Charles Elliott Newbold, Jr.
En 1ª Cor. 2:1-2 el apóstol Pablo explica que él no había venido a ellos con un discurso ni sabiduría superior; es decir, con grandes disertaciones filosóficas, tratados teológicos o jerga religiosa. Se había propuesto no conocer nada aún en medio de ellos, a excepción de a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado. Porque en esa persona, en Jesús, y en Su muerte sobre la cruz romana, no sólo se hallaban escondidos todos los propósitos de Dios, sino el cumplimiento de esos propósitos. ¿Qué otra cosa habría de conocer?
Muchos Hijos a la Gloria
No sólo fueron cumplidos los propósitos eternos de Dios en Jesucristo crucificado, sino que Jesús puso en marcha un programa de adopción por el que Dios el Padre daría a luz para Sí mismo, muchos hijos a la gloria, del mismo modo que Jesús, era el Hijo de la gloria. Lo que se cumpliera en Jesús, estaba predeterminado a ser cumplido en los muchos hijos igualmente.
Jesús mismo fue justificado por la misma vida que vivió, y por tanto, se convirtió en el justificador de todos los que creen en Él. Por la fe en Él, que es quien justifica, el creyente se vuelve como Él—justificado.
Asimismo, Él era la justicia de Dios. En Él somos hechos la justicia de Dios. “A quién no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado para que nosotros fuéramos hechos la justicia de Dios en Él.” (2ª Cor. 5:21). “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados.” (1ª Ped. 2:24).
Todo lo que Él era y es, Él lo es para nosotros. Él es nuestro redentor y nuestra redención. Él es nuestro justificador y nuestra justificación. Él es nuestro salvador y nuestra salvación. Él es nuestro santificador y nuestra santificación. Él es nuestro glorificador y nuestra glorificación.
La revelación de quién es Jesús nos viene en demostración del Espíritu y de poder (1ª Cor. 2:4). Porque “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu porque el Espíritu todo lo escudriña; aún lo profundo de Dios.” (v. 10). Por eso hemos recibido el Espíritu—porque tenemos que ir a Pentecostés hasta el Lugar Santo—para que podamos conocer por el Espíritu las cosas que Dios nos ha dado gratuitamente (v.12).
¿Qué es lo que Dios nos ha dado gratuitamente? Su justificación, Su santificación, Su glorificación, es decir, Su salvación. ¿Cómo hizo todo eso? Entregándose a Sí mismo a nosotros en forma de carne humana, hecho semejante a un hombre pero sin pecado. Nos dio a Jesucristo crucificado. Y cuando Le recibimos por la fe, llegamos a ser lo que Él es.
Ahora bien, eso es algo poderoso—la clase de cosa que solo puede ser revelada en el poder del Espíritu. No es sabiduría de esta era ni perteneciente a los gobernadores de esta era; es decir, de recursos temporales o naturales. Es esa sabiduría que procede de Dios al tener la mente de Cristo. “Porque, ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Más nosotros tenemos la mente de Cristo (v.16).
¿Cómo vas a instruir a Dios? ¿Con qué podrías tú instruir a Dios, tú que eres una mera criatura de Dios? Si nosotros tenemos la mente de Cristo, tenemos esa sabiduría que no es de este mundo. Tenemos una sabiduría piadosa. Sabemos quién es Dios y lo que Dios quiere. Le instruimos conforme a Su Palabra y a Su voluntad.
¿Cuál es la oración modelo que Jesús enseñó a Sus discípulos? Le enseñó a orar “Padre Nuestro…” Desde este inicio se les enseñó a acercarse al trono de Dios valientemente para hacer sus peticiones. La misma petición de ellos era cumplir la Palabra de Dios, Su voluntad y Sus propósitos eternos. Y sin embargo habían de instruirle por medio de la oración de ellos al contestar esa oración—exactamente lo que Dios quiere hacer.
Estoy descubriendo que obtenemos lo mejor y lo máximo de Dios cuando demandamos de Él que nos de una impartición de Él mismo a nosotros. Dios quiere desesperadamente impartir todo lo que fue dado por Jesús en la cruz. Pero nunca se impondrá a Sí mismo sobre nosotros. Siempre se coloca a Sí mismo dónde nosotros podamos buscarle. Siempre está cerca, siempre accesible, siempre presente, jamás permitiendo que suframos Su falta más allá de nuestra capacidad (1ª Cor. 10:13); aunque Él no es de poco valor.
No puede ser comprado, pero no es nada de poco valor. A Jesús le costó todo lo que voluntariamente puso por nuestra causa. “Haya pues, en vosotros, este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y estando en la condición de hombre, se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz.” (Fil. 2:5-8).
El abandono del Yo
Para que Sus creyentes lo consigan, aunque Él es dado gratuitamente, deben abandonarse completamente, como hizo Él, a la búsqueda de Dios. Hemos predicado un evangelio crédulo y barato que ha engañado a las multitudes. Sólo por la gracia y la misericordia de Dios, entrarán en Su gloria.
Pero “este evangelio del Reino” que nos llama a la participación de Su muerte (Rom. 6:3-11) y a la participación de Sus padecimientos (Fil.3:10) está siendo restaurado por el Espíritu de Dios hoy día, a aquellos que tienen oídos para oír y ojos para ver.
La ironía del evangelio es ésta: que la única forma de entrar en las cosas de Dios—es decir, en Dios—es por medio del sacrificio voluntario de la propia vida, siguiendo a Jesús en Su bautismo. Él fue bautizado en agua, que fue la señal del comienzo de Su ministerio que apuntaba al bautismo espiritual de Su muerte y sepultura.
“¿Podéis ser bautizados con el bautismo con el que Yo soy bautizado…?” pregunto Él patéticamente a Sus discípulos. Ellos contestaron, “Podemos”. En ese momento les prometió su bautismo de padecimientos diciendo, “en verdad beberéis de Mi copa y seréis bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado.” (Mat. 20:22-23).
Jesús regresó a la gloria por medio del sendero de la muerte, la resurrección y la ascensión. Tenía que ir a la cruz y pasar a través de la cruz. Los que desean ir con Él a la gloria, y participar de Su gloria, deben tomar su cruz diariamente y seguirle (Lucas 9:23). Este es el abandono del yo.
Siendo hechos semejantes a Jesús
“Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria, 8 la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria” (1ª Cor. 2:7-8).
Hay una gloria predestinada esperando a los hijos de Dios que es semejante a la gloria del Hijo de Dios. Si los gobernantes de esta era hubieran podido entender este misterio, esta ironía de la cruz, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria.
Ahora bien, generalmente se piensa de los gobernantes de esta era como fuerzas demoníacas (Ef. 6:12). Satanás mismo es descrito como el príncipe de la potestad del aire (Efe. 2:2). Jesús destruyó todas las obras del diablo (1ª Juan 3:8).
Así, es lógico que lo que Pablo quiere decir en 1ª Corintios 2:8 es que Satanás nunca habría provocado la muerte de Jesús si hubiera sabido que Su muerte significaría Su glorificación. Satanás operó a través de hombres ambiciosos y hambrientos de poder para que crucificaran al Señor de la gloria, pero en el proceso destruyó sus propias obras—otra ironía del evangelio.
“Pero como está escrito”, Pablo cita de Isaías 64:4, estaban sucediendo cosas “que ojo no ha visto ni oído ha oído, ni han entrado en corazón de hombre, son las cosas que Dios ha preparado para los que Le aman” (1ª Cor. 2:9).
Este versículo ha sido desparramado como perlas arrojadas a los cerdos por aquellos que lo usan para reclamar posesiones materiales para ellos mismos. “Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Marcos 8:36).
Déjame que te pregunte, y ¡Ten cuidado! Tu respuesta te delatará. Si pudieras hacer que este versículo significara para ti que podrías ganar el mundo o que podrías conseguir todo lo que Cristo es, ¿Qué escogerías? ¿Le escogerías a Él al costo de tu propio yo, de tu propia vida, de toda ganancia material? Después de todo, ¿Cuál fue el problema con el joven rico que quería la vida eterna? (Luc. 18:18). La Escritura dice que se fue triste porque tenía muchas riquezas.
¿Puede un hombre rico llegar al cielo? ¡Ciertamente! Siempre que sus riquezas no sean su dios; siempre que no ponga su confianza en ellas, en la medida en que le gobiernen; siempre que pudiera abandonarlas por causa del evangelio.
¡Hay tantísimo en todo esto, muchísimo más que cualquier cosa que pudiera ofrecernos este viejo mundo a lo largo de mil vidas: ser hechos semejantes a Él! Ser revelado delante del mundo entero como un hijo glorificado de Dios. No que busquemos la gloria para el yo, sino para la gloria de Dios, para que en verdad podamos ser para la alabanza de Su gloria (Efe. 1:6,12).
Ahora bien, finalmente llegamos a esto: ¿Qué es lo que Dios ha preparado a los que Le aman? ¿Cuerpos sanos? ¿Cadillacs? ¡Venga ya! Mírale más de cerca. ¿Qué es lo que Dios quiere? Lee de nuevo 1ª Cor. 2:7, “Mas hablamos sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria”.
Lo que Dios quiere en nosotros es lo mismo que tenía en Jesús. Jesús era el patrón, la pista, el templo, la cabeza del cuerpo. Síguele a través de Su vida, muerte, sepultura, resurrección y ascensión.
Estamos siendo hechos manifiestos (sacados a luz, hechos visibles, revelados) como hijos del mismo modo que Él era el Hijo. Ahora bien, nosotros no somos dioses. No te vayas en esa dirección. No te vuelvas arrogante. Recuerda, el único modo de que alguien entre al Reino de Dios es de rodillas.
La falsificación del diablo de esta manifestación de los hijos en los últimos tiempos se encuentra en el movimiento de la Nueva Era por medio del cual, los hombres arrogantes piensan que son dioses al pensar que pueden perfeccionarse a sí mismos y a su mundo, entrando en armonía unos con otros y con la creación por medio de la meditación y de otras prácticas ocultas demoníacas.
¿Cómo pueden los seres creados esperar estar en armonía con cualquier cosa sin el Creador? Es necedad que lleva a los abismos del infierno.
Pero donde hay una falsificación, debe haber una realidad. Hay una gloria que espera a los verdaderos hijos de Dios.
Llegando a ser lo que fue Jesús
La gloria de los hijos es que toman la naturaleza del hijo. Esto es radical y difícil de decir, pero así se traduce:
Al ser Él la justicia de Dios, en Él nos hacemos la justicia de Dios. Siendo Él perfecto y sin pecado, nosotros nos volvemos perfectos y sin pecado en esta vida. “Sed perfectos, como vuestro Padre en los cielos es perfecto.” (Mat. 5:48). ¿Pediría Dios de nosotros algo imposible? Con los hombres, es imposible, en la carne es imposible, pero con Dios, todas las cosas son posibles. (Mat. 19:26; Marcos 10:27; Lucas 18:27).
Jesús fue justificado delante de Dios, por ello se convirtió en nuestra justificación, y así, en nuestro justificador, y así, somos justificados como lo fue Él.
Jesús fue santificado ante Dios, y así, se convirtió en nuestra santificación, y así en nuestro santificador, por lo que somos santificados como lo fue Él. (Somos santificados por la sangre [Heb. 13:12], la Palabra [Juan 17:7] y el Espíritu [1ª Cor. 6:11]).
Jesús fue glorificado (Juan 13:31; Hechos 3:13) ante Dios, por lo que se convirtió en nuestra glorificación, y así en nuestro glorificador (Rom. 8:30), por lo que nosotros somos glorificados (Rom. 8:17), como lo fue Él.
La fuerza de lo que intento decir está en la frase, “así como Él es”. La Escritura me lo confirma. Juan, escribiendo sobre Él en el contexto del amor, dijo, “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.” (1ª Juan 3:2).
Jesús se está manifestando a Sí mismo, es decir, estar revelándose—más y más incluso antes de que venga en toda Su gloria. Aquellos a quienes Él Se revele, están ellos mismos siendo transformados conforme a Su naturaleza.
Cuando Moisés bajó de la montaña después de haber estado en la presencia de Dios durante cuarenta días, no sólo resplandecía la gloria de su rostro, sino que tenía la palabra de Dios en su interior. Tenía esa Ley interna. Conocía el corazón de Dios y sentía lo que Dios sentía. Por eso arrojó las tablas de piedra al ver a la Israel ramera bailando orgías alrededor de su becerro de oro.
Cuánto más estés en la presencia de Dios, más te volverás como Él es.
Tú eres transformado en aquello con lo que tienes comunión—bien sea el pecado y el mundo, o en la justicia y las cosas celestiales. “Las malas compañías corrompen las buenas costumbres” (1ª Cor. 15:33).
Convertirse en la Palabra
En el pasado hemos intentado conseguir las cosas de Dios apropiándonos de la palabra de Dios. Hemos tratado de ser sanados, librados y bendecidos confesando la palabra. Hemos hablado de bajar la palabra a lo más profundo de nuestros espíritus.
La realidad de todo ello es que nada puede ser conseguido intentando apropiarse de la palabra. Tenemos que convertirnos en la Palabra. Jesús era la Palabra hecha carne. Al estar en Él y Él en nosotros, nosotros también nos hacemos como Él, la Palabra de Dios. De igual modo que Él era la Palabra hecha carne, nosotros que somos carne estamos siendo hechos la palabra.
De igual modo que Él es amor, nosotros somos amor; de igual modo que Él es paz, nosotros somos paz; de igual modo que Él es gozo, nosotros somos gozo. Cómo Él es paciencia, bondad, mansedumbre, etc., así también nosotros.
De igual modo que Él es Espíritu, así también somos nosotros del Espíritu. Los dones del Espíritu simplemente son la impartición del Espíritu mismo. Cuando operamos en la palabra de ciencia, esto no es algo que nosotros tengamos, sino la persona del Espíritu que procede de estar en relación con Él.
No es que simplemente tenemos un don del Espíritu, recibimos el Espíritu y así, nos hacemos uno con Él. O somos uno con Él o no somos uno con Él. La Biblia dice que somos uno. Es como mezclar agua con agua. Cuando Su Espíritu hace que nuestros espíritus nazcan de nuevo conforme a Su misma naturaleza, tenemos Espíritu mezclado con Espíritu, no nuestro espíritu sino el Suyo.
Al convertirse en el instrumento de Dios mismo
Jesús dijo: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queráis, y os será hecho.” (Juan 15:7). Si pides algo para el yo, sólo estás demostrando que no estás en realidad permaneciendo en la palabra. Si permaneces en Él y Su palabra permanece en ti, no sólo quieres lo que Él quiere, sino que te conviertes en el medio por el que Él lo consigue.
Dios quería al pueblo sano. Envió a Jesús a sanar. Jesús jamás oró para que nadie fuera sano. Los sanó. Y después los comisionó para ir y hacer lo mismo—poner las manos sobre los enfermos y sanarlos.
Dios no quería un pueblo poseído ni oprimido por demonios, y así envió a Jesús, el libertador, para liberar a los cautivos. Jesús no oró por ellos para liberarlos. Expulsó a los demonios. Después dio a Sus discípulos autoridad para hollar serpientes y escorpiones y sobre toda fuerza del enemigo, con la garantía de que nada de ninguna manera les haría daño. (Lucas 10:19).
Dios no quería que nadie se perdiera, por lo que envió a Su unigénito Hijo para que todo aquel que creyera en Él, no se perdiera sino que tuviera vida eterna (Juan 3:16). Jesús no ora por la salvación de la gente. Derramó Su sangre y por medio de ello, los perdonó de sus pecados y los salvó.
Después comisionó a Sus discípulos a que fueran, enseñaran, bautizaran (Mat. 28:18-20). Ciertamente hemos de orar por la salvación de las personas. Pero con frecuencia, es lo más lejos que vamos. Incluso hemos recibido autoridad para perdonar pecados. “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Juan 20:23).
Esta autoridad para perdonar pecados ofende a nuestras mentes, pero considera la fuerza de la declaración que le precede en el versículo 21 “Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Juan 20:21). EL Padre envió a Jesús, portando la misma vida de la que Él, el Padre era. En el poder y en la autoridad de esa vida, Jesús no sólo operó en nombre de Dios, sino que fue Dios. Era la vida de Dios. A lo largo de su evangelio, Juan late con la idea de que cualquiera que crea en Jesús, tiene esta vida en su interior también. ¡Piensa en eso!
Ni somos ni jamás podremos ser el Salvador. Sólo Jesús es el Salvador. Lo mejor es que dejemos de intentar salvar a la gente en nuestras propias fuerzas. Nadie puede ser salvo por el derramamiento de nuestra sangre como nadie puede ser salvo por la sangre de cabras, de ovejas o toros (Heb. 10:4). Sólo Jesús es el Salvador. Somos expiados sólo por Su sangre preciosa, justa, santa e incorruptible. Gloria a Su santo nombre.
No obstante, nosotros somos Sus testigos. El mensaje del evangelismo hoy día es que la salvación de las almas no puede conseguirse ni jamás se conseguirá por medio de programas, tratados impresos, campañas, etc. sino en manos de los que se atrevan a convertirse como Él: epístolas vivas—Su vida suelta en el mundo.
Al vivir y moverse Él en nosotros, moldeándonos conforme a Su naturaleza, llenándonos con Su Espíritu y derramándonos con Su vida, entonces y solo entonces el mundo verá, llegará a conocer y será ganado para el Rey de reyes y Señor de señores.
“Como Él es, así somos nosotros en este mundo” (1ª Juan 4:17).
¿Qué cosas no ha visto ojo, ni ha oído oído, ni han entrado en corazón de hombre? La revelación del Jesús glorificado y la revelación de Sus crucificados—que portan Su imagen a la gloria.
“Los Crucificados” – Charles Elliott Newbold, Jr.
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