Charles Elliott Newbold, Jr.
Por causa de la expiación por la sangre de Jesús, somos justificados y redimidos, estamos siendo santificados (separados para Dios del pecado, de Satanás, de la carne y del mundo), y seremos glorificados. Para entender mejor este proceso de salvación, echemos una ojeada breve a nuestra redención y justificación.
Cristo es nuestro Redentor / Justificador
Dios nunca acariciará nuestra carne; El la mata. Nunca cuidará nuestras causas sólo está interesado en la Suya.
Su causa es la redención de la humanidad. No puedes recibir esta redención por ningún otro medio ni puerta que la expiación por la sangre de Jesucristo.
No puedes ser redimido y justificado por las obras de la Ley. La Ley no fue dada para redimir a los hombres del pecado sino para convencerlos. La convicción a solas no puede salvar. Hemos de añadir el arrepentimiento a la convicción. El arrepentimiento significa dar la vuelta, apartarse, un cambio radical, un cambio de forma de pensar. Pero no podemos volvernos del mal sin más. Hemos de volvernos hacia el Redentor.
La Ley nos dice lo que es justo. La Ley es el fundamento de todo juicio justo. La ley tiene que ser satisfecha con justicia, es decir, la Ley tiene que ser obedecida perfectamente. Es imposible lograr esto en la naturaleza maldita y caída de la carne humana. Jesús por otro lado, siendo el perfecto Hijo de Dios, logró el requisito justo de la Ley.
“Al que no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado para que nosotros fuéramos hecho la justicia de Dios en Él.” (2ª Cor. 5:21).
“Cristo nos ha redimido de la maldición de la Ley, habiendo sido hecho maldición por nosotros, como está escrito, ‘Maldito todo aquel que cuelgue de un madero’ ” (Gál. 3:13).
Puede que Dios te dé una obra qué hacer. Pero tus obras jamás te redimirán. Tu redención está en tiempo pasado: cumplida en Cristo Jesús. La Ley ha sido satisfecha por la sangre del Cordero.
La única forma de tomar parte en esta satisfacción, es por la fe en el Redentor—fe de que Él ha salvado, redimido, justificado, sanado, librado; que ÉL está santificando, que Él glorificará. Es la fe en Su obra terminada. Él es el Salvador, el Redentor, el Justificador.
Somos justificados por la fe.
Humildad
Hay una relación humilde que tenemos con nuestro Redentor—porque no podemos salvarnos a nosotros mismos ni en ningún sentido, mejorarnos a nosotros mismos para hacernos más aceptables. Cuanto más aceptables tratemos de hacernos, menos aceptables llegaremos a ser. Cuanto más inaceptables nos damos cuenta de que somos, mejor posicionados estamos para poder ser perdonados y poner nuestra confianza en Aquel que nos redimió. No podemos salvarnos ni a nosotros mismos ni a los demás.
Es por medio de la obediencia y del quebrantamiento que entramos en el Reino de Dios. Jesús se humilló a Sí mismo hasta el punto de que “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo…” (Fil. 2:6-7).
. Más bien, a través de ello, Él muestra el camino hacia Él. Él es el ejemplo. Su humanidad completa fue entregada para que pudiéramos ver a Dios, conocer a Dios y venir a Dios.
Por causa de Jesús, que nos encontró en nuestro nivel, ahora somos capaces de acercarnos a Dios. Por eso hebreos 12:18-24 dice que “no hemos venido al monte que podía ser tocado…” sino “al Monte Sión…” Es decir, no hemos venido a la Ley, sino a la gracia. No hemos venido a la ira, sino a la misericordia.
Por tanto, dejemos de frustrar la gracia de Dios pecando, cuando a través de la sangre de Jesús, hemos sido liberados de la esclavitud al pecado.
Jesús es la puerta de las ovejas. Cualquier hombre que quiera entrar por cualquier otra puerta, es ladrón y salteador.
El Altar del Sacrificio Quemado
El atrio exterior con el altar del sacrificio quemado sobre el que los animales eran matados, apuntaba a este Dios Redentor que vino en semejanza de hombre para derramar Su preciosa sangre como expiación por los pecados del mundo—el Cordero de Dios, sin mancha ni contaminación.
De este Cordero, Juan escribió en Apocalipsis 5.9: “y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación.”
Jesús es el Cordero de Dios, fue la Palabra hecha carne (Juan 1:1,14). La Palabra de Dios es la Ley de Dios. Por medio de Su nacimiento, de Su vida santificada, de Su muerte, sepultura y resurrección, Él, siendo la Ley, cumplió o satisfizo el requisito justo de la Ley.
La fuente de Bronce
Entre el Tabernáculo y el altar de la ofrenda quemada, había una fuente de bronce. Había agua en ella, y los sacerdotes tenían que lavar sus manos y sus pies en ella, antes de entrar al Tabernáculo de reunión o antes de acercarse al altar a ministrar las ofrendas quemadas para el Señor (Éx. 30_17-21).
Creo que este lavamiento predecía al bautismo en agua bajo el nuevo pacto. “Bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo para la remisión (perdón) de los pecados…” (Hechos 2:38). El apóstol Pablo estaba recordando su experiencia de conversión durante su defensa en Jerusalén cuando nombró a Ananías, que habría dicho, “…Levántate y se bautizado y lava tus pecados invocando el nombre del Señor”. (Hechos 22:16).
Habiendo sido salvo, redimido, justificado, y limpiado por la vida sacrificada de Jesús y el derramamiento de Su sangre, hemos nacido de nuevo (Juan 3:3,7), hemos sido hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús (2ª Cor. 5:17) y tenemos ese depósito divino de vida eterna dentro de nosotros (Juan 6:47).
Hemos nacido al Reino de Dios, somos bebés en Cristo, hijos de Dios, herederos y co-herederos con Cristo, viviendo en la casa de Dios—hijos de Dios, hermanos y hermanas en el Señor. El bautismo en agua está asociado esencialmente con el este ministerio del atrio exterior. Hay más sobre el bautismo en el capítulo cinco.
Redención: el comienzo de la Salvación
Que somos redimidos por la sangre del Cordero es el mensaje evangélico de la iglesia al mundo. La Redención es el comienzo de la salvación a la que todos hemos sido llamados.
Jesucristo es nuestro Redentor, nuestro justificador y nuestro salvador, que se convirtió en la propiciación (apaciguamiento, conciliación) por nuestros pecados—nuestro sustituto en la cruz.
Creemos en Él. Ponemos nuestra confianza en Él. Permanecemos en Él como Él permanece en nosotros y por Él, tenemos vida eterna con el Padre. Nada puede ser quitado de esta realidad. Este es el comienzo de nuestra salvación.
Pero hay un perfeccionamiento de los santos que Dios quiere producir en Su pueblo; un avance de fe en fe, de gloria en gloria, un crecimiento en Él. La Biblia nos ve a los que creemos como el edificio de Dios. Esta analogía nos ayuda a comprender como la redención es el comienzo de Su proceso de Salvación.
Pero Dios tiene un plan para edificar Su casa. Dios el Padre es el Gran Arquitecto de SU edificio. Sólo Él tiene las claves. “Si Jehová no edifica la casa, en vano trabajan los edificadores…” (Salmos 127:1)
Somos la casa de Dios, el edificio de Dios (1ª Cor. 3:9), piedras vivas (1ª Ped. 2:5), edificándose en amor (Efe. 4:16).
También somos co-edificadores con el Espíritu Santo de Dios, que es el constructor y el administrador de proyecto de construcción de Dios.
Jesús es el patrón, de modo que cuando la casa esté terminada, todos nos parezcamos a Él (Efe. 4:13).
El objetivo final de la redención es que Cristo sea formado en nosotros (Gál. 4:19)
El ministerio de los dones equipadores de los apóstoles, los profetas, evangelistas, pastores y maestros, son dados para perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo (Efe. 4:11-12). Los dones del Espíritu (1ª Cor. 12) son dados como herramientas para el servicio en este proceso de edificación y perfeccionamiento.
Estas herramientas pasarán, No son fines en sí mismas, sino instrumentos en las manos de Dios para completar Sus propósitos divinos con toda la humanidad. Una vez que esta casa esté construida, las herramientas pasarán. Lo perfecto habrá llegado (1ª Cor.13:10). Lo perfecto es ese “hombre perfecto (constituido de muchos miembros), conforme (hecho según el patrón) a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efe. 4:13).
“Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviéramos en ellas.” (Efe. 2:10)
Del mismo modo que Jesús fue el patrón para nosotros, una vez que participamos de Su naturaleza divina, hemos de asumir Su naturaleza divina para que podamos ser epístolas vivas: “Nuestras cartas sois vosotros, escritas en nuestros corazones, conocidas y leídas por todos los hombres; siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra,(1) sino en tablas de carne del corazón.” (2ª Cor. 3:2-3).
Las obras mayores de Dios
Nosotros somos Su cuerpo—Sus pies, Sus manos, Su boca, Su corazón, Su mente—en el mundo hoy día. Hemos de movernos como Él se movió en la tierra, nosotros no solo tenemos el llamado de Su ministerio terrenal, sino que igualmente tenemos el poder de Su dominio—es decir el don del Espíritu. Como Él dijo, “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.” (Juan 16:7).
Sabiendo esto de antemano, Él declaró “el que cree en mí, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores que éstas hará, porque yo voy al Padre.” (Juan 14:12).
Nosotros somos las obras mayores de Dios—no simplemente en lo que hacemos—porque parece poco probable que podamos hacer algo mayor que Él mismo. Pero las obras mayores que hacemos son ciertamente las obras mayores que ÉL ha hecho, está haciendo y hará en nosotros en Su obra de la redención, santificación y glorificación.
Nosotros somos “para la alabanza de Su gloria” (Efe. 1:6,12,14), no por nuestras obras, sino por Sus obras en nosotros.
Por tanto, las vidas que ahora vivimos como crucificados, las vivimos “por la fe del Hijo de Dios, que (nos) me amó y se entregó a sí mismo por mi (nosotros)” (Gál. 2:20).
Por tanto, si esperamos formar parte de esta compañía de crucificados, Él nos suplica por Sus misericordias, a presentar nuestros cuerpos como sacrificios vivos, santos y aceptables a Dios que es nuestro culto racional. (Rom. 12:19:
Nosotros somos Él en el mundo—embajadores ( 2ª Cor. 5:20). Nuestras mismas vidas han de reflejar el poder de Su Señorío para convencer a otros de pecado y llamarles al arrepentimiento, para que ellos también puedan entrar en el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6)—a Jesucristo como Señor.
“Los Crucificados” – Charles Elliott Newbold, Jr.
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