.

3. No digas: No siento bastante contrición, no siento lo suficiente mis pecados. Lo sé. Ojalá y tuvieras mayor sensi­bilidad y estuvieses mil veces más contrito de lo que estás; pero no por esto te demores. Tal vez Dios te dará esa sensibi­lidad, esa contrición; pero ciertamente no antes, sino después de que creas. No llores mucho sino hasta que ames mucho y sepas que se te ha perdonado. Mientras tanto, mira a Jesús. ¡Mira cuánto te ama! ¿Qué más podía hacer por ti de lo que hizo?

Oh Cordero de Dios ¿Qué pena ha habido Como tu pena? ¿Qué amor ha existido Como tu amor?

Míralo, fija en El tu mirada, hasta que te mire y ablande tu endurecido corazón. Entonces se abrirán las fuentes y tus ojos derramarían lágrimas en abundancia.

4.      No digas: Debo hacer algo más antes de acercarme a Cristo. Si el Señor se tardase en venir, bien harías en es­perar su venida, en esforzarte con el fin de cumplir hasta don­de te alcancen tus fuerzas, con todo lo que te mande; pero no hay la menor necesidad de esperar. ¿Cómo sabes que el Señor tardará en venir? Tal vez aparecerá repentinamente como el alba de la mañana. No te demores. Espéralo de un momento a otro. Ya se acerca. Ya se acerca. Ya está llamando a la puerta.

5.      ¿A qué esperar hasta que sientas más sinceridad en tu corazón para que tus pecados sean borrados? ¿Para que seas más digno de la gracia de Dios? ¿Aún pretendes esta­blecer tu propia justicia? Tendrá misericordia de ti, no por­que lo merezcas, sino porque no le falta compasión; no por­que seas justo, sino porque Jesucristo se sacrificó por tus pe­cados.

Además: Si hay algo de bueno en la sinceridad, ¿por qué pretendes poseerla antes de tener fe, sabiendo que la fe es el manantial de lo que es bueno y santo?

Y sobre todo, ¿hasta cuándo te olvidarás de que todo lo que haces, todo lo que tienes, antes de que tus pecados te sean perdonados, de nada te sirven en la presencia de Dios para obtener tu perdón, sino por el contrario, que debes desechar todas tus obras, despreciarlas y hollarlas bajo tus plantas, para poder obtener la gracia de Dios? Hasta que hagas esto, no podrás suplicar como un simple pecador, culpable, perdido, desgraciado, quien no tiene nada que alegar, nada que ofre­cer a Dios, fuera de los méritos de su muy amado Hijo quien te amó y se dio a sí mismo por ti.

6. En conclusión. Quienquiera que seas, oh hombre, so­bre quien pesa la sentencia de muerte, que sientes en ti mis­mo que mereces la condenación del pecador, no te dice el Señor: “Haz esto;” obedece plena y perfectamente mis man­damientos “y vive;” sino “Cree en el Señor Jesucristo y se­rás salvo.” “Cercana está la palabra, en tu boca y en tu cora­zón. Esta es la palabra de la fe, la cual predicamos.” Ahora pues, en este instante, en tu estado actual, tal como eres, pe­cador, cree el Evangelio; porque será propicio a tus injusti­cias, y de tus pecados, de tus iniquidades, no se acordará más.

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SERMON 6 - John Wesley

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"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry