Los Israelitas atravesaron el Jordán y se establecieron en la tierra prometida en su último campamento (Campamento No. 42) al final del éxodo, lo cual nos indica simbólicamente la libertad y conquista a la que esta llamada la iglesia al salir de la religión a una vida de libertad, en una relación directa, vital y real con Cristo Jesús; Cristo es símbolo de la tierra prometida y la herencia de los hijos de Dios.

La santidad es la obra del Espíritu Santo en nosotros, separándonos del amor del mundo. La santidad es un cambio de naturaleza desde dentro como resultado de la obra de Dios en nosotros. No es lo que hacemos externamente, sino quienes somos por dentro, lo que importa a Dios.


9 de septiembre de 2012

SERMON XXVI SOBRE EL SERMON DE NUESTRO SEÑOR EN LA MONTAÑA (VI)


John Wesley

Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los hom­bres, para ser vistos de ellos: de otra manera no tendréis mer­ced de vuestro Padre que está en los cielos. Cuando pues ha­ces limosna, no hagas tocar trompeta delante de ti como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las plazas, para ser esti­mados de los hombres: de cierto os digo, que ya tienen su re­compensa. Mas cuando tú haces limosna, no sepa tu izquier­da lo que hace tu derecha; para que sea tu limosna en secre­to: y tu Padre que ve en secreto él te recompensará en pú­blico. Y cuando oras no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en las sinagogas, y en los cantones de las calles en pie, para ser vistos de los hombres: de cierto os digo, que ya tienen su pago. Mas tú, cuando oras, éntrate en tu cámara, y cerrada tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en secreto, te recompensará en público. Y orando, no seáis prolijos, como los Gentiles; que piensan que por su parlería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, an­tes que vosotros le pidáis. Vosotros, pues oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Ven­ga tu reino. Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. Danos hoy nuestro pan cotidiano y perdóna­nos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal: porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén. Porque si perdonareis a los hom­bres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonareis a los hombres sus ofensas, tam­poco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas (Mateo 6:1-15).

1.     En el capítulo anterior describió nuestro Señor la re­ligión interior en sus varias formas. Nos mostró las diver­sas disposiciones del alma que constituyen el verdadero cristianismo; los temperamentos interiores que se contienen en esa “santidad, sin la cual nadie verá al Señor;” las afecciones que, cuando manan de su verdadera fuente, de una fe viva en Dios por medio de Jesucristo, son intrínseca y esencial­mente buenas, aceptables a Dios. En este capítulo pasa a mos­trar que todas nuestras acciones, aun las que por su natura­leza son indiferentes, pueden igualmente, por medio de una intención pura y santa, llegar a ser santas y buenas, aceptables a Dios. Declara abiertamente que cualquiera cosa que se ha­ga de otra manera, de nada vale para con Dios. Mientras que todas las obras exteriores que de este modo se consagran a Dios, son de gran valor en su presencia.

2.     Muestra la necesidad de esta pureza de intención, en primer lugar, respecto de aquellos actos que por lo general se consideran como religiosos, y los que en realidad lo son cuando se hacen con buen motivo. Algunos de estos actos llá­manse por lo común obras de piedad; los demás, obras de ca­ridad o de misericordia. Entre las de esta última clase men­ciona especialmente el dar limosna. Entre las de la primera, la oración y el ayuno. Pero las direcciones que da deben apli­carse igualmente a toda clase de obras, ya sean de caridad, ya de misericordia.

I.     1. Primeramente, respecto de las obras de misericor­dia. “Mirad,” dijo, “que no hagáis vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera, no ten­dréis merced de vuestro Padre que está en los cielos.” “Que no hagáis vuestra justicia,” si bien sólo menciona esto, se in­cluyen todas las obras de caridad, todo aquello que damos, ha­blamos o hacemos en provecho de nuestro prójimo; por me­dio de lo cual alguno reciba beneficio de alma o de cuerpo. Dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, hospedar o socorrer al extraño, visitar al enfermo o al que está en la cár­cel, consolar al afligido, enseñar al ignorante, reprobar al ini­cuo, exhortar y alentar al bueno, y si hay alguna otra obra de misericordia, se incluye en esta amonestación.

2.     “Mirad que no hagáis vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos.” Lo que aquí se prohíbe no es meramente hacer bien delante de los hombres. Esta cir­cunstancia por sí sola—de que los hombres vean lo que hace­mos—no mejora ni empeora la acción, sino el hacerla delan­te de los hombres, “para ser vistos de ellos,” con este fin, con esta sola intención. Digo con esta sola intención porque esta puede ser en algunos casos parte de nuestra intención. Tal vez intentemos que algunas de nuestras acciones sean vistas, y sin embargo, puedan ser aceptadas por Dios. Quizá sea la inten­ción que nuestra luz alumbre delante de los hombres, cuando nuestra conciencia nos testifica en el Espíritu Santo que nues­tro único fin al intentar que vean nuestras obras buenas es que glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos. Pero mirad que no hagáis la menor cosa teniendo por fin vuestra propia gloria; mirad que el deseo de ser alabados de los hom­bres, no entre de ninguna manera en vuestras obras de miseri­cordia.

Si buscáis vuestra propia gloria, si tenéis deseo de ob­tener la gloria que viene de los hombres, todo lo que con tal propósito hagáis de nada valdrá. Si no se hace para el Señor El no lo acepta, y no “tendréis recompensa” por ello, de “vues­tro Padre que está en los cielos.”

3.      “Cuando pues haces limosna, no hagas tocar trom­peta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las plazas, para ser estimados de los hombres.” No sig­nifica aquí la palabra sinagoga un lugar de culto, sino un lu­gar público cualquiera, como el mercado o la bolsa. Era una costumbre muy común entre los judíos que tenían grandes fortunas, especialmente entre los fariseos, hacer tocar la trom­peta delante de ellos en los lugares más públicos de la ciudad al tiempo de ir a dar gran cantidad de limosnas, pretendiendo que llamaban de esta manera a los pobres, pero siendo el ver­dadero motivo su deseo de recibir alabanzas de los hombres. No sigáis su ejemplo; no hagáis tocar la trompeta delante de vosotros. No uséis de alarde al hacer el bien. Buscad sólo el honor que viene de Dios. Los que buscan las alabanzas de los hombres, ya tienen su galardón; no recibirán la alabanza de Dios.

4.      “Mas cuando tú haces limosna, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha.” Esta es una expresión proverbial cu­yo significado es el siguiente: Hazlo de la manera más secreta que fuere posible; con tanto secreto como sea consecuente con el hecho mismo (porque no debes dejar de hacerlo—no dejes pasar ninguna oportunidad de hacer el bien, ya sea en secreto o abiertamente), y esto de la manera más eficiente que pue­da darse. Porque aquí hay que hacer otra excepción: cuando estés plenamente persuadido en tu mente de que el no ocultar el bien que haces te ayudará a ti o a otros a hacer más bien, entonces no debes hacerlo en secreto; deja que tu luz se vea y que alumbre “a todos los que están en casa.” Pero a no ser que la gloria de Dios y el bien del género humano exijan lo contrario, obra con tanta reserva y tan en lo privado como la na­turaleza de la obra lo permita: “para que sea tu limosna en secreto, y tu Padre que ve en secreto, él te recompensará en público.” Tal vez te recompense en este mundo, pues hay mu­chos ejemplos de ello en la historia de todas las épocas; pero te recompensará sin falta en el mundo venidero, ante la asam­blea general de los hombres y los ángeles.

II.     1. De las obras de caridad o misericordia, pasa nues­tro Señor a las que se llaman “obras de piedad.” “Y cuando oras,” dice, “no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en las sinagogas, y en los cantones de las calles en pie, para ser vistos de los hombres.” “No seas como los hipócri­tas.” La hipocresía, pues, o sea la falta de sinceridad, es lo pri­mero que debemos evitar en la oración. Mira que no digas lo que no sientas. Orar es elevar el alma a Dios, y sin esto, toda palabra de oración no es sino una hipocresía. Por consiguien­te, siempre que trates de orar procura que sea con el fin de tener comunión con Dios; de elevar tu corazón hacia El; de desahogar tu alma ante El, no como los hipócritas que aman el “orar en las sinagogas,” en el banco o en el mercado, y en “las esquinas de las calles,” donde hay más gente, “para ser vistos de los hombres,” siendo éste el único designio, mo­tivo y fin de las oraciones que repetían. “En verdad os digo que ya tienen su pago.” No deben esperar ningún otro de “vues­tro Padre que está en los cielos.”

2.     Empero, no sólo el buscar las alabanzas de los hom­bres nos priva de la recompensa del cielo y nos evita que es­peremos la bendición de Dios sobre nuestras obras de piedad o misericordia: el deseo de cualquiera recompensa temporal destruye igualmente la pureza de la intención. Si repetimos nuestras oraciones, si asistimos al culto público de Dios, si protegemos a los pobres con el fin de ganar, o de una mane­ra interesada, todas estas cosas no tendrán más mérito ante la presencia de Dios que si las hiciésemos impulsados por el deseo de recibir las alabanzas de los hombres. Cualquier fin temporal, cualquier motivo que no se refiera a las cosas eter­nas, cualquier designio que no sea el de promover la gloria de Dios y la felicidad de los hombres por amor de Dios, hace cual­quier hecho—por limpio que aparezca ante los hombres—una abominación en la presencia del Señor.

3.     “Mas tú, cuando oras, éntrate en tu cámara, y cerra­da tu puerta, ora a tu Padre que está en secreto.” Hay un tiem­po cuando debes glorificar a Dios abiertamente, orar y alabarle en la gran congregación; pero cuando quieras presentar más extensa y detalladamente tus peticiones a Dios, ya sea por la mañana, al mediodía o por la noche, éntrate en tu cá­mara y cierra tu puerta. Obra de la manera más reservada que puedas. (Pero en caso de que no tengas cámara, ni puedas ha­cerlo en secreto, no dejes de orar: ora en secreto cuando na­die te ve. Pero si no tienes la oportunidad de hacerlo así, ora de todas maneras). “Ora a tu Padre que está en secreto;” ábre­le tu corazón, y “tu Padre que ve en secreto, él te recompen­sará en público.”

4.     “Y orando,” aun cuando fuere en secreto, “no seáis prolijos como los Gentiles;” no uséis muchedumbre de pala­bras que nada significan; no repitáis una misma cosa; no os figuréis que el resultado de vuestras oraciones depende de lo largas que sean, como creen los paganos—”que piensan que por su parlería serán oídos.”

Los que aquí se condena no es simplemente lo largo, co­mo no es lo corto de nuestras oraciones, sino, primero, lo lar­go sin sentido; el mucho hablar y pensar poco o nada. No el usar repeticiones, pues que nuestro Señor mismo oró tres ve­ces repitiendo las mismas palabras, sino repeticiones vanas, como hacen los paganos que repiten muchas veces los nom­bres de sus dioses; como hacen algunos entre los cristianos, así llamados, y no sólo entre los papistas, que repiten una y muchas veces la misma hilera de oraciones, sin sentir nunca lo que dicen. En segundo lugar, no debemos pensar que por nuestra parlería seremos oídos, ni figurarnos que Dios mide las oraciones por su largura, y que le agradan más aquellas que contienen más palabras, que suenan durante más tiempo en sus oídos. Estos ejemplos de superstición y torpeza son tales, que todos los que llevan el nombre de Cristo deberían dejar­los a los paganos, aquellos a quienes jamás ha alumbrado la gloriosa luz del Evangelio.

5.     “No os hagáis, pues, semejantes a ellos.” Vosotros que habéis probado la gracia de Dios en Cristo Jesús, estáis firmemente persuadidos de que “vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad antes que vosotros le pidáis.” De ma­nera que el objeto de vuestra oración no es el informar a Dios, como si no supiese vuestras necesidades, sino más bien el informaros a vosotros mismos; fijar la conciencia de esas necesidades en vuestros corazones de una manera más profun­da, y de vuestra dependencia continua de Aquel que es el único que puede satisfacer nuestras necesidades. No es mover a Dios, que siempre está más dispuesto a dar que nosotros a pedirle, sino más bien movernos a vosotros mismos para que estéis dispuestos a recibir aquellas cosas buenas que ha preparado para vosotros.

III.    1. Después de haber enseñado la verdadera natu­raleza y los fines de la oración, añade nuestro Señor un mo­delo: esa forma divina de oración, que en este lugar parece proponerse especialmente como ideal; como el ejemplo y mo­delo de todas nuestras oraciones. “Vosotros, pues, oraréis así.” En otro lugar recomienda el uso de estas mismas palabras: “Y les dijo: Cuando oréis, decid...“ (Lucas 11: 2).

2.      Podemos observar, en general, respecto de esta divi­na oración, primeramente, que contiene todo lo que racional e inocentemente podemos pedir. Nada de lo que necesitamos pedir a Dios, nada de lo que podemos pedirle sin ofenderle deja de estar incluido, ya sea directa o indirectamente, en este modelo comprehensivo. En segundo lugar, que contiene todo lo que racional e inocentemente podemos desear; todo lo que sea para la gloria de Dios, que fuere necesario o de provecho no sólo para nosotros, sino para todas las criaturas en el cielo y en la tierra. En verdad que nuestras oraciones son las ver­daderas pruebas de nuestros deseos. Nada debe existir en nues­tros deseos que no pueda mencionarse en nuestras oraciones. No debemos desear aquello que no podamos pedir en la ora­ción. En tercer lugar, que contiene todo nuestro deber para con Dios y para con los hombres, puesto que en dicha oración se expresa o se contiene todo lo que es puro y santo, todo lo que Dios requiere de los hombres, todo lo que es aceptable en su presencia, todo aquello con que podemos ayudar a nuestro prójimo.

3.      Consiste de tres partes: el prefacio, las peticiones y la conclusión o alabanza. El prefacio, “Padre nuestro que es­tás en los cielos,” establece la base general de la oración, in­cluyendo aquello que debemos saber respecto de Dios antes de poder orar con la seguridad de ser escuchados. Nos señala igualmente todas esas disposiciones con que debemos acercar­nos a Dios, las que son requisitos necesarios para que nues­tras vida y peticiones sean aceptables ante El.

4.      “Padre nuestro,” si padre, debe ser un buen Padre y amante de sus hijos, y en esto consiste la primera y gran ra­zón de la oración. Dios está dispuesto a bendecir; pidámosle su bendición. “Padre nuestro,” Creador, Autor de nuestro ser; El nos ha levantado del polvo de la tierra; sopló en noso­tros el aliento de la vida y nos hizo seres vivientes. Pero si El nos creó, pidámosle, y no negará ninguna cosa buena a la obra de sus manos. “Padre nuestro,” Preservador nuestro que día a día sostiene la vida que nos ha dado; de cuyo cons­tante amor continuamente estamos recibiendo la vida, el alien­to y todas las cosas. Vengamos a El con tanta más confianza “para alcanzar misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro.” Sobre todo, Padre de nuestro Señor Jesucristo y de todos los que creen en El; quien nos justifica “gratuitamente por su gracia, por la redención que es en Cristo Jesús;” quien ha borrado todos nuestros pecados y curado todas nuestras fla­quezas; quien nos ha recibido como sus hijos por adopción y de gracia. Y porque somos hijos, mandó el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones “el cual clama: Abba, Padre;” quien “nos ha criado otra vez en Cristo Jesús.” Sabemos, por consiguiente, que siempre nos escucha, y por lo tanto, oramos a El sin cesar; oramos porque le amamos, y le amamos “porque él nos amó primero.”

5.     “Padre nuestro,” no sólo mío, de quien ahora clama a El, sino nuestro en el sentido más pleno de la palabra. “El Dios y Padre de los espíritus y de toda carne;” Padre de los ángeles y de los hombres: a quien aun los mismos paganos reconocen como el Padre del universo, de todas las familias que hay en el cielo y en la tierra.

Por consiguiente, para El no hay acepción de personas; El ama todo lo que ha creado. El ama a todos los hombres, y su misericordia se extiende sobre todas sus obras. El Señor se deleita en aquellos que le temen y confían en su misericordia; en aquellos que esperan en El por medio del Hijo de su amor, sabiendo que han sido acep­tados en el “Amado.” Pero, “si Dios así nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros;” más aún, a todo el género humano, puesto que “de tal manera amó Dios al mun­do, que ha dado a su Hijo unigénito,” para que muriese, a fin de que el mundo no se pierda, mas tenga vida eterna.

6.     “Que estás en los cielos.” Altísimo, Dios de todo, ben­dito por siempre jamás; quien sentado en el círculo de los cie­los, ve todas las cosas, en el cielo y en la tierra; cuyos ojos pe­netran toda la esfera de la creación; más aún, de la noche que no ha sido creada; para quien “todas sus obras son conocidas,” y las obras de cada criatura, no sólo “desde el principio del mundo” (traducción débil y mala), sino desde toda la eterni­dad, por los siglos de los siglos; quien constriñe a las huestes de los ángeles, lo mismo que a los hijos de los hombres, a cla­mar llenos de sorpresa y asombro: ¡Qué profundidad! “¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!” “Que estás en los cielos,” el Señor y Gobernador de to­dos, que dispones y arreglas todas las cosas; que eres Rey de reyes y Señor de señores, el bendito y único Potentado; que eres fuerte y te ciñes de fortaleza, haciendo lo que te place; el Omnipotente, porque siempre que quieres todo está a tu alcance. “En el cielo,” eminentemente allí; el cielo es tu trono; lugar especial “del tabernáculo de tu gloria.” Empero, no allí solamente, porque llenas los cielos y la tierra; toda la exten­sión del espacio. “Los cielos y la tierra están llenos de tu glo­ria. ¡Gloria sea a ti, oh Señor Altísimo!”

Por consiguiente, sirvamos a Jehová con temor y alegrémonos con temblor; pensemos, pues, hablemos y obremos co­mo quienes están constantemente bajo de su mirada, en la pre­sencia inmediata del Señor, el Rey.

7.    “Santificado sea tu nombre.” Esta es la primera de las peticiones que forman la oración. El nombre de Dios es Dios mismo, la naturaleza de Dios hasta donde puede descubrirla el hombre. Quiere decir, por consiguiente, además de su exis­tencia, todos sus atributos y perfecciones: (a) Su eternidad, revelada particularmente por su grande e incomunicable nom­bre, Jehová, que el apóstol Juan traduce: “El Alpha y la Omega, principio y fin, dice el Señor, que es, y que era, y que ha de venir.” (b) Lo infinito de su ser lo denota ese otro gran nombre: ¡Yo Soy el que Soy! (c) Su omnipresencia; (d) Su omnipotencia; el único agente, en verdad, en el mundo ma­terial, puesto que toda materia es esencialmente pesada e iner­te, y sólo se mueve cuando se mueve el dedo de Dios. El es la fuente de todas las acciones en toda criatura, visible e invi­sible; que no puede obrar ni existir sin la emanación constan­te y la agencia de su omnipotente poder. (e) Su sabiduría se deduce claramente de las cosas que se ven, del admirable or­den del universo. (f) Su Trinidad en la Unidad y la Unidad en la Trinidad, se descubren tanto en la primera línea de su pa­labra escrita—literalmente, los Dioses creó, un nombre plu­ral como sujeto de un verbo en singular—como en todas las relaciones posteriores que dio por boca de sus santos profetas y apóstoles; (g) su pureza y santidad esenciales; y sobre todo (h) su amor, que es el resplandor mismo de su gloria.

Al pedir que Dios o su nombre sea santificado o glori­ficado, pedimos que sea conocido tal cual es, por todos los que son capaces de conocerle, por todos los seres inteligentes, y con afecciones dignas de ese conocimiento. Pedimos que sea debidamente honrado, temido y amado de todas las criaturas y los hombres a quienes con tal fin creó capaces de conocerlo y amarlo por toda la eternidad.

8.    “Venga tu reino.” Esta petición tiene una relación muy íntima con la precedente: a fin de que el nombre de Dios sea santificado, pedimos que su reino, el reino de Cristo, venga. Viene este reino a una persona particularmente cuando se arrepiente y cree en el Evangelio; cuando Dios le enseña no sólo a conocerse a sí mismo, sino también a Jesucristo cru­cificado. Así como en esto consiste la vida eterna, en conocer “al solo Dios verdadero y a Jesucristo al cual has enviado,” de la misma manera empieza el reino de Dios aquí en la tierra, primero en el corazón del creyente. “El Señor Dios Omnipo­tente reina,” cuando se le conoce por medio de Jesucristo. To­ma otra vez su poder omnipotente a fin de someter a sí todas las cosas. Procede conquistando y a conquistar en el corazón, hasta poner todas las cosas bajo de sus pies, hasta que “cau­tive todo intento a la obediencia de Cristo.”

Por consiguiente, cuando Dios dé a su Hijo por heredad las gentes, y por posesión suya los términos de la tierra; cuan­do todos los reinos se inclinen ante El y todas las naciones le sirvan; cuando el monte de la casa de Jehová sea “confirmado por cabeza de los montes;” “cuando haya entrado la plenitud de los gentiles, y luego todo Israel” sea salvo, entonces se verá que el Señor es Rey y que se ha puesto su vestido de gloria, y aparecerá a todas las almas como Rey de reyes y Señor de señores.

Muy justo es que todos aquellos que desean su veni­da oren para que se apresure el tiempo; que este su reino, el reino de gracia, venga pronto y absorba todos los reinos de la tierra; que recibiéndolo como su Rey todo el género humano, creyendo verdaderamente en su nombre, se llene de justicia, y paz, y gozo, y santidad y felicidad, hasta que sea llevado de aquí al reino celestial, a reinar con El por siempre jamás.

También pedimos esto con las palabras: “Venga tu reino.” Pedimos que venga su reino eterno, el reino de la gloria en el cielo, que es la continuación y perfección del reino de la gra­cia sobre la tierra. Por consiguiente, tanto ésta como la pe­tición anterior, se ofrecen por toda la creación racional que se interesa en este gran acontecimiento, la renovación final de todas las cosas, cuando Dios, poniendo fin a toda miseria y pecado, a toda enfermedad y muerte, asuma todas las cosas en sus manos y establezca el reino que ha de durar por siempre jamás.

Muy semejantes a todo esto son las solemnes palabras en la oración del oficio de difuntos: “Rogándote, que plazca a tu misericordia reunir pronto el número de tus escogidos, y apresurar la venida de tu reino; que nosotros, juntamente con todos los que duermen en la verdadera fe de tu santo nom­bre, obtengamos nuestra perfecta consumación y felicidad en cuerpo y alma, en tu eterna gloria.”

9.    “Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.” Esta es la consecuencia natural e inmediata don­dequiera que llega el reino de Dios; dondequiera que Dios habita en el alma por medio de la fe, y Cristo reina en el co­razón por medio del amor.

Es probable que muchos, tal vez la generalidad de los hombres, al oír por primera vez estas palabras, se imaginen que sólo son la expresión o la petición para la resignación; para tener la voluntad de sufrir lo que respecto de nosotros mande Dios, sea lo que fuere. Indudablemente que esta es una actitud divina y excelente, un don precioso de Dios. Pero esto no es lo que hacemos en esta petición, al menos no en su principal y primer sentido. Cuando decimos: “Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra,” pedirnos no tanto una conformidad pasiva, cuanto activa con la voluntad de Dios.

¿Cómo la hacen los ángeles en el cielo, los que ahora ro­dean su trono regocijándose? La cumplen voluntariamente, aman sus mandamientos y escuchan con placer sus palabras; el hacer su voluntad es su comida y bebida; es su gloria y gozo más alto; la hacen constantemente; no hay la menor interrup­ción en sus servicios; no descansan de día ni de noche, sino que emplean todas sus horas (hablando según los hombres, puesto que nuestra medida de duración, días noches y horas, está fuera de lugar en la eternidad) en cumplir sus mandatos, en ejecutar sus designios, en poner en práctica su voluntad, y lo hacen con perfección—las mentes angélicas no participan de ningún defecto ni pecado. Es muy cierto que las estrellas no son limpias delante de sus ojos, ni aun las estrellas de la mañana que cantan juntas delante de El “en su presencia;” es decir, en comparación con El ni los mismos ángeles son puros. Pero esto no quiere decir que no sean puros en sí mismos; in­dudablemente que lo son: son puros y sin mancilla; están enteramente dedicados a su voluntad, y son perfectamente obe­dientes en todas las cosas.

Si examinamos esto bajo otro punto de vista, veremos que los ángeles de Dios en el cielo hacen toda la voluntad de Dios y no hacen otra cosa, nada sino aquello de que están plena­mente seguros que es su voluntad. Además, hacen toda la vo­luntad de Dios como El la desea; de la manera que le agrada y de ningún otro modo. Más aún, la hacen sólo porque es su voluntad, únicamente por esta razón.

10.  Por consiguiente, cuando pedimos que se haga la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo, queremos decir que todos los habitantes de la tierra, que toda la raza del género humano, haga la voluntad de su Padre que está en los cielos, con tanta voluntad como los santos ángeles; que los hombres la hagan tan continuamente como los ángeles, sin la menor interrupción en la presteza de sus servicios; más aún, que la hagan perfectamente, a fin de que “el Dios de paz por la sangre del testamento eterno, los haga aptos en toda buena obra para que hagan su voluntad, haciendo él” en ellos, todo “lo que sea agradable delante de él.”

En otras palabras, pedimos que nosotros y todo el género humano hagamos toda la voluntad de Dios en todas las cosas, y nada más, ni la menor cosa que no sea la voluntad santa y aceptable de Dios. Pedimos que hagamos la voluntad toda de Dios, como El la desea y de la manera que le agrada. Y por último, que la hagamos, porque es su voluntad; que esta sea la única razón y el motivo de cualquiera cosa que pensemos, hablemos o hagamos.

11.  “Danos hoy nuestro pan cotidiano.” En las tres úl­timas peticiones hemos estado pidiendo por todo el género hu­mano, ahora pedirnos especialmente según nuestras necesida­des particulares.

Esto no significa que se nos enseñe, ni aun aquí, a limitar nuestras oraciones a nosotros mismos, sino que ésta y todas las peticiones que se siguen, pueden hacerse por toda la Iglesia de Cristo sobre la tierra.

La palabra “pan” puede significar todas aquellas cosas que necesitamos tanto para el cuerpo como para el alma. Las cosas pertenecientes a la vida y a la piedad. Significa no sólo el mero pan exterior, lo que nuestro Señor llama “la comida que perece,” sino mucho más el pan espiritual, la gracia de Dios, el alimento “que a vida eterna permanece.” Opinaban muchos de los antiguos padres que esto significa también el pan del sacramento—que toda la Iglesia de Cristo recibía dia­riamente y estimaba muy altamente hasta que el amor de mu­chos se resfrió—como el gran conducto por donde se impar­tía la gracia de su Espíritu a las almas de los hijos de Dios. “Nuestro pan cotidiano.” La palabra que traducimos “cotidia­no,” la han explicado de distintas maneras diferentes comen­taristas; pero el sentido más claro y natural parece ser el que se ha conservado en la mayoría de las traducciones, tanto an­tiguas como modernas, a saber: lo que es necesario para hoy día, y así, para cada día sucesivo.

12.  “Danos,” porque no tenemos derecho a exigir nada, y recibimos sólo por su gran misericordia. No merecemos el aire que respiramos, ni la tierra que produce, ni el sol que nos alumbra; confesamos que lo que merecemos es el infierno. Pe­ro Dios nos ama abundantemente y, por lo tanto, le pedimos que nos dé lo que nosotros no podernos por nosotros mismos obtener, lo que no merecemos de sus manos.

La bondad y el poder de Dios no son razones para que permanezcamos ociosos. Su voluntad es que en todas las cosas seamos diligentes; que nos esforcemos a tal grado como si nuestro buen éxito dependiese de nuestra sabiduría y fuerza, y entonces, como si nada hubiésemos hecho, debemos depen­der de El, el Dador de todo don bueno y perfecto.

“Hoy,” porque no debemos afligimos respecto de lo que vendrá mañana. Con este mismo fin el Creador ha dividido la vida en estos cortos períodos de tiempo, tan visiblemente separados el uno del otro, para que en cada día veamos un nuevo don de Dios, otra porción de vida que habremos de consagrar a su gloria, y para que cada noche sea como la con­clusión de la vida, más allá de la cual nada encontraremos sino la eternidad.

13.  “Perdónanos nuestras deudas, corno también noso­tros perdonamos a nuestros deudores.” Como quiera que sólo el pecado puede impedir que sobre cada criatura se derrame la bondad de Dios, esta petición sigue naturalmente a la an­terior, para que, habiéndose quitado todos los estorbos, espe­remos más firmemente recibir del Dios de amor toda clase de cosas buenas.

“Nuestras deudas.” Con frecuencia se mencionan en la Es­critura nuestros pecados como deudas. Cada pecado nos hace contraer una nueva deuda para con Dios, a quien ya debemos, como quien dice, diez mil talentos. ¿Qué le contestaremos cuando nos diga: Págame lo que me debes? Somos entera­mente insolventes; no tenemos nada con qué pagar; hemos desperdiciado toda nuestra hacienda; por consiguiente, si nos trata con todo el rigor de su ley, si exige lo que puede justa­mente pedir, mandará que “atados de pies y manos seamos en­tregados a los verdugos.”

A la verdad que ya estamos atados de pies y manos a las cadenas de nuestros pecados. Estos, respecto de nosotros, son cadenas de hierro y grillos de cobre; son heridas con que el mundo, la carne y el demonio nos han lastimado y quebran­tado de pies a la cabeza; son enfermedades que chupan nues­tra sangre y nuestro aliento, que nos llevan a las regiones del sepulcro. Pero considerados, como lo son aquí, respecto de Dios, son deudas innumerables. Bien podemos, pues, clamar a El—puesto que no tenemos con qué pagar—que nos perdone todo misericordiosamente.

La palabra traducida “perdónanos,” significa perdonar una deuda o desatar una cadena. Si obtenemos lo primero, lo segundo se sigue naturalmente: si las deudas son perdonadas, las cadenas caen de nuestras manos. Tan luego como recibi­mos el perdón de los pecados mediante la gracia de Dios en Cristo, obtenemos igualmente “suerte entre los santificados por la fe que es en él.” El pecado ha perdido su poder; no tie­ne dominio sobre aquellos que están bajo de la gracia, es decir: que gozan del favor de Dios. Puesto que “ninguna condena­ción hay para los que están en Cristo Jesús,” están libres del pecado lo mismo que de la culpa; “la justicia de la ley se cum­ple en ellos,” y “no andan conforme a la carne, mas conforme al Espíritu.”

14.  “Así como nosotros perdonamos a nuestros deudo­res.” En estas palabras declara nuestro Señor bajo qué con­dición y hasta qué grado o punto debemos esperar el perdón de Dios. Se nos perdonan todas nuestras deudas y pecados, si nosotros perdonamos, y de la manera que perdonamos a otros. Este punto es de la mayor importancia. Tan celoso es de esto nuestro Señor que, a fin de evitar que se nos olvide, no sola­mente lo incluye en la oración, sino que lo repite después dos veces. “Porque, si perdonareis,” dice, “a los hombres sus ofen­sas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonareis a los hombres sus ofensas tampoco vues­tro Padre os perdonará vuestras ofensas” (vrs. 14, 15). En se­gundo lugar, Dios nos perdona de la misma manera que no­sotros perdonamos, de modo que si queda alguna malicia o rencor; si permanece alguna mala voluntad o ira; si no perdona­mos a los hombres sus ofensas franca, plenamente y de cora­zón, Dios no puede perdonamos abierta y completamente. Tal vez nos tenga algún grado de misericordia, pero no le de­jamos borrar nuestros pecados ni perdonar nuestras iniquida­des.

Al mismo tiempo, si no perdonamos de todo corazón las ofensas de nuestros prójimos, ¿qué clase de oración ofre­cemos a Dios cuando usamos estas palabras? Verdaderamente, estamos desafiando a Dios provocándole a que haga lo más tremendo que pueda. “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores,” es decir, en términos claros, “no nos perdones; no te pedimos ningún favor. Te rogamos que te acuerdes de nuestros pecados, y que tu ira permanezca sobre nosotros.” Pero, ¿podéis con seriedad ofrecer semejante oración a Dios? Y ¿no os ha echado ya en el infierno? ¡Oh, ya no le tentéis! ¡Perdonad ahora mismo por su gracia, perdonad como queréis ser perdonados! Tened com­pasión de vuestro consiervo, como Dios ha tenido y tendrá piedad de vosotros.

15.  “Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal.” “Y no nos metas en tentación.” La palabra traducida tenta­ción, quiere decir prueba de cualquiera clase; el término en sí ya se tomaba en inglés, en épocas pasadas, en un sentido indiferente; en nuestros días por lo general significa instiga­ción al pecado. Santiago usa este término en ambos senti­dos: primero en su acepción general, y después en su parti­cular. Lo usa en el primer sentido cuando dice: “Bienaventu­rado el varón que sufre la tentación; porque cuando fuere probado,” o aprobado, de Dios “recibirá la corona de vida” (Santiago 1: 12); y luego añade, tomando la palabra en su se­gundo significado: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de Dios; porque Dios no puede ser tentado de los ma­los, ni él tienta a alguno; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia (o su deseo) es atraído,” atraído de Dios, en quien sólo está salvo, “y cebado,” atrapado como se coge un pescado con carnada.

Al ser atraído y cebado, es cuando verdaderamente cae en la tentación: ésta lo cubre como una nube; se extiende so­bre toda su alma. ¡Con qué dificultad podrá escapar de la tram­pa! Por consiguiente, pedimos a Dios que no nos deje “caer en tentación,” es decir, siendo que Dios no tienta a ningún hombre, que no nos deje ser guiados a la tentación, sino que nos libre de todo mal; mejor dicho, “del enemigo malo,” (co­mo dice el griego). O p????ò? es indudablemente el maligno, lla­mado así enfáticamente el príncipe y el dios de este mundo, que obra con gran poder en los hijos de desobediencia. Pero todos los que son hijos de Dios por la fe, han sido librados de sus manos. El puede pelear en contra de ellos y así lo hará, pero no puede vencer a no ser que ellos traicionen sus almas. Puede atormentar por un tiempo, pero no puede destruir por­que Dios está de parte de ellos, y al fin El no dejará “de hacer justicia a sus escogidos que claman a él día y noche.” ¡Señor, cuando seamos tentados no nos dejes caer en tentación! ¡Ayú­danos a escapar, para que no nos toque el enemigo malo!

16.     La conclusión de esta divina oración, llamada co­múnmente “la doxología,” es una acción de gracias solemne, un reconocimiento sucinto de los atributos y las obras de Dios. “Porque tuyo es el reino,” el derecho soberano sobre todo lo que existe, o ha sido creado. Tu reino es un reino eterno y tu dominio dura por todas las generaciones; “el poder,” el poder ejecutivo por medio del cual gobiernas todas las cosas en tu eterno reino; por el cual haces lo que te place en todos los lugares de tu dominio; “y la gloria,” la alabanza que te de­ben todas las criaturas, por tu poder y lo poderoso de tu rei­no, y por todas las obras maravillosas que desde la eternidad has hecho y harás por “todos los siglos. Amén.” ¡Así sea!

www.campamento42.blogspot.com
 
SERMON 26 - John Wesley

No hay comentarios.:

"Consuelo para los que están en este mundo, pero que no son de este mundo, y por tanto, son odiados y están cansados de él, es que no estarán para siempre en el mundo, ni por mucho tiempo más"

Matthew Henry