John Wesley
Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los hombres, para ser
vistos de ellos: de otra manera no tendréis merced de vuestro Padre que está
en los cielos. Cuando pues haces limosna, no hagas tocar trompeta delante de
ti como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las plazas, para ser estimados
de los hombres: de cierto os digo, que ya tienen su recompensa. Mas cuando tú
haces limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha; para que sea tu
limosna en secreto: y tu Padre que ve en secreto él te recompensará en público.
Y cuando oras no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en las
sinagogas, y en los cantones de las calles en pie, para ser vistos de los
hombres: de cierto os digo, que ya tienen su pago. Mas tú, cuando oras, éntrate
en tu cámara, y cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu
Padre que ve en secreto, te recompensará en público. Y orando, no seáis
prolijos, como los Gentiles; que piensan que por su parlería serán oídos. No os
hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis
necesidad, antes que vosotros le pidáis. Vosotros, pues oraréis así: Padre
nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino.
Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. Danos hoy
nuestro pan cotidiano y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del
mal: porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos.
Amén. Porque si perdonareis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a
vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonareis a los hombres sus
ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas (Mateo 6:1-15).
1. En el capítulo anterior describió nuestro
Señor la religión interior en sus varias formas. Nos mostró las diversas
disposiciones del alma que constituyen el verdadero cristianismo; los
temperamentos interiores que se contienen en esa “santidad, sin la cual nadie
verá al Señor;” las afecciones que, cuando manan de su verdadera fuente, de una
fe viva en Dios por medio de Jesucristo, son intrínseca y esencialmente
buenas, aceptables a Dios. En este capítulo pasa a mostrar que todas nuestras
acciones, aun las que por su naturaleza son indiferentes, pueden igualmente,
por medio de una intención pura y santa, llegar a ser santas y buenas,
aceptables a Dios. Declara abiertamente que cualquiera cosa que se haga de
otra manera, de nada vale para con Dios. Mientras que todas las obras
exteriores que de este modo se consagran a Dios, son de gran valor en su
presencia.
2. Muestra la necesidad de esta pureza de intención,
en primer lugar, respecto de aquellos actos que por lo general se consideran
como religiosos, y los que en realidad lo son cuando se hacen con buen motivo.
Algunos de estos actos llámanse por lo común obras de piedad; los demás, obras
de caridad o de misericordia. Entre las de esta última clase menciona
especialmente el dar limosna. Entre las de la primera, la oración y el ayuno.
Pero las direcciones que da deben aplicarse igualmente a toda clase de obras,
ya sean de caridad, ya de misericordia.
I. 1. Primeramente, respecto de las obras de
misericordia. “Mirad,” dijo, “que no hagáis vuestra justicia delante de los
hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera, no tendréis merced de
vuestro Padre que está en los cielos.” “Que no hagáis vuestra justicia,” si
bien sólo menciona esto, se incluyen todas las obras de caridad, todo aquello
que damos, hablamos o hacemos en provecho de nuestro prójimo; por medio de lo
cual alguno reciba beneficio de alma o de cuerpo. Dar de comer al hambriento, vestir
al desnudo, hospedar o socorrer al extraño, visitar al enfermo o al que está en
la cárcel, consolar al afligido, enseñar al ignorante, reprobar al inicuo,
exhortar y alentar al bueno, y si hay alguna otra obra de misericordia, se
incluye en esta amonestación.
2. “Mirad que no hagáis vuestra justicia delante
de los hombres, para ser vistos de ellos.” Lo que aquí se prohíbe no es
meramente hacer bien delante de los hombres. Esta circunstancia por sí sola—de
que los hombres vean lo que hacemos—no mejora ni empeora la acción, sino el
hacerla delante de los hombres, “para ser vistos de ellos,” con este fin, con
esta sola intención. Digo con esta sola intención porque esta puede ser en
algunos casos parte de nuestra intención. Tal vez intentemos que algunas de
nuestras acciones sean vistas, y sin embargo, puedan ser aceptadas por Dios.
Quizá sea la intención que nuestra luz alumbre delante de los hombres, cuando
nuestra conciencia nos testifica en el Espíritu Santo que nuestro único fin al
intentar que vean nuestras obras buenas es que glorifiquen a nuestro Padre que
está en los cielos. Pero mirad que no hagáis la menor cosa teniendo por fin
vuestra propia gloria; mirad que el deseo de ser alabados de los hombres, no
entre de ninguna manera en vuestras obras de misericordia.
Si buscáis vuestra propia gloria, si tenéis deseo de obtener la gloria
que viene de los hombres, todo lo que con tal propósito hagáis de nada valdrá.
Si no se hace para el Señor El no lo acepta, y no “tendréis recompensa” por
ello, de “vuestro Padre que está en los cielos.”
3. “Cuando pues haces limosna, no hagas
tocar trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en
las plazas, para ser estimados de los hombres.” No significa aquí la palabra
sinagoga un lugar de culto, sino un lugar público cualquiera, como el mercado
o la bolsa. Era una costumbre muy común entre los judíos que tenían grandes
fortunas, especialmente entre los fariseos, hacer tocar la trompeta delante de
ellos en los lugares más públicos de la ciudad al tiempo de ir a dar gran
cantidad de limosnas, pretendiendo que llamaban de esta manera a los pobres,
pero siendo el verdadero motivo su deseo de recibir alabanzas de los hombres.
No sigáis su ejemplo; no hagáis tocar la trompeta delante de vosotros. No uséis
de alarde al hacer el bien. Buscad sólo el honor que viene de Dios. Los que
buscan las alabanzas de los hombres, ya tienen su galardón; no recibirán la
alabanza de Dios.
4. “Mas cuando tú haces limosna, no sepa
tu izquierda lo que hace tu derecha.” Esta es una expresión proverbial cuyo
significado es el siguiente: Hazlo de la manera más secreta que fuere posible;
con tanto secreto como sea consecuente con el hecho mismo (porque no debes
dejar de hacerlo—no dejes pasar ninguna oportunidad de hacer el bien, ya sea en
secreto o abiertamente), y esto de la manera más eficiente que pueda darse.
Porque aquí hay que hacer otra excepción: cuando estés plenamente persuadido en
tu mente de que el no ocultar el bien que haces te ayudará a ti o a otros a
hacer más bien, entonces no debes hacerlo en secreto; deja que tu luz se vea y
que alumbre “a todos los que están en casa.” Pero a no ser que la gloria de
Dios y el bien del género humano exijan lo contrario, obra con tanta reserva y
tan en lo privado como la naturaleza de la obra lo permita: “para que sea tu
limosna en secreto, y tu Padre que ve en secreto, él te recompensará en
público.” Tal vez te recompense en este mundo, pues hay muchos ejemplos de
ello en la historia de todas las épocas; pero te recompensará sin falta en el
mundo venidero, ante la asamblea general de los hombres y los ángeles.
II. 1. De las obras de caridad o misericordia,
pasa nuestro Señor a las que se llaman “obras de piedad.” “Y cuando oras,”
dice, “no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en las sinagogas,
y en los cantones de las calles en pie, para ser vistos de los hombres.” “No
seas como los hipócritas.” La hipocresía, pues, o sea la falta de sinceridad,
es lo primero que debemos evitar en la oración. Mira que no digas lo que no
sientas. Orar es elevar el alma a Dios, y sin esto, toda palabra de oración no
es sino una hipocresía. Por consiguiente, siempre que trates de orar procura
que sea con el fin de tener comunión con Dios; de elevar tu corazón hacia El;
de desahogar tu alma ante El, no como los hipócritas que aman el “orar en las
sinagogas,” en el banco o en el mercado, y en “las esquinas de las calles,”
donde hay más gente, “para ser vistos de los hombres,” siendo éste el único
designio, motivo y fin de las oraciones que repetían. “En verdad os digo que
ya tienen su pago.” No deben esperar ningún otro de “vuestro Padre que está en
los cielos.”
2. Empero, no sólo el buscar las alabanzas de
los hombres nos priva de la recompensa del cielo y nos evita que esperemos la
bendición de Dios sobre nuestras obras de piedad o misericordia: el deseo de
cualquiera recompensa temporal destruye igualmente la pureza de la intención.
Si repetimos nuestras oraciones, si asistimos al culto público de Dios, si
protegemos a los pobres con el fin de ganar, o de una manera interesada, todas
estas cosas no tendrán más mérito ante la presencia de Dios que si las
hiciésemos impulsados por el deseo de recibir las alabanzas de los hombres.
Cualquier fin temporal, cualquier motivo que no se refiera a las cosas eternas,
cualquier designio que no sea el de promover la gloria de Dios y la felicidad
de los hombres por amor de Dios, hace cualquier hecho—por limpio que aparezca
ante los hombres—una abominación en la presencia del Señor.
3. “Mas tú, cuando oras, éntrate en tu cámara, y
cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto.” Hay un tiempo cuando
debes glorificar a Dios abiertamente, orar y alabarle en la gran congregación;
pero cuando quieras presentar más extensa y detalladamente tus peticiones a
Dios, ya sea por la mañana, al mediodía o por la noche, éntrate en tu cámara y
cierra tu puerta. Obra de la manera más reservada que puedas. (Pero en caso de
que no tengas cámara, ni puedas hacerlo en secreto, no dejes de orar: ora en
secreto cuando nadie te ve. Pero si no tienes la oportunidad de hacerlo así,
ora de todas maneras). “Ora a tu Padre que está en secreto;” ábrele tu
corazón, y “tu Padre que ve en secreto, él te recompensará en público.”
4. “Y orando,” aun cuando fuere en secreto, “no
seáis prolijos como los Gentiles;” no uséis muchedumbre de palabras que nada
significan; no repitáis una misma cosa; no os figuréis que el resultado de
vuestras oraciones depende de lo largas que sean, como creen los paganos—”que
piensan que por su parlería serán oídos.”
Los que aquí se condena no es simplemente lo largo, como no es lo corto
de nuestras oraciones, sino, primero, lo largo sin sentido; el mucho hablar y
pensar poco o nada. No el usar repeticiones, pues que nuestro Señor mismo oró
tres veces repitiendo las mismas palabras, sino repeticiones vanas, como hacen
los paganos que repiten muchas veces los nombres de sus dioses; como hacen
algunos entre los cristianos, así llamados, y no sólo entre los papistas, que
repiten una y muchas veces la misma hilera de oraciones, sin sentir nunca lo
que dicen. En segundo lugar, no debemos pensar que por nuestra parlería seremos
oídos, ni figurarnos que Dios mide las oraciones por su largura, y que le
agradan más aquellas que contienen más palabras, que suenan durante más tiempo
en sus oídos. Estos ejemplos de superstición y torpeza son tales, que todos los
que llevan el nombre de Cristo deberían dejarlos a los paganos, aquellos a
quienes jamás ha alumbrado la gloriosa luz del Evangelio.
5. “No os hagáis, pues, semejantes a ellos.”
Vosotros que habéis probado la gracia de Dios en Cristo Jesús, estáis
firmemente persuadidos de que “vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad
antes que vosotros le pidáis.” De manera que el objeto de vuestra oración no
es el informar a Dios, como si no supiese vuestras necesidades, sino más bien
el informaros a vosotros mismos; fijar la conciencia de esas necesidades en
vuestros corazones de una manera más profunda, y de vuestra dependencia
continua de Aquel que es el único que puede satisfacer nuestras necesidades. No
es mover a Dios, que siempre está más dispuesto a dar que nosotros a pedirle,
sino más bien movernos a vosotros mismos para que estéis dispuestos a recibir
aquellas cosas buenas que ha preparado para vosotros.
III. 1. Después de haber enseñado la verdadera naturaleza
y los fines de la oración, añade nuestro Señor un modelo: esa forma divina de
oración, que en este lugar parece proponerse especialmente como ideal; como el
ejemplo y modelo de todas nuestras oraciones. “Vosotros, pues, oraréis así.”
En otro lugar recomienda el uso de estas mismas palabras: “Y les dijo: Cuando
oréis, decid...“ (Lucas 11: 2).
2. Podemos observar, en general, respecto
de esta divina oración, primeramente, que contiene todo lo que racional e
inocentemente podemos pedir. Nada de lo que necesitamos pedir a Dios, nada de
lo que podemos pedirle sin ofenderle deja de estar incluido, ya sea directa o
indirectamente, en este modelo comprehensivo. En segundo lugar, que contiene
todo lo que racional e inocentemente podemos desear; todo lo que sea para la
gloria de Dios, que fuere necesario o de provecho no sólo para nosotros, sino
para todas las criaturas en el cielo y en la tierra. En verdad que nuestras
oraciones son las verdaderas pruebas de nuestros deseos. Nada debe existir en
nuestros deseos que no pueda mencionarse en nuestras oraciones. No debemos
desear aquello que no podamos pedir en la oración. En tercer lugar, que
contiene todo nuestro deber para con Dios y para con los hombres, puesto que en
dicha oración se expresa o se contiene todo lo que es puro y santo, todo lo que
Dios requiere de los hombres, todo lo que es aceptable en su presencia, todo
aquello con que podemos ayudar a nuestro prójimo.
3. Consiste de tres partes: el prefacio,
las peticiones y la conclusión o alabanza. El prefacio, “Padre nuestro que estás
en los cielos,” establece la base general de la oración, incluyendo aquello
que debemos saber respecto de Dios antes de poder orar con la seguridad de ser
escuchados. Nos señala igualmente todas esas disposiciones con que debemos
acercarnos a Dios, las que son requisitos necesarios para que nuestras vida y
peticiones sean aceptables ante El.
4. “Padre nuestro,” si padre, debe ser un
buen Padre y amante de sus hijos, y en esto consiste la primera y gran razón
de la oración. Dios está dispuesto a bendecir; pidámosle su bendición. “Padre
nuestro,” Creador, Autor de nuestro ser; El nos ha levantado del polvo de la
tierra; sopló en nosotros el aliento de la vida y nos hizo seres vivientes.
Pero si El nos creó, pidámosle, y no negará ninguna cosa buena a la obra de sus
manos. “Padre nuestro,” Preservador nuestro que día a día sostiene la vida que
nos ha dado; de cuyo constante amor continuamente estamos recibiendo la vida,
el aliento y todas las cosas. Vengamos a El con tanta más confianza “para
alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro.” Sobre todo,
Padre de nuestro Señor Jesucristo y de todos los que creen en El; quien nos
justifica “gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo
Jesús;” quien ha borrado todos nuestros pecados y curado todas nuestras flaquezas;
quien nos ha recibido como sus hijos por adopción y de gracia. Y porque somos
hijos, mandó el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones “el cual clama: Abba,
Padre;” quien “nos ha criado otra vez en Cristo Jesús.” Sabemos, por
consiguiente, que siempre nos escucha, y por lo tanto, oramos a El sin cesar;
oramos porque le amamos, y le amamos “porque él nos amó primero.”
5. “Padre nuestro,” no sólo mío, de quien ahora
clama a El, sino nuestro en el sentido más pleno de la palabra. “El Dios
y Padre de los espíritus y de toda carne;” Padre de los ángeles y de los
hombres: a quien aun los mismos paganos reconocen como el Padre del universo,
de todas las familias que hay en el cielo y en la tierra.
Por consiguiente, para El no hay acepción de personas; El ama todo lo
que ha creado. El ama a todos los hombres, y su misericordia se extiende sobre
todas sus obras. El Señor se deleita en aquellos que le temen y confían en su
misericordia; en aquellos que esperan en El por medio del Hijo de su amor,
sabiendo que han sido aceptados en el “Amado.” Pero, “si Dios así nos ha
amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros;” más aún, a todo el
género humano, puesto que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su
Hijo unigénito,” para que muriese, a fin de que el mundo no se pierda, mas
tenga vida eterna.
6. “Que estás en los cielos.” Altísimo, Dios de
todo, bendito por siempre jamás; quien sentado en el círculo de los cielos,
ve todas las cosas, en el cielo y en la tierra; cuyos ojos penetran toda la
esfera de la creación; más aún, de la noche que no ha sido creada; para quien
“todas sus obras son conocidas,” y las obras de cada criatura, no sólo “desde
el principio del mundo” (traducción débil y mala), sino desde toda la eternidad,
por los siglos de los siglos; quien constriñe a las huestes de los ángeles, lo
mismo que a los hijos de los hombres, a clamar llenos de sorpresa y asombro:
¡Qué profundidad! “¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la
ciencia de Dios!” “Que estás en los cielos,” el Señor y Gobernador de todos,
que dispones y arreglas todas las cosas; que eres Rey de reyes y Señor de
señores, el bendito y único Potentado; que eres fuerte y te ciñes de fortaleza,
haciendo lo que te place; el Omnipotente, porque siempre que quieres todo está
a tu alcance. “En el cielo,” eminentemente allí; el cielo es tu trono; lugar
especial “del tabernáculo de tu gloria.” Empero, no allí solamente, porque
llenas los cielos y la tierra; toda la extensión del espacio. “Los cielos y la
tierra están llenos de tu gloria. ¡Gloria sea a ti, oh Señor Altísimo!”
Por consiguiente, sirvamos a Jehová con temor y alegrémonos con temblor;
pensemos, pues, hablemos y obremos como quienes están constantemente bajo de
su mirada, en la presencia inmediata del Señor, el Rey.
7. “Santificado sea tu nombre.” Esta es la primera de
las peticiones que forman la oración. El nombre de Dios es Dios mismo, la
naturaleza de Dios hasta donde puede descubrirla el hombre. Quiere decir, por
consiguiente, además de su existencia, todos sus atributos y perfecciones: (a)
Su eternidad, revelada particularmente por su grande e incomunicable nombre, Jehová, que el apóstol Juan traduce:
“El Alpha y la Omega, principio y fin, dice el Señor, que es, y que era, y que
ha de venir.” (b) Lo infinito de su ser lo denota ese otro gran nombre: ¡Yo Soy el que Soy! (c) Su
omnipresencia; (d) Su omnipotencia; el único agente, en verdad, en el mundo material,
puesto que toda materia es esencialmente pesada e inerte, y sólo se mueve
cuando se mueve el dedo de Dios. El es la fuente de todas las acciones en toda
criatura, visible e invisible; que no puede obrar ni existir sin la emanación
constante y la agencia de su omnipotente poder. (e) Su sabiduría se deduce
claramente de las cosas que se ven, del admirable orden del universo. (f) Su
Trinidad en la Unidad y la Unidad en la Trinidad, se descubren tanto en la
primera línea de su palabra escrita—literalmente, los Dioses creó, un
nombre plural como sujeto de un verbo en singular—como en todas las relaciones
posteriores que dio por boca de sus santos profetas y apóstoles; (g) su pureza
y santidad esenciales; y sobre todo (h) su amor, que es el resplandor mismo de
su gloria.
Al pedir que Dios o su nombre sea santificado o glorificado, pedimos
que sea conocido tal cual es, por todos los que son capaces de conocerle, por
todos los seres inteligentes, y con afecciones dignas de ese conocimiento.
Pedimos que sea debidamente honrado, temido y amado de todas las criaturas y
los hombres a quienes con tal fin creó capaces de conocerlo y amarlo por toda
la eternidad.
8. “Venga tu reino.” Esta petición tiene una relación
muy íntima con la precedente: a fin de que el nombre de Dios sea santificado,
pedimos que su reino, el reino de Cristo, venga. Viene este reino a una persona
particularmente cuando se arrepiente y cree en el Evangelio; cuando Dios le
enseña no sólo a conocerse a sí mismo, sino también a Jesucristo crucificado.
Así como en esto consiste la vida eterna, en conocer “al solo Dios verdadero y
a Jesucristo al cual has enviado,” de la misma manera empieza el reino de Dios
aquí en la tierra, primero en el corazón del creyente. “El Señor Dios Omnipotente
reina,” cuando se le conoce por medio de Jesucristo. Toma otra vez su poder
omnipotente a fin de someter a sí todas las cosas. Procede conquistando y a
conquistar en el corazón, hasta poner todas las cosas bajo de sus pies, hasta
que “cautive todo intento a la obediencia de Cristo.”
Por consiguiente, cuando Dios dé a su Hijo por heredad las gentes, y por
posesión suya los términos de la tierra; cuando todos los reinos se inclinen
ante El y todas las naciones le sirvan; cuando el monte de la casa de Jehová
sea “confirmado por cabeza de los montes;” “cuando haya entrado la plenitud de
los gentiles, y luego todo Israel” sea salvo, entonces se verá que el Señor es
Rey y que se ha puesto su vestido de gloria, y aparecerá a todas las almas como
Rey de reyes y Señor de señores.
Muy justo es que todos aquellos que desean su venida oren para que se
apresure el tiempo; que este su reino, el reino de gracia, venga pronto y
absorba todos los reinos de la tierra; que recibiéndolo como su Rey todo el
género humano, creyendo verdaderamente en su nombre, se llene de justicia, y
paz, y gozo, y santidad y felicidad, hasta que sea llevado de aquí al reino
celestial, a reinar con El por siempre jamás.
También pedimos esto con las palabras: “Venga tu reino.” Pedimos que
venga su reino eterno, el reino de la gloria en el cielo, que es la
continuación y perfección del reino de la gracia sobre la tierra. Por
consiguiente, tanto ésta como la petición anterior, se ofrecen por toda la
creación racional que se interesa en este gran acontecimiento, la renovación
final de todas las cosas, cuando Dios, poniendo fin a toda miseria y pecado, a
toda enfermedad y muerte, asuma todas las cosas en sus manos y establezca el
reino que ha de durar por siempre jamás.
Muy semejantes a todo esto son las solemnes palabras en la oración del
oficio de difuntos: “Rogándote, que plazca a tu misericordia reunir pronto el número
de tus escogidos, y apresurar la venida de tu reino; que nosotros, juntamente
con todos los que duermen en la verdadera fe de tu santo nombre, obtengamos
nuestra perfecta consumación y felicidad en cuerpo y alma, en tu eterna
gloria.”
9. “Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así
también en la tierra.” Esta es la consecuencia natural e inmediata dondequiera
que llega el reino de Dios; dondequiera que Dios habita en el alma por medio de
la fe, y Cristo reina en el corazón por medio del amor.
Es probable que muchos, tal vez la generalidad de los hombres, al oír
por primera vez estas palabras, se imaginen que sólo son la expresión o la
petición para la resignación; para tener la voluntad de sufrir lo que respecto
de nosotros mande Dios, sea lo que fuere. Indudablemente que esta es una
actitud divina y excelente, un don precioso de Dios. Pero esto no es lo que
hacemos en esta petición, al menos no en su principal y primer sentido. Cuando
decimos: “Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra,”
pedirnos no tanto una conformidad pasiva, cuanto activa con la voluntad de
Dios.
¿Cómo la hacen los ángeles en el cielo, los que ahora rodean su trono
regocijándose? La cumplen voluntariamente, aman sus mandamientos y
escuchan con placer sus palabras; el hacer su voluntad es su comida y bebida;
es su gloria y gozo más alto; la hacen constantemente; no hay la menor
interrupción en sus servicios; no descansan de día ni de noche, sino que
emplean todas sus horas (hablando según los hombres, puesto que nuestra medida
de duración, días noches y horas, está fuera de lugar en la eternidad) en
cumplir sus mandatos, en ejecutar sus designios, en poner en práctica su
voluntad, y lo hacen con perfección—las mentes angélicas no participan
de ningún defecto ni pecado. Es muy cierto que las estrellas no son limpias
delante de sus ojos, ni aun las estrellas de la mañana que cantan juntas
delante de El “en su presencia;” es decir, en comparación con El ni los mismos
ángeles son puros. Pero esto no quiere decir que no sean puros en sí mismos;
indudablemente que lo son: son puros y sin mancilla; están enteramente
dedicados a su voluntad, y son perfectamente obedientes en todas las cosas.
Si examinamos esto bajo otro punto de vista, veremos que los ángeles de
Dios en el cielo hacen toda la voluntad de Dios y no hacen otra cosa,
nada sino aquello de que están plenamente seguros que es su voluntad. Además,
hacen toda la voluntad de Dios como El la desea; de la manera que le
agrada y de ningún otro modo. Más aún, la hacen sólo porque es su
voluntad, únicamente por esta razón.
10. Por consiguiente, cuando pedimos que se haga la voluntad de
Dios así en la tierra como en el cielo, queremos decir que todos los habitantes
de la tierra, que toda la raza del género humano, haga la voluntad de su Padre
que está en los cielos, con tanta voluntad como los santos ángeles; que los
hombres la hagan tan continuamente como los ángeles, sin la menor
interrupción en la presteza de sus servicios; más aún, que la hagan perfectamente,
a fin de que “el Dios de paz por la sangre del testamento eterno, los haga
aptos en toda buena obra para que hagan su voluntad, haciendo él” en ellos,
todo “lo que sea agradable delante de él.”
En otras palabras, pedimos que nosotros y todo el género humano hagamos
toda la voluntad de Dios en todas las cosas, y nada más, ni la menor cosa que
no sea la voluntad santa y aceptable de Dios. Pedimos que hagamos la voluntad
toda de Dios, como El la desea y de la manera que le agrada. Y por
último, que la hagamos, porque es su voluntad; que esta sea la única
razón y el motivo de cualquiera cosa que pensemos, hablemos o hagamos.
11. “Danos hoy nuestro pan cotidiano.” En las tres últimas
peticiones hemos estado pidiendo por todo el género humano, ahora pedirnos
especialmente según nuestras necesidades particulares.
Esto no significa que se nos enseñe, ni aun aquí, a limitar nuestras
oraciones a nosotros mismos, sino que ésta y todas las peticiones que se
siguen, pueden hacerse por toda la Iglesia de Cristo sobre la tierra.
La palabra “pan” puede significar todas aquellas cosas que necesitamos
tanto para el cuerpo como para el alma. Las cosas pertenecientes a la vida y a
la piedad. Significa no sólo el mero pan exterior, lo que nuestro Señor llama
“la comida que perece,” sino mucho más el pan espiritual, la gracia de Dios, el
alimento “que a vida eterna permanece.” Opinaban muchos de los antiguos padres
que esto significa también el pan del sacramento—que toda la Iglesia de Cristo
recibía diariamente y estimaba muy altamente hasta que el amor de muchos se
resfrió—como el gran conducto por donde se impartía la gracia de su Espíritu a
las almas de los hijos de Dios. “Nuestro pan cotidiano.” La palabra que
traducimos “cotidiano,” la han explicado de distintas maneras diferentes comentaristas;
pero el sentido más claro y natural parece ser el que se ha conservado en la
mayoría de las traducciones, tanto antiguas como modernas, a saber: lo que es
necesario para hoy día, y así, para cada día sucesivo.
12. “Danos,” porque no tenemos derecho a exigir nada, y recibimos
sólo por su gran misericordia. No merecemos el aire que respiramos, ni la
tierra que produce, ni el sol que nos alumbra; confesamos que lo que merecemos
es el infierno. Pero Dios nos ama abundantemente y, por lo tanto, le pedimos
que nos dé lo que nosotros no podernos por nosotros mismos obtener, lo que no
merecemos de sus manos.
La bondad y el poder de Dios no son razones para que permanezcamos
ociosos. Su voluntad es que en todas las cosas seamos diligentes; que nos
esforcemos a tal grado como si nuestro buen éxito dependiese de nuestra
sabiduría y fuerza, y entonces, como si nada hubiésemos hecho, debemos depender
de El, el Dador de todo don bueno y perfecto.
“Hoy,” porque no debemos afligimos respecto de lo que vendrá mañana. Con
este mismo fin el Creador ha dividido la vida en estos cortos períodos de
tiempo, tan visiblemente separados el uno del otro, para que en cada día veamos
un nuevo don de Dios, otra porción de vida que habremos de consagrar a su
gloria, y para que cada noche sea como la conclusión de la vida, más allá de
la cual nada encontraremos sino la eternidad.
13. “Perdónanos nuestras deudas, corno también nosotros
perdonamos a nuestros deudores.” Como quiera que sólo el pecado puede impedir
que sobre cada criatura se derrame la bondad de Dios, esta petición sigue
naturalmente a la anterior, para que, habiéndose quitado todos los estorbos,
esperemos más firmemente recibir del Dios de amor toda clase de cosas buenas.
“Nuestras deudas.” Con frecuencia se mencionan en la Escritura nuestros
pecados como deudas. Cada pecado nos hace contraer una nueva deuda para con
Dios, a quien ya debemos, como quien dice, diez mil talentos. ¿Qué le
contestaremos cuando nos diga: Págame lo que me debes? Somos enteramente
insolventes; no tenemos nada con qué pagar; hemos desperdiciado toda nuestra
hacienda; por consiguiente, si nos trata con todo el rigor de su ley, si exige
lo que puede justamente pedir, mandará que “atados de pies y manos seamos entregados
a los verdugos.”
A la verdad que ya estamos atados de pies y manos a las cadenas de
nuestros pecados. Estos, respecto de nosotros, son cadenas de hierro y grillos
de cobre; son heridas con que el mundo, la carne y el demonio nos han lastimado
y quebrantado de pies a la cabeza; son enfermedades que chupan nuestra sangre
y nuestro aliento, que nos llevan a las regiones del sepulcro. Pero
considerados, como lo son aquí, respecto de Dios, son deudas innumerables. Bien
podemos, pues, clamar a El—puesto que no tenemos con qué pagar—que nos perdone
todo misericordiosamente.
La palabra traducida “perdónanos,” significa perdonar una deuda o
desatar una cadena. Si obtenemos lo primero, lo segundo se sigue naturalmente:
si las deudas son perdonadas, las cadenas caen de nuestras manos. Tan luego
como recibimos el perdón de los pecados mediante la gracia de Dios en Cristo,
obtenemos igualmente “suerte entre los santificados por la fe que es en él.” El
pecado ha perdido su poder; no tiene dominio sobre aquellos que están bajo de
la gracia, es decir: que gozan del favor de Dios. Puesto que “ninguna condenación
hay para los que están en Cristo Jesús,” están libres del pecado lo mismo que
de la culpa; “la justicia de la ley se cumple en ellos,” y “no andan conforme
a la carne, mas conforme al Espíritu.”
14. “Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.” En estas
palabras declara nuestro Señor bajo qué condición y hasta qué grado o punto
debemos esperar el perdón de Dios. Se nos perdonan todas nuestras deudas y
pecados, si nosotros perdonamos, y de la manera que perdonamos a otros.
Este punto es de la mayor importancia. Tan celoso es de esto nuestro Señor que,
a fin de evitar que se nos olvide, no solamente lo incluye en la oración, sino
que lo repite después dos veces. “Porque, si perdonareis,” dice, “a los hombres
sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si
no perdonareis a los hombres sus ofensas tampoco vuestro Padre os perdonará
vuestras ofensas” (vrs. 14, 15). En segundo lugar, Dios nos perdona de la misma
manera que nosotros perdonamos, de modo que si queda alguna malicia o
rencor; si permanece alguna mala voluntad o ira; si no perdonamos a los
hombres sus ofensas franca, plenamente y de corazón, Dios no puede perdonamos
abierta y completamente. Tal vez nos tenga algún grado de misericordia, pero no
le dejamos borrar nuestros pecados ni perdonar nuestras iniquidades.
Al mismo tiempo, si no perdonamos de todo corazón las ofensas de
nuestros prójimos, ¿qué clase de oración ofrecemos a Dios cuando usamos estas
palabras? Verdaderamente, estamos desafiando a Dios provocándole a que haga lo
más tremendo que pueda. “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores,” es decir, en términos claros, “no nos
perdones; no te pedimos ningún favor. Te rogamos que te acuerdes de nuestros
pecados, y que tu ira permanezca sobre nosotros.” Pero, ¿podéis con seriedad
ofrecer semejante oración a Dios? Y ¿no os ha echado ya en el infierno? ¡Oh, ya
no le tentéis! ¡Perdonad ahora mismo por su gracia, perdonad como queréis ser
perdonados! Tened compasión de vuestro consiervo, como Dios ha tenido y tendrá
piedad de vosotros.
15. “Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal.” “Y no nos
metas en tentación.” La palabra traducida tentación, quiere decir prueba de
cualquiera clase; el término en sí ya se tomaba en inglés, en épocas pasadas,
en un sentido indiferente; en nuestros días por lo general significa instigación
al pecado. Santiago usa este término en ambos sentidos: primero en su acepción
general, y después en su particular. Lo usa en el primer sentido cuando dice:
“Bienaventurado el varón que sufre la tentación; porque cuando fuere probado,”
o aprobado, de Dios “recibirá la corona de vida” (Santiago 1: 12); y luego
añade, tomando la palabra en su segundo significado: “Cuando alguno es
tentado, no diga que es tentado de Dios; porque Dios no puede ser tentado de
los malos, ni él tienta a alguno; sino que cada uno es tentado, cuando de su
propia concupiscencia (o su deseo) es atraído,” atraído de Dios,
en quien sólo está salvo, “y cebado,” atrapado como se coge un pescado
con carnada.
Al ser atraído y cebado, es cuando verdaderamente cae en la
tentación: ésta lo cubre como una nube; se extiende sobre toda su alma. ¡Con
qué dificultad podrá escapar de la trampa! Por consiguiente, pedimos a Dios
que no nos deje “caer en tentación,” es decir, siendo que Dios no tienta a
ningún hombre, que no nos deje ser guiados a la tentación, sino que nos libre
de todo mal; mejor dicho, “del enemigo malo,” (como dice el griego). O p????ò?
es indudablemente el maligno, llamado así enfáticamente el príncipe y el dios
de este mundo, que obra con gran poder en los hijos de desobediencia. Pero
todos los que son hijos de Dios por la fe, han sido librados de sus manos. El
puede pelear en contra de ellos y así lo hará, pero no puede vencer a no ser
que ellos traicionen sus almas. Puede atormentar por un tiempo, pero no puede
destruir porque Dios está de parte de ellos, y al fin El no dejará “de hacer
justicia a sus escogidos que claman a él día y noche.” ¡Señor, cuando seamos
tentados no nos dejes caer en tentación! ¡Ayúdanos a escapar, para que no nos
toque el enemigo malo!
16. La conclusión de esta divina oración,
llamada comúnmente “la doxología,” es una acción de gracias solemne, un
reconocimiento sucinto de los atributos y las obras de Dios. “Porque tuyo es el
reino,” el derecho soberano sobre todo lo que existe, o ha sido creado. Tu
reino es un reino eterno y tu dominio dura por todas las generaciones; “el
poder,” el poder ejecutivo por medio del cual gobiernas todas las cosas en tu
eterno reino; por el cual haces lo que te place en todos los lugares de tu
dominio; “y la gloria,” la alabanza que te deben todas las criaturas, por tu
poder y lo poderoso de tu reino, y por todas las obras maravillosas que desde
la eternidad has hecho y harás por “todos los siglos. Amén.” ¡Así sea!
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SERMON 26 - John Wesley
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