John Wesley
No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas: no he
venido para abrogar, sino a cumplir. Porque de cierto os digo, que hasta que
perezca el cielo y la tierra, ni una jota ni un tilde perecerá de la ley, hasta
que todas las cosas sean hechas. De manera que cualquiera que infringiere uno
de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñare a los hombres, muy pequeño
será llamado en el reino de los cielos: mas cualquiera que hiciere y enseñare,
éste será llamado grande en el reino de los cielos. Porque os digo, que si
vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y de los Fariseos no
entraréis en el reino de los cielos (Mateo 5: 17-20).
1. Entre la multitud de reproches que se
infirieron a Aquel que fue “despreciado y desechado entre los hombres,” no pudo
faltar el de que era un maestro de novedades, el introductor de una nueva
religión. Esto pudo afirmarse con tanta más apariencia de verdad, cuanto
que muchas de las expresiones que usara no eran comunes entre los judíos,
puesto que o no las usaban nunca, o si las usaban, no era con tanta fuerza o
plenitud de sentido. Añádase a esto el hecho de que el adorar a Dios “en
espíritu y en verdad,” debe parecer siempre una nueva religión a los que no
conocen otra adoración sino la exterior, sólo “la apariencia de piedad.”
2. Nada improbable es que algunos hayan tenido
esperanzas de que así fuese—de que estaba aboliendo la religión antigua para
introducir otra nueva, una que se alegrarían de que fuese una vía más fácil
para entrar al cielo. Pero nuestro Señor refuta con estas palabras tanto las
esperanzas vanas de los unos, como las calumnias infundadas de los otros.
Las consideraré en el
orden en que se encuentran, tomando un versículo por tema de cada una de las
divisiones de mi discurso.
I. 1. “No penséis que he venido para abrogar la
ley o los profetas: no he venido para abrogar, sino a cumplir.”
Nuestro Señor, a la verdad, vino a destruir, a disolver y a abolir para
siempre el ritual o la ley de las ceremonias, que contenía todos los preceptos
y ordenanzas relativos a los antiguos sacrificios o al servicio del templo.
Todos los apóstoles dan testimonio de esto; no sólo Bernabé y Pablo—quienes resistieron
decididamente a los que enseñaban a los cristianos “que es menester que guarden
la ley de Moisés” (Hechos 15:5); no sólo Pedro, quien calificó la insistencia
tesonera en la observancia de la ley ritual, como “tentar a Dios,” y poner
yugo sobre la cerviz de los discípulos, que “ni nuestros padres ni nosotros,”
dijo, “hemos podido llevar”—sino que todos los apóstoles, ancianos y hermanos,
estando reunidos de común acuerdo declararon que el mandarles guardar esta ley
era tanto como trastornar sus almas, que había parecido bien al Espíritu Santo
y a ellos no imponerles semejante carga. Nuestro Señor quitó esta cédula de los
ritos; la quitó de en medio y la enclavó en la cruz.
2. Pero el Señor no quitó la ley moral contenida en
los diez mandamientos en la cual insistieron los profetas, puesto que el
objeto de su venida no fue el de revocar ninguna de sus partes. Esta es una ley
que no se puede abrogar nunca, que está firme como el testigo fiel en el
cielo. La ley moral descansa sobre una base muy diferente del cimiento de la
ley ritual que se designó temporalmente como rémora para un pueblo desobediente
y de cerviz dura, mientras que la primera existe desde el principio del mundo,
estando escrita “no en tablas de piedra,” sino en los corazones de todos los
hijos de los hombres desde que salieron de las manos del Creador.
Si bien las letras que Dios escribió con su dedo están en gran parte
desfiguradas por el pecado, sin embargo, no se podrán borrar por completo,
mientras que tengamos alguna conciencia del bien y del mal. Todas y cada una de
las partes de esta ley deben permanecer vigentes en todas las épocas del género
humano, puesto que no dependen del tiempo o del lugar, o de cualquiera
circunstancia que pueda cambiar, sino de la naturaleza divina y humana, y de
las relaciones que existen entre Dios y los hombres.
3. “No he venido para abrogar, sino a cumplir.” Algunos han
creído que nuestro Señor quiso decir: He venido a cumplir esto, por medio de mi
completa y perfecta obediencia. Y no cabe duda de que, en este sentido, cumplió
con la ley en todas y cada una de sus partes. Pero esto no es a lo que aquí se
refiere, pues sería un asunto extraño al presente discurso.
Indudablemente que lo que en este lugar quiso decir, en conformidad con
todo lo que va antes y sigue después, es esto: He venido a establecer la ley en
toda su plenitud y a pesar de todas las interpretaciones de los hombres; he
venido a sacar a la plena y clara luz todo lo que haya en ella de incierto y
oscuro; he venido a declarar cuál sea el significado completo y verdadero de
todas sus partes; a mostrar su longitud y latitud, toda la extensión de cada
uno de los mandamientos en ella contenidos, y la altura y la profundidad de la
inconcebible pureza y espiritualidad de esa ley en todas sus partes.
4. Nuestro Señor ha hecho esto abundantemente en las
partes que preceden del discurso que estamos considerando y en las que se
siguen, en las que no introduce en el mundo ninguna religión nueva, sino la
misma que ha existido desde el principio—una religión cuya sustancia es,
indudablemente tan antigua como la misma creación siendo coetánea con el
hombre y habiendo procedido de Dios al mismo tiempo que “el hombre fue hecho
ánima viviente” (y digo sustancia porque algunos de sus detalles se refieren
ahora al hombre como a una criatura caída); una religión de la cual han
testificado en todas las generaciones siguientes, tanto la ley como los profetas.
Y sin embargo, nunca se explicó tan claramente ni se entendió tan por completo,
hasta que a su gran Autor en persona plugo dar al género humano esta
aplicación auténtica de todas sus partes esenciales, declarando al mismo tiempo
que nunca cambiaría, sino que permanecería vigente hasta el fin del mundo.
II. 1. “Porque de cierto os digo”—introducción solemne
que denota tanto la importancia como la certeza de lo que se dice—”que hasta
que perezca el cielo y la tierra, ni una jota, ni un tilde perecerá de la ley,
hasta que todas las cosas sean hechas.”
“Una jota.”—Literalmente
una i, la vocal más insignificante. “Un tilde”—un ángulo o punto de una
consonante. Es una expresión proverbial que significa que ningún mandamiento
contenido en la ley moral, ni la mínima parte en cualquiera de ellos, por muy
insignificante que al parecer fuere, debe anularse jamás.
“Perecerá de la ley.” La doble negativa en el griego original fortifica
el sentido de tal manera que no deja el menor lugar a la contradicción, y como
se observará, la palabra “perecerá” no es solamente futuro, declarando que no
perecerá, sino que tiene a la vez la fuerza del imperativo, mandando lo que
debe ser. Es una palabra llena de autoridad que expresa el poder y la voluntad
soberana de aquel que habla;—de aquel cuya palabra es la ley del cielo y de la
tierra, y que permanece por los siglos de los siglos.
“Hasta que perezca el cielo y la tierra, ni una jota ni un tilde
perecerá de la ley;” o como dice la cláusula que sigue: hasta que todas las
cosas sean hechas—hasta la consumación de todas las cosas. Por consiguiente,
no cabe aquí esa pobre evasiva (con la que algunos se han deleitado
grandemente), de que “ninguna parte de la ley había de perecer, hasta que toda
la ley se cumpliese. Mas se ha cumplido por Cristo, y por lo tanto, ahora debe
pasar para que se establezca el Evangelio.” De ninguna manera: las palabras
todas las cosas, no se refieren a la ley, sirio a las cosas del universo, como
tampoco se refiere la expresión “sean hechas” a la ley, sino a todas las cosas
en el cielo y en la tierra.
2. De todo esto podemos aprender que no existe ninguna
contradicción entre la ley y el Evangelio; que no es necesario que perezca la
ley para que se establezca el Evangelio. A la verdad, ni la primera suple al
segundo, ni viceversa, sino que están unidos en perfecta armonía. Más aún, las
mismas palabras consideradas bajo distintos aspectos, son parte tanto de la
ley como del Evangelio—si se les considera como mandamiento, son parte de la
ley; mas si como promesas, del Evangelio. Así, por ejemplo, “Amarás al Señor tu
Dios, de todo tu corazón,” considerado como un mandamiento, forma parte de la
ley; considerado como una promesa, es una parte esencial del Evangelio, no
siendo éste sino los mandamientos de la ley propuestos como promesas. En su
consecuencia, la pobreza de espíritu, la pureza del corazón, y todo lo demás
que la ley santa de Dios manda, vistas bajo la luz del Evangelio, no son sino
otras tantas grandes y preciosas promesas.
3. Por consiguiente, existe entre la ley y el Evangelio la
relación más íntima que pueda concebirse. Por una parte la ley prepara el
camino constantemente, por decirlo así, y nos dirige hacia el Evangelio; por
otra, el Evangelio nos guía continuamente al cumplimiento más exacto de la ley.
Por ejemplo, la ley nos manda amar a Dios y a nuestros prójimos; que seamos
mansos, humildes y santos. Sentimos nuestra insuficiencia para hacer estas
cosas; más aún, que para con los hombres esto es imposible. Pero escuchamos la
promesa de Dios de darnos ese amor, de hacernos humildes, mansos y puros.
Entonces nos acogemos a su evangelio—las buenas nuevas—se nos concede según
nuestra fe, y la justicia de la ley se cumple en nosotros por medio de la fe
que es en Cristo Jesús.
Podemos observar, además, que todos los mandamientos en la Sagrada Escritura
son otras tantas promesas. Porque con esta declaración: “Este es el pacto que
haré después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en sus entrañas y
escribiréla en sus corazones,” Dios se comprometió a dar todo lo que ordena.
¿No manda que oremos sin cesar, que estemos siempre gozosos, que seamos santos
como El también es santo? Basta. El obrará en nosotros todo esto. Nos acontecerá
según su palabra.
4. Pero si esto es así, no hay que vacilar en lo que
debemos pensar de aquellos que, en todas las épocas de la iglesia, se han
propuesto cambiar o suplementar algunos de los mandamientos de Dios bajo la
pretensión de que eran guiados por la dirección especial del Espíritu Santo.
Cristo nos ha dado en este pasaje una regla infalible para juzgar todas estas
pretensiones. Si escuchamos a Dios, veremos que su designio ha sido la última
de todas sus dispensaciones, el cristianismo, el cual incluye toda la ley moral
de Dios, tanto por medio de preceptos como de promesas. Después de esta
dispensación ya no habrá otra. Esta debe durar hasta la consumación de todas
las cosas. En consecuencia, todas estas nuevas revelaciones proceden de
Satanás y no de Dios, y naturalmente, todas las pretensiones respecto de una
dispensación más perfecta caen por tierra. “El cielo y la tierra pasarán,” mas
estas palabras “no pasarán.”
III. 1. “De manera que cualquiera que infringiere uno de
estos mandamientos muy pequeños, y así enseñare a los hombres, muy pequeño será
llamado en el reino de los cielos: mas cualquiera que hiciere y enseñare, éste
será llamado grande en el reino de los cielos.”
¿Quiénes son aquellos que hacen de la predicación de la ley un motivo de
reproche? ¿No ven sobre quién debe caer ese reproche y sobre qué cabeza ha de
caer por último? Quienquiera que con este motivo nos desprecie, desprecia al
que nos envió. Porque ¿quién ha predicado la ley como El la predicó, aun
cuando no vino a condenar al mundo, sino a salvarlo; cuando vino expresamente
a “sacar a la luz la vida y la inmortalidad por el Evangelio”? ¿Quién podrá
predicar la ley más terminante y rigurosamente de lo que Cristo lo hizo en
estas palabras? ¿Y quién podrá corregirlas? ¿Quién podrá enseñar al Hijo de
Dios a predicar? ¿Quién podrá enseñarle un modo mejor de anunciar el mensaje
que ha recibido del Padre?
2. “Cualquiera que infringiere uno de estos mandamientos
muy pequeños,” o uno de los menores de estos mandamientos. “Estos
mandamientos,” haremos observar, es una expresión que nuestro Señor usa como
equivalente de la ley, o la ley y los profetas—que es lo mismo, puesto que nada
añadieron los profetas a la ley, sino que sólo la declararon, explicaron o
aplicaron según los movió el Espíritu Santo.
“Cualquiera que infringiere uno de estos mandamientos,”—especialmente si
se hace voluntaria y presuntuosamente— sólo uno—”porque cualquiera que hubiere
guardado toda la ley y,” de esta manera, “ofendiere en un punto, es hecho culpado
de todos”—tiene la ira de Dios sobre sí tan de seguro como si los hubiese
quebrantado todos. De manera que no se hace excepción de alguna mala
inclinación preferida; no se reserva lugar para ningún ídolo. Aunque se eviten
todos los demás pecados, no hay disculpa para consentir uno solo por querido
que sea. Lo que Dios requiere es completa obediencia—que cuidemos de obedecer
todos sus mandamientos—de otra manera perdemos no sólo los esfuerzos que
hacemos por guardar algunos de ellos, sino también nuestras almas, y eso para
siempre.
“Muy pequeños”—o uno
de los más pequeños de estos mandamientos. Aquí se echa por tierra otra
disculpa por medio de la cual muchos que no pueden engañar a Dios, engañan sus
almas miserablemente. “Este pecado”—dice el pecador—”es pequeño: el Señor me
lo perdonará. Ciertamente que no será escrupuloso en esto, puesto que no ofendo
en otras partes más importantes de la ley.” ¡Vana esperanza! Hablando en el
lenguaje de los hombres, podemos llamar grandes unos mandamientos y pequeños
otros. Pero en realidad de verdad no existe semejante diferencia. Hablando
rigurosamente, no hay pecados pequeños. Todo pecado es una trasgresión de la
ley perfecta y santa, y una afrenta a la gran Majestad del cielo.
3. “Y así enseñare a los hombres.” En cierto sentido, puede
decirse que cualquiera que infringe abiertamente los mandamientos, enseña a
otros a hacer lo mismo. Porque el ejemplo muchas veces habla más elocuentemente
que los preceptos. Así es muy claro que los borrachos consuetudinarios enseñan
la borrachera; los que quebrantan el domingo constantemente enseñan a sus
prójimos a profanar el día del Señor. Pero esto no es todo; los que por hábito
infringen la ley, rara vez se contentan con esto, por lo general enseñan a
otros hombres de palabra y por ejemplo a hacer lo mismo—especialmente cuando
endurecen su cerviz y odian la reprensión.
Semejantes pecadores comienzan por ser abogados del pecado; defienden
aquello que han decidido no abandonar. Disculpan el pecado que no quieren dejar
y de esta manera enseñan directamente todos los pecados que cometen.
“Muy pequeño será llamado en el reino de los cielos”—es decir, no tendrá
parte en él. Es un extraño al reino de los cielos que está en la tierra; no
tiene parte en la herencia; no participa de “justicia, paz y gozo por el
Espíritu Santo,” y por consiguiente, no podrá ser partícipe de la gloria que
será revelada.
4. Pero si el que de esta manera infringe y enseña a
otros a quebrantar “uno de estos mandamientos muy pequeños…muy pequeño será
llamado en el reino de los cielos”—y no tendrá parte en el reino de Cristo y de
Dios; si aun éste será echado en las “tinieblas de afuera donde será el llanto
y el crujir de dientes,” entonces ¿dónde estarán aquellos a quienes nuestro
Señor dirige primera y principalmente estas palabras, aquellos que teniendo el
carácter de maestros enviados de Dios, sin embargo, quebrantan sus
mandamientos, más aún, enseñan a otros abiertamente a hacer lo mismo estando
tan corrompidos en sus vidas como en sus doctrinas?
5. Hay varias clases de estos individuos. Los de la
primera clase son aquellos que voluntariamente viven en algún pecado habitual.
Si un pecador cualquiera nos enseña con su ejemplo, ¿cuanto más no enseñará un
ministro pecador, aunque no pretenda defender, disculpar ni atenuar su pecado?
Si así lo hace, es a la verdad un asesino: el asesino general de su
congregación. Está poblando las regiones de la muerte. Es el instrumento
escogido del príncipe de las tinieblas. Cuando se muera, “el infierno abajo
saldrá a recibirle.” No podrá sumergirse en los profundos abismos sin arrastrar
consigo una multitud.
6. Otra clase hay: la de los hombres bonachones, que
llevan una vida fácil, no haciendo daño a nadie, quienes no se molestan con el
pecado exterior ni con la justicia interior; hombres que no se hacen notables
ni de un modo ni de otro, ni en favor ni en contra de la religión; cuya vida es
muy regular tanto en público como en privado, pero que no pretenden ser más
estrictos que sus prójimos. Un ministro de esta clase infringe no sólo uno o
unos cuantos de los mandamientos muy pequeños de Dios, sino también todas las
virtudes mayores y de más peso de la ley, que se refieren al poder de la
piedad, y todas las que requieren que conversemos en temor todo el tiempo de
nuestra peregrinación; que nos ocupemos de nuestra salvación con temor y
temblor; que tengamos siempre nuestros lomos ceñidos, nuestras luces ardiendo;
que porfiemos o agonicemos “a entrar por la puerta angosta.” Y así enseña a
los hombres con todo el ejemplo de su vida; con el tenor general de su
predicación—la que por lo general tiende a lisonjear en su sueño agradable a
los que se imaginan que son cristianos y no lo son; a persuadir a todos los que
están bajo su ministerio a seguir descansando y durmiendo. Nada extraño será,
por consiguiente, que tanto él como los que le siguen despierten juntos en las
llamas eternas.
7. Pero sobre todos éstos, en la vanguardia de los enemigos
del Evangelio de Cristo se encuentran los que abierta y explícitamente “juzgan
la ley” misma y hablan mal de ella; que enseñan a los hombres a infringir (a
disolver, a soltar, a desatar la obligación de) no sólo un mandamiento, ya sea
el más pequeño o el mayor, sino todos de un mismo golpe; quienes enseñan, sin
pretender ocultarlo, en estas palabras: “¿Qué cosa hizo nuestro Señor con la
ley? Abolirla. No hay más deber que el de creer. Todos los mandamientos son
contrarios al espíritu de nuestros tiempos. Nadie está obligado a dar un solo
paso más allá de lo que la ley requiere, o a dar un ochavo, comer o dejar de
comer un solo bocado.” Esto, a la verdad, es demasiado. Es oponerse al Señor
cara a cara y decir que no supo dar el mensaje con que se le envió. ¡Oh, Señor,
no les imputes este pecado! ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!
8. De todas las circunstancias peculiares de este tremendo
engaño, la más sorprendente es que aquellos que más engañados están, creen
verdaderamente que honran a Cristo al destruir su ley, y que, al anular su
doctrina, honran su ministerio. En realidad de verdad, le honran como Judas le
honró y le dijo: “¡Maestro, Maestro!” y le besó. En justicia puede decir a cada
uno de ellos: “¿Con beso entregas al Hijo del Hombre?” El hablar de su sangre y
quitarle su corona; hacer a un lado cualquiera parte de su ley con el pretexto
de hacer que progrese su Evangelio, no es otra cosa sino entregarle con un
beso. Y en efecto, ninguno que predique la fe de tal manera que, ya sea directa
o indirectamente, tienda a hacer a un lado cualquiera parte de la obediencia;
que predique a Cristo de tal modo que anule, o debilite en cualquier grado el
menor de los mandamientos de Dios, podrá escaparse de esta acusación.
9. Ciertamente que es imposible tener una opinión demasiado
exaltada acerca de “la fe de los escogidos de Dios,” y debemos todos declarar:
“Por gracia sois salvos por la fe; no por obras, para que ninguno se gloríe.”
Pero, al mismo tiempo, es de nuestro deber procurar que todos los
hombres sepan que no apreciamos ninguna fe, sino aquella que obra por el amor,
y que no somos salvos por la fe excepto hasta donde nos libra del poder y de la
culpa del pecado. Y cuando decimos: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás
salvo,” no queremos dar a entender: “Cree y pasarás del pecado al cielo sin la
santidad que existe entre uno y otro estados, supliendo la fe el lugar de la
santidad,” sino: “Cree y serás santo; cree en el Señor Jesús y tendrás paz y
poder juntamente; tendrás poder que vendrá de Aquel en quien has creído, de
hollar el pecado debajo de tus plantas; poder de amar al Señor tu Dios de todo
tu corazón, y de servirle con todas tus fuerzas. Tendrás poder perseverando en
bien hacer de ‘buscar gloria y honra e inmortalidad.’ No sólo obedecerás, sino
que también enseñarás los mandamientos de Dios desde el más pequeño hasta el
mayor; los enseñarás con tu vida lo mismo que con tus palabras, y luego serás
llamado ‘grande en el reino de los cielos.’
IV. 1.
Cualquiera otra vía al reino de los cielos, a la gloria, la honra y la
inmortalidad, bien que la llamemos “el camino de la fe,” o con cualquiera otro
nombre, es, en realidad de verdad, el camino de la destrucción. No traerá paz
al hombre al final porque así dice el Señor: “Os digo que si vuestra justicia
no fuere mayor que la de los escribas y de los Fariseos, no entraréis en el
reino de los cielos.”
Los escribas, con
tanta frecuencia mencionados en el Nuevo Testamento como los oponentes más
porfiados y vehementes de nuestro Señor, no eran secretarios o personas que se
ocupaban de escribientes, como la palabra parece indicar. Tampoco eran
licenciados, en la acepción común de ese término, sí bien la palabra se traduce
en nuestra versión como doctores de la ley. Su ocupación no se asemejaba
en lo absoluto a la de los licenciados de nuestros días; estaban familiarizados
con las leyes de Dios y no con las leyes humanas. Aquéllas eran objeto de su
estudio; su ocupación propia y especial era leer e interpretar la ley y los
profetas, particularmente en las sinagogas. Eran los predicadores regulares y
fijos entre los judíos, de manera que si tratásemos de verter el sentido de la
palabra en el original diríamos “los teólogos;” porque su profesión era el
estudio de la teología, y eran generalmente—como su nombre lo
indica—letrados—los hombres de más saber que había en la nación judaica.
2. Los fariseos formaban un grupo de hombres—una
secta—muy antigua, así llamada originalmente de la palabra hebrea que significa
separar o dividir—lo que no quiere decir que se hayan separado o
dividido de la iglesia nacional, sino que se distinguían de los demás por su
mayor severidad de vida, por su gran exactitud en la conversación; porque eran
muy celosos de la ley aun en sus puntos más menudos. Pagaban diezmos en menta,
anís y comino, y por consiguiente, el pueblo generalmente los honraba y
estimaba como los hombres más santos.
Muchos de los escribas pertenecían a la secta de los fariseos, y el
mismo Pablo, quien se educó para escriba primero en la Universidad de Tarso y
después en la de Jerusalén a los pies de Gamaliel—uno de los escribas o
doctores de la ley más sabios que había entonces en la nación—se declara ante
el concilio, diciendo: “Yo soy Fariseo, hijo de Fariseo” (Hechos 23: 6); y en
presencia del rey Agripa: “Conforme a la más perfecta secta de nuestra religión
he vivido Fariseo” (26: 5). El cuerpo todo de los escribas generalmente opinaba
y obraba de acuerdo con los fariseos. De aquí que nuestro Salvador con tanta
frecuencia hable de ellos al mismo tiempo, como si en muchos respectos se les
considerase bajo el mismo punto de vista. En este pasaje parece que se les
menciona juntamente con los profesores más eminentes de la religión— los
primeros de los cuales eran considerados como los más sabios y los últimos como
los más santos.
3. Nada difícil es determinar lo que en realidad era
“la justicia de los escribas y de los fariseos.” Nuestro Señor ha preservado la
descripción auténtica que uno de ellos diera de sí mismo. Habla con claridad y
muy por completo de su propia justicia, y no es de suponerse que haya omitido
ninguna parte. Efectivamente, subió “al templo a orar;” pero tan absorto estaba
pensando en sus propias virtudes, que se olvidó del propósito con que había
ido—porque es de notarse que, propiamente hablando, no ora en lo absoluto, sólo
le dice a Dios cuán bueno y sabio es. “Dios, te doy gracias que no soy como los
otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano. Ayuno
dos veces a la semana; doy diezmos de todo lo que poseo.” Por consiguiente,
consistía su justicia de tres partes: Primera, “no soy como los otros
hombres;” no soy ladrón, injusto ni adúltero; “ni aun como este publicano.”
Segunda, “ayuno dos veces a la semana.” Tercera, “doy diezmos de todo lo que
poseo.” “No soy como los otros hombres.” Este no es un punto insignificante.
Raro es aquel que puede decirlo. Es como si hubiera dicho: “no me dejo llevar
de la gran corriente, la costumbre. Vivo no según las costumbres, sino según la
razón; no según el ejemplo de los hombres, sino conforme a la Palabra de Dios.
No soy ladrón, injusto ni adúltero; por comunes que sean estos pecados,
aun entre aquellos que se llaman el pueblo de Dios (la extorsión especialmente,
cierta clase de injusticia legal que las leyes humanas no castigan, el aprovecharse
de la ignorancia o necesidad de los demás, extorsión que se ha extendido por
todo el país); ‘ni aun como este publicano;’ no soy culpable de ningún pecado
declarado, sino un hombre justo, honrado, de vida y costumbres sin mancha.”
4. “Ayuno dos veces a la semana.” Esto significa más
de lo que a primera vista entendemos. Todos los fariseos más estrictos
observaban los ayunos semanales, a saber, lunes y jueves. El primer día
ayunaban en memoria de Moisés que, según enseñaba la tradición, recibió en ese
día las dos tablas de piedra en que el dedo de Dios escribió. El segundo en conmemoración
de que las arrojó de sus manos, cuando vio al pueblo bailando alrededor del
becerro de oro. En esos días no probaban ningún alimento, sino hasta las tres
de la tarde, hora en que se empezaba a ofrecer el sacrificio vespertino en el
templo, donde tenían la costumbre de permanecer hasta esa hora en algún rincón,
pieza o patio, a fin de poder asistir a todos los sacrificios y tomar parte en
todas las oraciones públicas. Acostumbraban emplear los intervalos de tiempo
en oraciones directas a Dios, en escudriñar las Escrituras, leer la ley y los
profetas, y meditar sobre dicha lectura. De manera que tiene mucho significado
la frase: “Ayuno dos veces a la semana,” segunda parte de la justicia del
fariseo.
5. “Doy diezmos de todo lo que poseo.” Los fariseos
cumplían esto con la mayor exactitud. No exceptuaban la cosa más
insignificante, ni la menta, el anís o el comino. No retenían absolutamente
nada de lo que creían que pertenecía a Dios, sino que daban cada año los
diezmos completos de toda su sustancia y de todas sus ganancias, cualesquiera
que éstas fueran.
A pesar de esto, como han hecho observar a menudo los que están
familiarizados con los escritos antiguos de los judíos, los fariseos más
estrictos, no satisfechos con dar a Dios y a sus sacerdotes y levitas el décimo
de todo lo que poseían, daban otro décimo a Dios para los pobres, y esto
continuamente. Daban limosna en proporción de lo que daban en diezmos, y lo
hacían con la mayor exactitud y arreglo a fin de no retener ninguna parte, sino
dar a Dios por completo las cosas que, según ellos creían, pertenecían a Dios.
De manera que en resumen, daban todos los años la quinta parte completa de todo
lo que poseían.
6. Esta era “la justicia de los escribas y de los
fariseos,” justicia que, bajo muchos conceptos, iba mucho más allá de lo que
muchos han acostumbrado figurarse. Pero tal vez dirá alguno: “Era falsa y
fingida, porque no eran sino un atajo de hipócritas.” Algunos de ellos
indudablemente lo eran. Hombres que en realidad de verdad no tenían religión,
ni temían a Dios, ni deseaban agradarle; que estimaban en poco la honra que
viene de Dios y sólo buscaban la alabanza de los hombres. Estos son aquellos a
quienes el Señor condena tan severamente y reprocha con tanto rigor en muchas
ocasiones. Sin embargo, el hecho de que muchos de los fariseos eran
hipócritas, no prueba que todos lo fueran; ni es la hipocresía, en verdad,
esencial al carácter del fariseo. No es ese el distintivo característico de su
secta, sino más bien éste, según el relato de nuestro Señor: que “confiaban de
sí como justos, y menospreciaban a los otros.” Esta es su verdadera marca.
Pero el fariseo de esta clase no puede ser un hipócrita, debe ser sincero en el
sentido ordinario de la palabra, de otra manera no podría “confiar de sí como
justo.” El hombre que en este pasaje se recomendaba a Dios, indudablemente se
creía justo, por consiguiente, no era un hipócrita; no tenía conciencia de
falta de sinceridad; habló ante Dios, según lo que pensaba, es decir, que era
mucho mejor que los demás hombres.
El ejemplo de Pablo—si no hubiera otro—es suficiente para destruir toda
duda. Podía decir: “Por esto procuro yo tener siempre conciencia sin
remordimiento acerca de Dios y acerca de los hombres” (Hechos 24:16), no sólo
después de su conversión, sino también desde que era fariseo: “Varones
hermanos, yo con toda buena conciencia, he conversado delante de Dios hasta el
día de hoy” (23: 1). Era, por consiguiente, tan sincero como fariseo como
cuando se hizo cristiano. No era hipócrita cuando perseguía a la Iglesia, como
no lo fue cuando predicó la fe a los que una vez había perseguido. Añádase,
pues, esto a la “justicia de los escribas y de los fariseos,” la creencia
sincera de que eran justos y de que en todas las cosas servían a Dios.
7. Y sin embargo, nuestro Señor dice: “Si vuestra
justicia no fuere mayor que la de los escribas y de los fariseos, no entraréis
en el reino de los cielos.” Declaración solemne y de peso, y que deben
considerar seria y profundamente todos los que llevan el nombre de Cristo.
Antes de investigar si nuestra justicia excede a la de los fariseos, veamos si
al presente llegamos a su altura.
Primero. Un fariseo no era “como los otros hombres.” En las cosas
exteriores era especialmente bueno. ¿Lo somos nosotros? ¿Nos atrevemos a ser
distintos, peculiares? ¿Acaso no preferimos ir con la corriente? ¿No
abandonamos muchas veces la religión y la razón juntamente, porque no queremos
aparecer singulares? ¿No tememos más separarnos de las costumbres del mundo,
que del camino de la salvación? ¿Tenemos valor para resistir la corriente, para
ir en contra del mundo; para “obedecer a Dios antes que a los hombres”? De otra
manera, el fariseo nos deja muy atrás desde los primeros pasos. Sería bueno que
nos esforzáramos por alcanzarlo.
Pero examinémonos más de cerca. ¿Podemos usar su primer argumento para
con Dios, que en sustancia es: “No hago ningún mal; no vivo en pecado exterior;
no hago nada que mi corazón condene”? ¿No hacéis nada digno de condenación?
¿Estáis seguros de eso? ¿No tenéis ciertos hábitos que vuestro corazón condena?
Si es que no sois adúlteros, sino faltos de castidad, ¿no sois injustos? La
gran norma de la justicia, lo mismo que de la misericordia es esta: “Como
queréis que os hagan los hombres, así hacedles también vosotros.” ¿Camináis
según esta regla? ¿No hacéis nunca a ninguna persona lo que no querríais que
os hiciesen a vosotros? Más aún, ¿no sois injustos? ¿No sois ladrones? ¿No os
aprovecháis de la necesidad, o ignorancia de ninguna persona cuando compráis
o vendéis? Supongamos que sois comerciantes: ¿no pedís ni recibís más del valor
verdadero de lo que vendéis? ¿No pedís ni recibís más de los ignorantes que de
los que saben, de un niño, que de un marchante de experiencia? Y si así lo
hacéis, ¿por qué no os condena vuestro corazón? ¡Sois unos opresores
descarados! ¿No exigís de aquellas personas que necesitan con urgencia y sin
demora algunos efectos que sólo vosotros podéis vender, un precio más subido
que el usual? Si así lo hacéis, sabed que esto no es otra cosa sino una
completa extorsión. A la verdad, no os acercáis a la justicia de los fariseos.
8. En segundo lugar, los fariseos, según nuestro
lenguaje común, usaban todos los medios de gracia. Así como ayunaban seguido
y mucho, dos veces a la semana, también asistían a todos los sacrificios. Eran
constantes en la oración pública y privada; en leer y escuchar la lectura de
la Sagrada Escritura. ¿Hacéis todo esto? ¿Ayunáis mucho y seguido, dos veces a
la semana? Mucho me temo que no sea así. ¿Ayunáis siquiera una vez a la
semana, todos los viernes del año? (Así lo manda clara y terminantemente
nuestra iglesia[1]
a todos sus miembros; que observen todos esos días, lo mismo que las vigilias
y los días de cuaresma, como días de ayuno y abstinencia). ¿Ayunáis dos veces
al año? Mucho temo que algunos de entre vosotros no podáis alegar ni siquiera
esto. ¿No dejáis pasar ninguna oportunidad de asistir al sacrificio cristiano
y participar de él?
¡Cuántos hay que se llaman cristianos y se olvidan de esto por
completo; que dejan pasar meses y años sin comer de ese pan ni beber de esa
copa! ¿Leéis o escucháis la lectura de la Sagrada Escritura todos los días, y
meditáis en ella? ¿Os unís en oración con la gran congregación diariamente, si
tenéis la oportunidad? ¿Y si no, siempre que podéis, especialmente en ese día
del cual os acordáis para santificarlo? ¿Hacéis esfuerzos por crear las oportunidades?
¿os alegráis cuando os dicen: “a la casa de Jehová iremos”? ¿Sois celosos y
diligentes en la oración privada? ¿No permitís que pase un solo día sin hacer
oración? ¿No estáis más bien, algunos de vosotros, tan lejos de pasar varias
horas al día en oración, como el fariseo, que os figuráis que una hora es
suficiente, si no demasiado? ¿Pasáis una hora al día, o a la semana, o
siquiera al mes, orando a vuestro Padre que está en secreto? ¿Habéis pasado
orando en lo privado una sola hora desde que nacisteis? ¡Pobre cristiano! ¿No
se levantará el fariseo en juicio en contra de ti, y te condenará? ¡Su
justicia está tan más allá de la tuya, como los cielos están de la tierra!
9. El fariseo, en tercer lugar, pagaba diezmos y daba
limosnas de todo lo que poseía, y ¡cuán abundantemente! De manera que era,
como decimos en nuestros días, “un hombre que hacía mucho bien.” ¿Somos tan
buenos como él en esto? ¿Quién de nosotros hace tantas obras buenas como él
hacía? ¿Quién de nosotros le da a Dios la quinta parte, tanto de lo que tiene
como de lo que gana? ¿Quién de nosotros da—supongamos—de cien libras
esterlinas anuales, veinte para Dios y los pobres, de cincuenta, diez; y así en
mayor o menor proporción? ¿Cuándo será nuestra justicia igual a la de los fariseos
en usar todos los medios de gracia; en cumplir con todas las ordenanzas de
Dios; en evitar el mal y hacer el bien?
10. Y aún si fuera igual a la suya, ¿de qué nos valdría?
“Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y
los Fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.” Pero ¿cómo podrá ser
mayor que la de ellos? ¿En qué supera la justicia del cristiano a la de los
escribas y los fariseos? La justicia cristiana supera a la de los escribas y
fariseos, primeramente, en su grado. La mayor parte de los fariseos, si bien
rigurosamente exactos en muchas cosas, se atrevían, animados por las
tradiciones de los ancianos, a ignorar otras igualmente importantes. Así, por
ejemplo, eran muy celosos en guardar el cuarto mandamiento, al extremo de que
no desgranaban una espiga, pero apenas se acordaban del tercero, disimulando
los juramentos innecesarios y aun los falsos.
De manera que su justicia era parcial, mientras que la justicia del
verdadero cristiano es completa. No guarda sólo una parte de la ley de Dios y
se olvida de lo demás, sino que guarda todos sus mandamientos, los ama y los
estima más que el oro y las piedras preciosas.
11. Puede muy bien haber sucedido que algunos de los
escribas y fariseos hayan tratado de guardar todos los mandamientos, y que
hayan estado limpios respecto de la justicia de la ley, es decir, de la letra
de esa justicia. Sin embargo, la justicia del cristiano supera a la justicia
de los escribas y los fariseos, puesto que cumple con el espíritu—lo mismo
que con la letra—de la ley; con la obediencia, tanto interior como exterior.
En este punto, pues, en su espiritualidad, no cabe comparación. Esto es lo que
el Señor ha probado tan evidentemente en todo el tenor de su discurso. Su
justicia era solamente exterior; la justicia cristiana es el hombre interior.
Los fariseos limpiaban lo que estaba fuera del vaso y del plato, los
cristianos están limpios interiormente. Aquéllos sacudían las hojas, tal vez
el fruto, del pecado; éstos ponen el hacha a la raíz, puesto que no se
contentan con la forma exterior de piedad, por muy exacta que ésta sea, a no
ser que la vida, el Espíritu, el poder de Dios para la salvación se dejen
sentir en lo más íntimo del alma.
Así que no hacer el mal, sino practicar el bien, obedecer todas las
ordenanzas de Dios (la justicia del fariseo), son cosas todas externas;
mientras que, por el contrario, la pobreza en espíritu, el llorar, la
mansedumbre, el hambre y sed de justicia, el amor del prójimo y la pureza de
corazón (la justicia del cristiano), son todas cosas interiores. Aún las
virtudes de hacer la paz (o hacer el bien), de sufrir por causa de la justicia,
sólo tienen derecho a las bendiciones que se les siguen cuando son las
expresiones de esas disposiciones interiores, las que son su origen y las que
deben ejercitar y confirmar. De modo que, a la par que la justicia de los
escribas y fariseos era sólo exterior, se puede, en cierto sentido, decir que
la justicia del cristiano es sólo interior, siendo todas sus acciones y sentimientos
como nada por sí mismas, y siendo estimadas ante Dios sólo conforme a los
motivos que las impulsan.
12. Quienquiera, pues, que seas, tú que llevas el venerable y
santo nombre de cristiano, mira, en primer lugar, que tu justicia no sea menor
que la justicia de los escribas y los fariseos. No seas “como los otros
hombres.” Ten valor para apartarte solo; para desdeñar el ejemplo y ser bueno
tú solo. Si sigues la multitud, será para hacer lo malo. No te dejes guiar por
la costumbre o la moda, sino sigue la religión y la razón. Nada tienes que ver
con la práctica de los demás. Cada hombre habrá de dar cuenta de sí mismo a
Dios. A la verdad, si puedes salvar el alma de otro, hazlo, pero si no, salva
una cuando menos: la tuya. No andes en el camino de la muerte, porque es ancho
y muchos andan en él; más aún, por esta misma seña puedes conocerlo: ¿es ancho,
muy frecuentado y de moda el camino por donde andas ahora? Entonces
infaliblemente guía a la destrucción. ¡No te vayas a condenar por causa de
malas compañías! ¡Deja de hacer el mal; huye del pecado como de una serpiente!
Al menos, no hagas lo malo. “El que hace pecado es del diablo.” Que no se te
encuentre en ese número. Respecto de pecados exteriores, ciertamente que aun ahora
mismo te basta la gracia de Dios. En esto, al menos, procura tener siempre
conciencia sin remordimiento acerca de Dios y acerca de los hombres.
En segundo lugar, no permitas que tu justicia sea menor que su justicia,
respecto de las ordenanzas de Dios. Si por debilidad o por causa de tu
trabajo, no puedes ayunar dos veces a la semana, a pesar de esto sé fiel a los
intereses de tu alma y ayuna cuantas veces te lo permita tu salud. No te
ausentes de la oración pública, ni pierdas la oportunidad de abrir tu corazón
en oración a Dios en lo privado. No desprecies nunca la oportunidad de comer
de ese pan y beber de ese vino que es la comunión del cuerpo y la sangre de
Cristo. Sé diligente en el escudriñamiento de la Sagrada Escritura; lee lo que
puedas y medita sobre ello de día y de noche. Regocíjate al aprovechar todas
las oportunidades de escuchar “la palabra de la reconciliación,” declarada por
los “embajadores de Cristo,” los mayordomos de los misterios de Dios.
Regocíjate en el uso de todos los medios de gracia, en cumplir constante y
atentamente con todas las ordenanzas de Dios. Vive conforme (al menos, hasta
que puedas pasar más allá) a “la justicia de los escribas y de los fariseos.”
En tercer lugar, no hagas menos bien que los fariseos. Da limosna de
todo lo que tengas. ¿Tiene alguno hambre? Aliméntale. ¿Tiene sed? Dale de
beber. ¿Está desnudo? Vístele. Si tienes bienes terrenos, no limites tu
beneficencia en una pequeña proporción. Sé misericordioso hasta más no poder.
¿Y por qué no aun como este fariseo? Hazte amigos, mientras que tienes tiempo,
“de las riquezas de maldad,” para que cuando faltares, cuando este tu
tabernáculo terrenal se disuelva, te reciban “en las moradas eternas.”
13. Pero no te detengas aquí. Que tu justicia sea mayor que la de
los escribas y de los fariseos. No te contentes con guardar toda la ley y
ofender “en un solo punto.”
Afiánzate de todos sus mandamientos y aborrece todo camino de mentira.
Haz todo lo que él manda y de todas tus fuerzas. Por medio de Cristo que te
fortifica, podrás hacer todas las cosas, si bien sin El nada puedes hacer.
Sobre todo, haz que tu justicia en cuanto a su pureza y espiritualidad
sea mayor que la de ellos. ¿Cuál es la forma más exacta de religión en tu
opinión, la justicia más perfecta en lo exterior? ¡Elévate y profundízate más
que todo esto! Sea tu religión la del corazón. Sé pobre en espíritu, pequeño,
bajo, despreciable y vil en tus propios ojos; sorprendido y humillado hasta el
polvo al contemplar el amor de Dios que está en Jesucristo, tu Señor. Se serio.
Que todo el tenor de tus pensamientos, palabras y obras sea producido por la
firme convicción de que te encuentras al borde del gran golfo, tú y todos los
hijos de los hombres, listos a caer, ya para la gloria eterna, ya en el fuego
perdurable. Sé manso. Que se llene tu alma de dulzura, afabilidad, paciencia
para con todos los hombres; al mismo tiempo que todo lo que en ti exista, esté
sediento de Dios, el Dios viviente, anhelando despertar según su semejanza y
quedar en ello satisfecho. Ama a Dios y a todo el género humano. Haz y sufre
todo con ese espíritu. De esta manera, tu justicia será mayor que la de los
escribas y serás llamado grande en el reino de los cielos.
www.campamento42.blogspot.com
SERMON 25 - John Wesley
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